Hay dos dimensiones fundamentales en la personalidad del genial Orson Welles.
Por un lado su más que evidente e incuestionable genialidad y por otro la también más que evidente e incuestionable necesidad de escenificar esa genialidad.
Como se dice que Julio César decía de la mujer romana, para Welles no era suficiente con ser un genio también era esencial parecerlo y en este sentido todo lo que rodea a este genial creador está cargado de un planteamiento excesivo que es un elemento esencial del sello de denominación de origen de la marca Welles.
El barroquismo que rodea a Welles, la sofisticada puesta en escena que hacía de sí mismo y de sus proyectos, la elaborada composición de cada plano, los complejos y heterodoxos tiros de cámara tienen para mi su origen en una inevitable necesidad de epatar, en una ineludible obligación de estar a la altura de una leyenda propia que convertía el talento no en un medio sino en un fin.
En este sentido cada obra de Welles es un elemento más de un discurso poderoso y flamboyante que siempre connota de manera intencionada el perfume de la genialidad, una genialidad que -y esto es lo mejor- no es mera pose sino que está dotada casi siempre de un contenido a la altura de la propuesta.
La humildad es algo ajeno a Welles.
Teniendo todo ésto en cuenta hay que decir que, siendo mal pensados, el principal atractivo que ese enamorado del gran teatro Shakesperiano que fue Welles encontrase en la humildad crítptica de Kafka tiene más bien que ver con el hecho convertirse en una oportunidad para demostrar esa genialidad una vez más.
Con independencia de unos incuestionables valores literarios de la historia, Welles encontró un nuevo reto para probar la musculatura de su genialidad en el hecho de adaptar al mundo de las imágenes en movimiento una obra tan difícil como es "El Proceso".
Obra inconclusa, fragmentaria y compleja, "El proceso" es una novela a medio terminar, con algún que otro cabo suelto que, sin embargo, se las arregla para conectar con aspectos esenciales de nuestras sociedades capitalistas y burocráticas modernas.
Lo absurdo de la situación que describe se combina con lo deslabazado que aportan las narrativas inconclusas, los personajes que van y vienen, que aparecen y desaparecen para constituir un "totum revolutun" que transmite el preciso sinsentido,en fondo y forma, para ser entendido como propuesta.
Aquí, el genio Welles encuentra un nuevo reto. Como teñir de rubia a Rita Hayworth o hacer teatro dentro del cine o ser mas shakesperiano que el propio Shakespeare, Welles encuentra en "El Proceso" una nueva oportunidad para superarse y demostrar su genialidad, oportunidad que una vez más vuelve a superar con ese enorme talento que Welles tenía para construir imágenes desde una heterodoxa sensibilidad para el encuadre.
Y aunque ese autodestructivo juego de forzar los propios límites (y los de sus productores) terminase acabando con él, Welles trata a Kafka de tú a tú y consigue salirse con la suya realizando una adaptación modélica de la obra del escritos centroeuropeo que está entre lo mejor de su variopinta y siempre interesante obra.
En "El proceso" de Welles, Joseph K. se nos muestra tan indefenso y vulnerable como en el texto, constantemente expuesto al rigor absurdo de un poder omnímodo que, recordando a Foucault, en la aparente locura de su capricho muestra la rigurosa realidad de su dominio absoluto.
Como escribía el gran filósofo francés, el verdadero poder es anárquico y desordenado, absurdo y caprichoso, una falta de rigor consecuencia de no tener que dar cuenta de sus actos a nada ni nadie que esté por encima de él.
El sentido no es necesario cuando uno no necesita explicarse.
Entonces, basta la simple voluntad cuyos designios parecen absurdos a quienes los padecen... y quizá no sólo lo parezcan, probablemente lo sean.
Por un lado su más que evidente e incuestionable genialidad y por otro la también más que evidente e incuestionable necesidad de escenificar esa genialidad.
Como se dice que Julio César decía de la mujer romana, para Welles no era suficiente con ser un genio también era esencial parecerlo y en este sentido todo lo que rodea a este genial creador está cargado de un planteamiento excesivo que es un elemento esencial del sello de denominación de origen de la marca Welles.
El barroquismo que rodea a Welles, la sofisticada puesta en escena que hacía de sí mismo y de sus proyectos, la elaborada composición de cada plano, los complejos y heterodoxos tiros de cámara tienen para mi su origen en una inevitable necesidad de epatar, en una ineludible obligación de estar a la altura de una leyenda propia que convertía el talento no en un medio sino en un fin.
En este sentido cada obra de Welles es un elemento más de un discurso poderoso y flamboyante que siempre connota de manera intencionada el perfume de la genialidad, una genialidad que -y esto es lo mejor- no es mera pose sino que está dotada casi siempre de un contenido a la altura de la propuesta.
La humildad es algo ajeno a Welles.
Teniendo todo ésto en cuenta hay que decir que, siendo mal pensados, el principal atractivo que ese enamorado del gran teatro Shakesperiano que fue Welles encontrase en la humildad crítptica de Kafka tiene más bien que ver con el hecho convertirse en una oportunidad para demostrar esa genialidad una vez más.
Con independencia de unos incuestionables valores literarios de la historia, Welles encontró un nuevo reto para probar la musculatura de su genialidad en el hecho de adaptar al mundo de las imágenes en movimiento una obra tan difícil como es "El Proceso".
Obra inconclusa, fragmentaria y compleja, "El proceso" es una novela a medio terminar, con algún que otro cabo suelto que, sin embargo, se las arregla para conectar con aspectos esenciales de nuestras sociedades capitalistas y burocráticas modernas.
Lo absurdo de la situación que describe se combina con lo deslabazado que aportan las narrativas inconclusas, los personajes que van y vienen, que aparecen y desaparecen para constituir un "totum revolutun" que transmite el preciso sinsentido,en fondo y forma, para ser entendido como propuesta.
Aquí, el genio Welles encuentra un nuevo reto. Como teñir de rubia a Rita Hayworth o hacer teatro dentro del cine o ser mas shakesperiano que el propio Shakespeare, Welles encuentra en "El Proceso" una nueva oportunidad para superarse y demostrar su genialidad, oportunidad que una vez más vuelve a superar con ese enorme talento que Welles tenía para construir imágenes desde una heterodoxa sensibilidad para el encuadre.
Y aunque ese autodestructivo juego de forzar los propios límites (y los de sus productores) terminase acabando con él, Welles trata a Kafka de tú a tú y consigue salirse con la suya realizando una adaptación modélica de la obra del escritos centroeuropeo que está entre lo mejor de su variopinta y siempre interesante obra.
En "El proceso" de Welles, Joseph K. se nos muestra tan indefenso y vulnerable como en el texto, constantemente expuesto al rigor absurdo de un poder omnímodo que, recordando a Foucault, en la aparente locura de su capricho muestra la rigurosa realidad de su dominio absoluto.
Como escribía el gran filósofo francés, el verdadero poder es anárquico y desordenado, absurdo y caprichoso, una falta de rigor consecuencia de no tener que dar cuenta de sus actos a nada ni nadie que esté por encima de él.
El sentido no es necesario cuando uno no necesita explicarse.
Entonces, basta la simple voluntad cuyos designios parecen absurdos a quienes los padecen... y quizá no sólo lo parezcan, probablemente lo sean.
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