martes, octubre 09, 2007
domingo, octubre 07, 2007
Termino el último capítulo de la segunda temporada de esta serie de la HBO y estoy entusiasmado con todo el espectáculo que acabo de ver.
Como en el final de la primera temporada, la decepción y la melancolía tiñen con un translúcido velo el humor de los personajes. La investigación ha terminado, pero una parte importante de los objetivos se han vuelto a escapar de entre sus policiales manos.
Una de las cosas buenas que tiene The Wire es que, y pese a la ficción administrativa y judicial que imputa crimenes a determinados individuos, nunca hay casos cerrados. Siempre hay flecos por atar, pequeñas vias de escape por la que determinados criminales evitan la larga mano de la justicia.
Los casos se cierran y casi siempre hay un culpable, pero las cosas nunca son tan sencillas.
La ciudad de Baltimore se convierte en una especie de teatro donde la vida, convertida en una lucha entre el bien y el mal, convertidos ambos -a su vez- en dos maneras de hacer las cosas, en dos caminos para conseguir un mismo objetivo que es proporcionar gasolina para que la enorme maquinaria de la ciudad continúe en funcionamiento... Un inmenso teatro donde uno puede ver que la frontera entre el bien y el mal consiste en un punto de vista, en una decisión tomada en un momentod eterminado.
La propia ciudad es el caso.
La segunda temporada termina como empezó, con un contenedor lleno de prostitutas desembarcando en el puerto de Baltimore. Las personas cambian, muchas de ellas están detenidas, pero la necesidad permanece. Como si el mal, el otro lado de la moneda, también fuera necesario y la fantasía racional de su total erradicación fuera un imposible que los policías conocen perfectamente, un imposible que convierte su trabajo en un absurdo necesario.
La ley y el orden, su mantenimiento, es el trabajo que tienen asignado, pero la ciudad de Baltimore tiene otra idea al respecto.
Tras la primera temporada sigue habiendo droga en los "ghettos", tras la segunda el contrabando y la trata de blancas siguen existiendo.
Todos sus esfuerzos siempre resultan parciales. Descubrir quién mató por asfixia a catorce prostituas en un contenedor o meter en la cárcel al asesino de un testigo federal, pero no pueden ir más allá.
Por encima hay todo un entramado de necesidades e intereses, algunos de ellos inconfesables, que es la ciudad misma. Un orden que tiene otras leyes: la del más listo, la del más fuerte, la de la necesidad... La jungla de asfalto.
Siempre hay alguien que escapa.
Siempre hay alguna ramificación que pende abierta, peligroda y tentadora, en sus investigaciones.
Al final, los policías son los estúpidos, los tontos útiles. Su sísifico esfuerzo por dotar de un impuesto orden a una ciudad que ya tiene el suyo propio jamás resulta completamente premiado. La euforia de querer saber siempre les lleva demasiado lejos.
Al final, sólo se trata de un trabajo más, un trabajo que no hay que tomar demasiado en serio. La ciudad necesita un cuerpo de policíal, pero también necesita otras cosas que el mundo del hampa le proporciona puntualmente. Ambas realidades se cruzan, conviven generando una cotianidad de compromisos en la que todo el mundo, en ambos lados, ha de tener muy claro quién es, qué papel juega y los límites establecidos para su rol.
Sólo quiénes los rebasan resultan penalizados: detenidos, asesinados o degradados a patrullar las calles de uniforme, pero, y para los demás, otra lógica rige, la del intercambio y la supervivencia, la de la tolerancia y la no agresión porque el juego imparte su propia justiciaa quienes participan en él. El fuerte devora al débil y el listo al tonto.
It's all in the game.
La ciudad se gobierna sola y los policías aún no han entendido que ellos, con mayor o menor esfuerzo, sólo se encargan de recoger los restos, los descartes, las piezas sobrantes de acreditado mal funcionamiento.
Hay mucho cine negro, mucho "blues" en "The wire".
Más que interesante el articulo que leo en el número 110 de la REIS (Revista Española de Investigaciones sociológicas).
En "La cultura del horror en las sociedades avanzadas: de la sociedad centrípeta a la sociedad centrífuga", Eduardo Bericat reflexiona sobre el papel que cumplen las emociones colectivas en el mantenimiento del orden social.
El punto de partida es el hecho de que las noticias más importantes que aparecen en los medios de comunicación sean noticias de horror.
Muy interesante la visión sociológica de algo tan eminentemente irracional como el horror:
"Pero el orden social sólo queda perfecta y nítidamente delimitado cuando establece las fronteras del mal que le separan del caos o la contingencia absoluta. Esta frontera define su identidad frente a todo aquello que pueda considerarse aborrecible, brutal, demoníaco, inhumano, bárbaro, malévolo y monstruoso. El horror es el abrupto sentimiento colectivo evocado en aquellas situaciones en las que las oscuras fuerzas del mal contenidas más allá de las murallas de la ciudad logran abrir una brecha y penetrar en su interior poniendo en riesgo su propia identidad y supervivencia."
