Me gusta "Tierra Prometida"... Bueno... Me interesa más que me gusta, fundamentalmente por que su historia expone unos cuantos temas interesantes, temas que inciden sobre una serie de aspectos esenciales que acotan el misterio de nuestro loco mundo moderno.
Aunque parezca un contrasentido nadie ha definido el sentido que tiene el dinero como Marx en el capítulo 3 de El Capital, esa obra tan denostada por un mundo que ya lee con pereza hasta los pies de las fotos.
En cualquier caso, no es un tema demasiado complejo.
El dinero es una expresión del valor que tienen las cosas dentro de las relaciones de intercambio en las que entran las personas que necesitan esas cosas. No es más que una convención construida socialmente para expresar otra convención: el valor que decidimos que una cosa debe de tener.
En este sentido, el dinero es un medio, no un fin. La finalidad real es la necesidad que determina el uso que queremos dar a esa cosa.
Pero la sociedad en que vivimos ha construído su basamento en una perversión esencial de esa estructura fundamental.
Ahora, en nuestros convulsos tiempos opulentos, el capitalismo de consumo ha conseguido que el uso se convierta en un medio para procurar un fin, que es el intercambio, la monetización de esa necesidad. Las necesidades se crean cuando no existen (para que existan) y se exacerban cuando existen (para que se multipliquen) porque el objetivo es el crecimiento infinito de las posibilidades de intercambio, el crecimiento exponencial de las posibilidades de la monetización.
El resultado es un mundo ventral cuya máxima aspiración se expresa en el claim con que "Tierra Prometida" también se nos quiere vender: Todo el mundo tiene un precio.
Así, la expresión máxima de la utopía que inspira nuestra sociedad enloquecida es que todas las cosas y todas las personas tengan un precio.
La globalización del precio es la máxima aspiración de una interminable y virtual baile de intercambio en el que la mano invisible del mercado nos garantizaría el bien común y que sólo los aguafiestas y los fracasados quieren estropear.
Y, a mi entender, el interés de "Tierra Prometida" está ahí, en la puesta por obra de esta fantasmagoría que no es que no sólo nos está destrozando como especie sino que también está comprometiendo el mismísimo equilibrio ecológico del planeta con ese crecimiento infinito cuyo objetivo es producir más y más para alimentar esa macabra danza del intercambio exacerbado.
Matt Damon interpreta a Steve, un ejecutivo de una multinacional energética que se dedica a extracción de gas natural mediante la polémica técnica de la fracturación hidraulica o fracking. Steve hace equipo con Sue (Frances McDormand) cuyo trabajo consiste en pasearse por la américa profunda comprando terrenos para realizar dicha explotación.
Aprovechándose de la triste realidad económica de los Estados Unidos del interior, una realidad que es consecuencia de decenios de concienzuda aplicación de políticas neoliberales, Steve y Sue llegan a lugares necesitados de dinero para ofrecerles lo que más necesitan: despertar al sueño de la sociedad de consumo allá en el culo del mundo donde viven.
Si algo hace bien la historia, escrita por el propio Damon y el también actor, John Krasinsky, es presentar ese acto de compra como un acto perverso que implica algo parecido a la venta de la propia alma de la comunidad y lo hace apelando a un idealismo que entronca de manera absoluta con la idea de República que explicaba en un post anterior, a propósito de la maravillosa "El sol brilla en Kentucky"; una idea procedente de Alexis de Tocqueville y que resume el verdadero espíritu democrático de los Estados Unidos de América erigido en contra de la más aristocrática Europa.
Pero hace más cosas bien...
En una maravillosa escena en que una niña que vende limonada no quiere quedarse con la propina de un dolar que Steve le da argumentando que el precio de la limonada está a 25 centavos, "Tierra Prometida" no solo argumenta en contra de la avaricia que cada vez todos tenemos más metida en la cabeza (y en el corazón), sino que reivindica la ética de la pobreza tan defendida por Pasolini como una de las principales señas de identidad de los humillados y ofendidos.
