Es encomiable el esfuerzo de David Trueba por abrir en el corazón de la España del desarrollismo franquista un espacio para la escapada, un espacio que se materializa por el punto de fuga que siempre supone una carretera.
De eso, los americanos saben mucho: lo beat y lo contracultural tienen en la carretera uno de sus templos en los que celebrar una eterna ceremonia de búsqueda y escapatoria hacia una vida vivida en claves diferentes de las utilizadas en los lugares que se abandonan.
Dentro de este planteamiento, el viaje es el lugar de la potencialidad, de la esperanza, donde sucede el eterno retorno del deseo que quizá se materialice tras la siguiente curva, en la próxima parada.
En este sentido, el viaje se convierte en el verdadero lugar de la libertad, el espacio donde se sueña y se construye ese destino al que se pretende llegar.
Después de todo la certeza de poder llegar siempre es menor a la de estar simplemente yendo.
Ya decía Kavafis, un poeta griego, un poeta de un pueblo eminentemente comercial que hizo del viaje su estilo de vida, que lo importante no era llegar a Itaca sino el viaje en sí y seguramente lo decía porque la vida está siempre del lado de esa potencialidad, de esa capacidad de ponerse en marcha e imaginar un lugar al que llegar.
Y para imaginar no necesitas demasiado los ojos.
Y está claro que Antonio, el profesor de Albacete que es el centro espiritual y luminoso de la película, magníficamente encarnado por Javier Cámara, no hace demasiado caso de la oscuridad de esa España de ese áspero tacto de tierra y esparto que, a pleno sol, le muestran sus ojos.
La necesidad de coger la carretera para intentar tener un encuentro con John Lennon en Almería es tan real como la pizarra sobre la que escribe sus clases de inglés.
En el viaje que emprende, su historia se engarzará con las historias de Belén y Juanjo, cada uno en su circunstancia alejados de esa cómoda media aritmética que define el vivir como Dios manda en aquellos tiempos.
Y quizá lo mejor que tiene la película, además se der una road movie que termina junto al mar, es su carácter iniciático: la transferencia de luz que Antonio, con su ejemplo, hace a Belén y Juanjo.
"Vivir es fácil con los ojos cerrados" funciona mejor para mi gusto, a ese nivel, el nivel puramente cinematográfico de lo que se ve, más que en el nivel de lo que estrictamente se cuenta. En este aspecto la historia se ejecuta sobre trillado scripts narrativos que la convierten en, a veces, demasiado fácil y previsible.
No obstante, el que escribe le perdona esos defectos precisamente por ese encanto luminoso que la película transmite en el aire donde sucede la narración.
Seguramente, el mar también tiene mucho que ver.
El griego Theo Angelopoulos sabe mucho del poder del mar... Seguramente porque se ven muchas cosas cuando se mira el mar.
Acertada desde el encanto.
De eso, los americanos saben mucho: lo beat y lo contracultural tienen en la carretera uno de sus templos en los que celebrar una eterna ceremonia de búsqueda y escapatoria hacia una vida vivida en claves diferentes de las utilizadas en los lugares que se abandonan.
Dentro de este planteamiento, el viaje es el lugar de la potencialidad, de la esperanza, donde sucede el eterno retorno del deseo que quizá se materialice tras la siguiente curva, en la próxima parada.
En este sentido, el viaje se convierte en el verdadero lugar de la libertad, el espacio donde se sueña y se construye ese destino al que se pretende llegar.
Después de todo la certeza de poder llegar siempre es menor a la de estar simplemente yendo.
Ya decía Kavafis, un poeta griego, un poeta de un pueblo eminentemente comercial que hizo del viaje su estilo de vida, que lo importante no era llegar a Itaca sino el viaje en sí y seguramente lo decía porque la vida está siempre del lado de esa potencialidad, de esa capacidad de ponerse en marcha e imaginar un lugar al que llegar.
Y para imaginar no necesitas demasiado los ojos.
Y está claro que Antonio, el profesor de Albacete que es el centro espiritual y luminoso de la película, magníficamente encarnado por Javier Cámara, no hace demasiado caso de la oscuridad de esa España de ese áspero tacto de tierra y esparto que, a pleno sol, le muestran sus ojos.
La necesidad de coger la carretera para intentar tener un encuentro con John Lennon en Almería es tan real como la pizarra sobre la que escribe sus clases de inglés.
En el viaje que emprende, su historia se engarzará con las historias de Belén y Juanjo, cada uno en su circunstancia alejados de esa cómoda media aritmética que define el vivir como Dios manda en aquellos tiempos.
Y quizá lo mejor que tiene la película, además se der una road movie que termina junto al mar, es su carácter iniciático: la transferencia de luz que Antonio, con su ejemplo, hace a Belén y Juanjo.
"Vivir es fácil con los ojos cerrados" funciona mejor para mi gusto, a ese nivel, el nivel puramente cinematográfico de lo que se ve, más que en el nivel de lo que estrictamente se cuenta. En este aspecto la historia se ejecuta sobre trillado scripts narrativos que la convierten en, a veces, demasiado fácil y previsible.
No obstante, el que escribe le perdona esos defectos precisamente por ese encanto luminoso que la película transmite en el aire donde sucede la narración.
Seguramente, el mar también tiene mucho que ver.
El griego Theo Angelopoulos sabe mucho del poder del mar... Seguramente porque se ven muchas cosas cuando se mira el mar.
Acertada desde el encanto.