El horror habita en las sombras que la luz de nuestra conciencia no puede iluminar dentro de nosotros mismos.
En ese continuo y mortalmente ilegal flujo fronterizo entre humanidad e inhumanidad el horror existe como señal de alarma. Nos indica que hemos alcanzado un peligroso límite y nos conmina a trabajar para suturar la grieta y reestablecer el orden."En el origen no existe ni Bien ni Mal sino una monstruosa brutalidad, un absoluto desorden, un caos primordial necesario para superar y vencer al caos mismo. Tras una intensa lucha aparece el acto creativo que establece
distinciones, que separa, que mide y que pone orden en el mundo (Ricoeur, 1967:
175). En suma, Bien y Mal constituyen dos naturalezas extrañas e inconmensurables, pero el Bien -de la misma forma que el orden social- se construye desde el horizonte del Caos, se nutre de la materia del Mal. Ambos, por estas razones, siempre andan estrechándose la mano en una compleja y aparentemente extraña unidad. Y de ahí emerge fundamentalmente el horror, pues el caos y el desorden palpitan en una especie de interior-exterior de la naturaleza erigida por el orden social"
Dicho ésto, Bericat define dos tipos de sociedades.
Las sociedades centrífugas son aquellas que se centran en un sólido núcleo moral de valores que las orientan hacia el futuro. La legitimidad y el orden de esas sociedades descansa en la adhesión
inquebrantable de sus miembros a esas creencias, a esos grandes valores que
los individuos hacen suyos y los convierten en guía de sus vidas.
Las sociedades centrípetas son sociedades que han perdido el poder de atracción gravitacional que les proporcionaba ese núcleo y por tanto tienden a la dispersión. El orden racional que las sustentaba han perdido ese fascinador poder de atracción. Es cuestionado. Ya nadie lo cree con la suficiente intensidad como para sentirse atraído por él.
El resultado es la tendencia a la dispersión moral de sus miembros.
Para mantener el orden social se recurre a engrosar esa barrera que separa el orden del desorden. Se trabaja en el horror para mantener a los individuos dentro de la muralla.
El continuo recuerdo de las brutalidades exteriores termina conduciendo a una ceremonia de afirmación de la propia identidad: Nosotros no somos capaces de éso.
Posteriormente, Bericat considera que las sociedades modernas fueron paradigma de sociedades centrífugas hasta que por una serie de circunstancias han entrado en crisis en la segunda mitad del siglo XX y se ha convertido en centripeta."Cada ritual del horror es como una piedra que se añade en la muralla que delimita el contorno de la ciudad"
Las razones de esa crisis son complejas y han sido muy bien contadas por los miembros de la Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Adorno, ...
En esta sociedad centrípeta los medios de comunicación social cumplen esa función de escenificación continua y diaria del horror ante nuestros ojos:
"El horror que hoy nos provocan los desastres naturales no derivaSomos todos uno, los que se horrorizan.
de la absoluta devastación que causan, sino de la vergüenza que nos produce
comprobar nuestra impotencia frente a unas fuerzas que creíamos ya dominadas...
Somos la causa del mal y somos nosotros quiénes debemos transformar la
naturaleza humana y social para evitar el espectáculo del horror"
domingo, septiembre 30, 2007
(Cosmópolis, Stephen Toulmin)
El olvidado legado de los humanistas del renacimiento tardío.
La reivindicación de la preocupación práctica de la vida humana en sus aspectos más concretos olvidada por el gran proyecto de la Ilustración.
Un interesante ensayo.
sábado, septiembre 22, 2007
Algún ejecutivo de alguna cadena de televisión debería comprar The Wire... Ya van por la cuarta temporada en Estados Unidos (personalmente voy por la segunda).
El bien y el mal luchando en el dia a dia de las calles de Baltimore... aunque no necesariamente ambos están donde se les supone debieran.
Absolutamente recomendable.
SUCIEDAD
"Keela y Eddi, los perros 'olfateadores', también hallaron olor a cadáver en prendas de vestir de Kate, en el maletero del coche alquilado y en 'Cuddle cat', el peluche favorito de la niña. El muñeco estuvo en el punto de mira desde el primer día: familiares y amigos aseguraron que 'Maddie' dormía abrazada a él, pero apareció en una estantería a la que la pequeña, por su altura, no tenía acceso. Tras ser examinado por los perros, Kate McCann, que no se había separado en ningún momento de su 'Cuddle cat', decidió lavarlo alegando que «estaba sucio»".