Y por pobreza no estoy hablando de miseria, ni siquiera probablemente de pobreza, sino de la coherencia intacta de una vida vivida en clave no económica. Así con 25 centavos cobrados a cada persona uno pueda estar tranquilo pensando que cobra lo justo y también lo suficiente.
No es necesario más... La niña no lo necesita, ha definido un precio justo y tampoco considera que deba aceptar más dinero de Steve, dinero que quizá él pueda necesitar más adelante.
El precio justo convertido en utopía.
Algo cada vez más impensable en el mundo en que vivimos.
Y en este sentido, "Tierra Prometida" abandona el drama social para entrar casi, y para nuestra desgracia, en la ciencia ficción.
Pero, y además, "Tierra Prometida" hace otra tercera cosa bien: expresar de manera metafórica que la realidad en que vivimos en nada tiene que ver con la idea de mercado que, sin embargo, ideológicamente parece sustentarla.
El precio ya no es justo... Es injusto.
Y aún hace bien una cuarta, poniendo por obra las debilidades de la utopía democrática tras cuyo oropel se oculta toda esta realidad avara y primaria.
El modo en que la opinión pública de la comunidad es manipulada sucesivamente por Steve y el personaje del ecologista que interpreta John Krasinky, otro de los hallazgos más interesantes de la película, se convierte en un pequeño auto sacramental que reproduce puntualmente una realidad nuestra de cada día a la que estamos cada vez más peligrosamente acostumbrados.
Por todo ésto, "Tierra Prometida" es una película más que estimable que sucede sobre una estructura narrativa más convencional, que por su idealismo recuerda a las películas de Capra de los años 30 del pasado siglo, un idealismo que premia el deber ser frente al ser que anida ya detrás de nuestra mirada escéptica.
Por último, añadir que la sonrisa de Rosemarie Dewitt es lo mejor que le ha pasado al cine desde la sonrisa de Julia Roberts.
Una sonrisa así hace posible la utopía de dejarlo todo.
Muy interesante. (la sonrisa y el resto)
Aunque parezca un contrasentido nadie ha definido el sentido que tiene el dinero como Marx en el capítulo 3 de El Capital, esa obra tan denostada por un mundo que ya lee con pereza hasta los pies de las fotos.
En cualquier caso, no es un tema demasiado complejo.
El dinero es una expresión del valor que tienen las cosas dentro de las relaciones de intercambio en las que entran las personas que necesitan esas cosas. No es más que una convención construida socialmente para expresar otra convención: el valor que decidimos que una cosa debe de tener.
En este sentido, el dinero es un medio, no un fin. La finalidad real es la necesidad que determina el uso que queremos dar a esa cosa.
Pero la sociedad en que vivimos ha construído su basamento en una perversión esencial de esa estructura fundamental.
Ahora, en nuestros convulsos tiempos opulentos, el capitalismo de consumo ha conseguido que el uso se convierta en un medio para procurar un fin, que es el intercambio, la monetización de esa necesidad. Las necesidades se crean cuando no existen (para que existan) y se exacerban cuando existen (para que se multipliquen) porque el objetivo es el crecimiento infinito de las posibilidades de intercambio, el crecimiento exponencial de las posibilidades de la monetización.
El resultado es un mundo ventral cuya máxima aspiración se expresa en el claim con que "Tierra Prometida" también se nos quiere vender: Todo el mundo tiene un precio.
Así, la expresión máxima de la utopía que inspira nuestra sociedad enloquecida es que todas las cosas y todas las personas tengan un precio.
La globalización del precio es la máxima aspiración de una interminable y virtual baile de intercambio en el que la mano invisible del mercado nos garantizaría el bien común y que sólo los aguafiestas y los fracasados quieren estropear.
