Para los formales, la figura de Jean Genet es un molesto enigma casi siempre resuelto con el rechazo. Si bien, ahora que Genet está muerto, y no cuenta con la capacidad de sorprender que da el hecho de estar vivo, y que es susceptible al control que da el hecho de estar muerto, lo es mucho menos que antes.
Siempre del lado de los humillados y ofendidos, Genet lleva hasta el extremo el discurso antitético que cuestiona desde una perspectiva revolucionaria y alternativa la sociedad de su tiempo situándose abiertamente del lado del mal, del crimen y los comportamientos abiertamente en contra de lo considerado legal y moralmente correcto por la sociedad. Y está claro que para Genet la existencia del mal no sólo tiene una raíz antropológica, si se quiere natural, sino también social. Porque para Genet, el mal es un recurso como otro cualquiera con el que cuentan los humillados y los ofendidos para expresar su diferencia, la distancia que les separa de un orden injusto erigido a costa de su carne y de su sangre.
Y siempre me ha parecido un discurso interesante, brillante ese juego de espejos entre el bien y el mal como manera muy directa de expresar el carácter ideológico y ocultamente justificado de los valores sociales y políticos.
Porque para Genet un criminal es un revolucionario que aún no ha vencido o que directamente ha fracasado.
Y este modo de pensar es veneno para los formales y su obsesión por el orden y el concierto, aunque ese orden y ese concierto estén erigidos sobre el vacío o un dolor que obstinadamente se empeñan en ignorar. Cambiándolo todo por la solitaria tranquilidad reseca de sus hogares vacíos.
Y todo ésto viene al cabo del brillante montaje que Miguel Narros, a través de los Teatros del Canal, ha presentado de "Los negros", una de sus últimas obras teatrales.
En ella, como en un compendio, está todo ese latir heterodoxo de Genet. Porque "Los negros" es a mi entender un enorme auto sacramental que representa sin tapujos el sacramento de la injusticia a través de la venganza de aquellos que la sienten en sus carnes desde que se levantan hasta que se acuestan. Y en este sentido, los negros se convierten en portavoz de todos esos humillados y ofendidos, en sumosacerdotes que ejecutan una cruel ceremonia de venganza cargados de razón y, sobre todo, de sentimiento.
Y a todos estos incuestionables valores que aporta el texto de Genet, se añade la genuina aportación del montaje de Miguel Narros, que presenta con brillantez apabullante una representación orgánica, directa, física, que es casi una comedia musical en la que los cuerpos y las palabras que éstos pronuncian se desplazan sobre el escenario con precisión matemática, con precisa belleza, añadiendo a las cualidades propias de la obra un aroma formal que encaja de manera perfecta con el fondo discursivo.
¡Dios es blanco!
Brillante.