No quiero pasarme de listo.
Todos somos inocentes si no se demuestra lo contrario y además la vida constantemente nos sorprende. Se supera a si misma para bien o para mal. Está a diez mil kilómetros de la mejor ficción y por eso, entre otras cosas, existe ésta, como un cristal o un espejo, pero siempre reaccionando ante una vida inabarcable y exhuberante que siempre lleva la iniciativa.
Dicho ésto tengo que escribir, viendo las imágenes de los McCann, la superficie apenas agrietada de sus rostros, conociendo alguno de sus gestos y sabiendo alguno de sus actos, que no se si es mejor su culpabilidad que su inocencia.
Me inquietaría mucho menos su extrema frialdad si fuera la de un asesino frio y calculador. Si fueran inocentes... simplemente... no podría entenderlo.
Es una cuestión de tripas.
A veces lo único que nos queda de las personas son los objetos y en ellos buscamos una especie de transferencia emocional. Creemos que las personas dejan algo de si mismas prendido en la materia de los objetos que más quieren y los cojemos, los manoseados, buscando extraer un poco de ese zumo.
Lavarlo sería como desactivar ese anclaje emocional... Limpiarlo definitivamente porque su magia radica precisamente en esa suciedad, en haber sido tocados y respirados por esa persona.
Las bacterias estarían entonces primero.
Stormy monday blues....
"They call it stormy Moday, but Tuesday's just as bad
They call it stormy Moday, but Tuesday's just as bad
Wednesday's worse, and Thursday's also sad
Yes the eagle flies on Friday, and Saturday I go out to play
Eagle flies on Friday, and Saturday I go out to play
Sunday I go to church, then I kneel down and pray
Lord have mercy, Lord have mercy on me
Lord have mercy, my heart's in misery
Crazy about my baby, yes, send her back to me."
Una de mis canciones favoritas...
jueves, septiembre 20, 2007
EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE
No se puede entender el cine de John Ford sin la emoción.
"El hombre que mató a Liberty Valance" es uno de los mejores ejemplos de esa propuesta lírica. El salvaje Oeste se convierte en un mero escenario donde nacen y mueren los sueños. Los de Tom Doniphon (Wayne), anclados en un época que está condenada a desaparecer, mueren al mismo tiempo que los de Ramson Stoddard (Stewart), amarrados al futuro, nacen.
Por encima de todo, Ford se dirige siempre al corazón de los espectadores.
Su misterio empieza ahí, en la prodigiosa sensibilidad de una mirada llena de reproche como la que, en la foto y de entre los muertos, el derrotado Wayne le dirige a un dubitativo Stewart.
Por lo menos que sus sueños no mueran en balde.
No hay mucho más que decir. El destino les ha alcanzado a ambos y poco importa quién matara en realidad a Liberty Valance.
La verdad es sólo una variable más dentro de la lógica de las leyendas.
miércoles, septiembre 19, 2007
(Funcional anónimo)
Es duro volver trabajar después de unas largas vacaciones....
domingo, septiembre 16, 2007
sábado, septiembre 15, 2007
En el cerrado y críptico mundo del espionaje que el escritor británico John le Carré nos muestra a lo largo de su extensa obra literaria la moral siempre brilla por su ausencia.
El cálculo y la eficacia son los principales elementos de un inmenso e interminable juego en el que sus protagonistas pululan silenciosos y con la mirada fija en el próximo movimiento.
Sólo de cuando en cuando se detienen para comprobar con aterrada sorpresa lo lejos que han llegado. Y quizá ese sentimiento sea el que el protagonista de esta película/novela, Alex Leamas (magnificamente interpretado por Richard Burton) experimenta en el momento final que decide su destino sobre el muro de Berlin.
Es posible, pero lo único cierto es que la inexorable mecánica de este juego librado -tal y como le Carré lo plantea- entre inteligencias fagocita a los individuos relegándolos a la situación de objetos/peones movibles e intercambiales en Berlin y a través del Checkpoint 13.
No hay lugar para las emociones ni por extensión para sentimientos tan humanos como el cansancio y el egotamiento. Los jugadores no pueden permitirselas, porque se convierten en las principales fuentes de su debilidad tal y como le sucede a Leamas.
Lo importante es el movimiento perfecto, la adecuada estrategia de engaño llevada a cabo con calculada precisión, la mecánica precisa de un buen plan hurdido con pasmosa y cuidadosa habilidad.
La guerra fría era realmente fría... muy fría y John le Carré es el cronista preciso y perfecto.
El director norteamericano Martin Ritt ilustra con eficacia esta historia de espías que, de alguna forma, muestra la esencia de todas las obras de le Carré y que siempre resulta interesante tanto por si misma como por la labor magistral de sus actores.