Y, a mi entender, el interés de "Tierra Prometida" está ahí, en la puesta por obra de esta fantasmagoría que no es que no sólo nos está destrozando como especie sino que también está comprometiendo el mismísimo equilibrio ecológico del planeta con ese crecimiento infinito cuyo objetivo es producir más y más para alimentar esa macabra danza del intercambio exacerbado.
Matt Damon interpreta a Steve, un ejecutivo de una multinacional energética que se dedica a extracción de gas natural mediante la polémica técnica de la fracturación hidraulica o fracking. Steve hace equipo con Sue (Frances McDormand) cuyo trabajo consiste en pasearse por la américa profunda comprando terrenos para realizar dicha explotación.
Aprovechándose de la triste realidad económica de los Estados Unidos del interior, una realidad que es consecuencia de decenios de concienzuda aplicación de políticas neoliberales, Steve y Sue llegan a lugares necesitados de dinero para ofrecerles lo que más necesitan: despertar al sueño de la sociedad de consumo allá en el culo del mundo donde viven.
Si algo hace bien la historia, escrita por el propio Damon y el también actor, John Krasinsky, es presentar ese acto de compra como un acto perverso que implica algo parecido a la venta de la propia alma de la comunidad y lo hace apelando a un idealismo que entronca de manera absoluta con la idea de República que explicaba en un post anterior, a propósito de la maravillosa "El sol brilla en Kentucky"; una idea procedente de Alexis de Tocqueville y que resume el verdadero espíritu democrático de los Estados Unidos de América erigido en contra de la más aristocrática Europa.
Pero hace más cosas bien...
En una maravillosa escena en que una niña que vende limonada no quiere quedarse con la propina de un dolar que Steve le da argumentando que el precio de la limonada está a 25 centavos, "Tierra Prometida" no solo argumenta en contra de la avaricia que cada vez todos tenemos más metida en la cabeza (y en el corazón), sino que reivindica la ética de la pobreza tan defendida por Pasolini como una de las principales señas de identidad de los humillados y ofendidos.
Y por pobreza no estoy hablando de miseria, ni siquiera probablemente de pobreza, sino de la coherencia intacta de una vida vivida en clave no económica. Así con 25 centavos cobrados a cada persona uno pueda estar tranquilo pensando que cobra lo justo y también lo suficiente.
No es necesario más... La niña no lo necesita, ha definido un precio justo y tampoco considera que deba aceptar más dinero de Steve, dinero que quizá él pueda necesitar más adelante.
El precio justo convertido en utopía.
Algo cada vez más impensable en el mundo en que vivimos.
Y en este sentido, "Tierra Prometida" abandona el drama social para entrar casi, y para nuestra desgracia, en la ciencia ficción.
Pero, y además, "Tierra Prometida" hace otra tercera cosa bien: expresar de manera metafórica que la realidad en que vivimos en nada tiene que ver con la idea de mercado que, sin embargo, ideológicamente parece sustentarla.
El precio ya no es justo... Es injusto.
Y aún hace bien una cuarta, poniendo por obra las debilidades de la utopía democrática tras cuyo oropel se oculta toda esta realidad avara y primaria.
El modo en que la opinión pública de la comunidad es manipulada sucesivamente por Steve y el personaje del ecologista que interpreta John Krasinky, otro de los hallazgos más interesantes de la película, se convierte en un pequeño auto sacramental que reproduce puntualmente una realidad nuestra de cada día a la que estamos cada vez más peligrosamente acostumbrados.
Por todo ésto, "Tierra Prometida" es una película más que estimable que sucede sobre una estructura narrativa más convencional, que por su idealismo recuerda a las películas de Capra de los años 30 del pasado siglo, un idealismo que premia el deber ser frente al ser que anida ya detrás de nuestra mirada escéptica.
Por último, añadir que la sonrisa de Rosemarie Dewitt es lo mejor que le ha pasado al cine desde la sonrisa de Julia Roberts.
Una sonrisa así hace posible la utopía de dejarlo todo.
Muy interesante. (la sonrisa y el resto)
No hay comentarios:
Publicar un comentario