El Gran Juego referido por Kipling en "Kim", el enfrentamiento "frío" entre Rusia y Gran Bretaña por incrementar la influencia en el Asia Central en el pasado siglo XIX se traslada a la dividida Europa de la segunda mitad del siglo XX con sus mismas reglas de cálculo y engaño.
En ese juego impera la existencialista paradoja de que la verdad siempre es el más perfecto de los engaños.
Y en absoluto lo importante es participar.
viernes, septiembre 14, 2007
Probablemente el futuro de Paul Schrader en la historia del cine que continuamente se reescribe sea convertirse en uno de los grandes guionistas del último cuarto del siglo XX. Ahí están sus trabajos con Scorsese (Taxi Driver y Toro Salvaje) o su intervención en películas menos relevantes pero con igual interés como la olvidada Yakuza, su primer trabajo profesional, o City Hall.
Escribiendo para otros... pero también escribiendo para sí mismo películas que él mismo ha dirigido. En esta faceta el éxito no le ha acompañado tanto. De hecho, y a estas alturas de la película, su carrera parece estancada, enredada en extraños proyectos que no terminan de situarle en un lugar del presente que a todas luces -y a mi entender- merece... Quizá, porque ya es historia. No lo se.
No obstante, películas como Hardcore, Mishima, Aflicción y The light sleeper (aquí llamada Posibilidad de escape) son obras tan interesantes o más que las escritas para otros. Obras que son producto del universo creativo del autor que, en el sentido europeo del término, Paul Schrader es.
Es complicado que Schrader sobreviva dentro de la industria americana ocupando un lugar que no sea el propio del escritor. De hecho no lo está consiguiendo. En lo que llevamos de siglo XXI sólo ha dirigido la dificil e incomprendida Autofocus y la maldita precuela del Exorcista, Dominion. Ninguna escrita por él.
Es complicado, pero, y por lo menos, dos obras maestras como Aflicción y, en menor medida, ésta Light sleeper que me ocupa no deberían caer en saco roto.
Cuando se habla de Schrader se suele decir que es el cineasta de la culpa y de la redención. Sus personajes siempre tienen cuentas pendientes con ellos mismos. De alguna forma se saben el producto de algún error y en algún momento son conscientes de ese origen al mismo tiempo que sienten la necesidad de expiar esa culpa intentando con todas sus fuerzas enderezar ese rumbo. En cualquier caso, todos tienen muy claro lo que no quieren ser. En este sentido, el personaje de LeTour (Willem Dafoe) es emblemático: perseguido por su pasado, sin una idea clara sobre su futuro y viviendo el presente con una cierta incertidumbre mientras se deja llevar por la corriente de la vida.
Se habla de Schrader como el cineasta de la culpa y de la redención, pero no se pone mucho énfasis en el coste que para sus personajes siempre les supone esa salvación. Un coste que casi siempre es muy elevado, como si la construcción de un nuevo destino fuera siempre un trabajo arduo y sus héroes fueran una suerte de Prometeos demasiado humanos, pero dispuestos a desafiar la voluntad de los dioses en un alarde de autodestrucción que parece no les llevará a nada bueno.
Criado en un ambiente estrictamente calvinista, Schrader siempre presenta personajes que, en un momento determinado, tiene la suficiente grandeza como para verse de otra forma con lucidez e intentar salirse de los rectos carriles de un destino que parecen tener reservado.
Bajo ningún concepto puede ser fácil alterar esa ciega mecánica de las cosas y de las gentes.
No puede ser de otra forma.
El coste ha de ser elevado.
La energía y la fuerza de sus historias está ahí, en el roce que siempre se produce en el ser (incompleto y decepcionante, resultado manifiestamente mejorable de debilidades y concesiones a una exigente realidad) y el deber ser (el cuestionador brillo idealista de una propia moral que no ha terminado de morir).
Una tensión que sus héroes en un cierto momento determinado consideran insostenible.
En este sentido, Schrader vuelve a poner de manifiesto la verdad de aquel viejo chascarrillo que considera a los pesimistas como optimistas con un alto sentido de la realidad. Después de todo, sus protagonistas, pese a todo lo que les ha sucedido, conservan la voluntad y la fuerza de cambiar para estar a la altura de sí mismos, pero también es cierto que nadie va a regalarles nada en el intento.
Como si la verdad de la propia identidad fuera algo que uno tiene que estar dispuesto a pelear en una batalla sin fin con una realidad que casi siempre tiene todas las de ganar.
Paul Schrader siempre narra la batalla final, between the devil and the deep blue sea, por el control intelectual y emocional de la propia vida en un mundo donde los sujetos cristalizan en objetos inertes en cuanto dejan morir su diferencia.