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Tiene gracia que esta Europa de los mercados se plantee prescindir de Grecia.
Resulta irónico que lo que, sobre el papel, se supone es el máximo logro de lo que queda de la Europa Ilustrada pueda llevarse a cabo sin Grecia y lo que esta significa: nada mas ni nada menos que el corazón y la conciencia intelectual de toda esta cada vez más enlodada unidad de destino en lo universal.
Y quizás esta aparente incapacidad de Grecia para encajar en los planteamientos cuadriculados y formales de un mundo cifrado y monetizado, que constantemente se decepciona con las insuficientes respuestas de los griegos, no deba entenderse de una manera negativa.
Puede que haya una positividad, un valor absoluto descentrado y extraño que esta Europa retorcida de las horas en punto y los balances cuadrados no está entendiendo, quizá por absoluta incapacidad metafísica.
Me refiero a la democratización del despilfarro y del dispendio.
En esta Europa que se cierra como una tumba sobre todos nosotros con la aquiescencia y colaboración de los miserables, los miedosos y los formales, el despilfarro y el dispendio no desaparecerán en absoluto.
Su posibilidad se restringirá como el más preciado de los privilegios pasando a ser el derecho de unos pocos.
No nos engañemos.
No dejaremos de contaminar ni de endeudarnos ni de producir por encima de unas necesidades artificialmente generadas.
Se debe recortar para que la oligarquía económico-financiera pueda mantener intacta su capacidad de despilfarrar a discreción, cuando no incrementarla con nuevas casas, nuevas piscinas, nuevos coches, nuevas amantes y la falsa promesa que sólo consuela a esos miserables, miedosos y formales de poder llegar algún día a alcanzarles.
Y como bien decía Bataille, la acumulación sin gasto va contra natura.
Y un sistema que basa su mecánica esencial en la acumulación sin objeto, sólo por acumular, debe inexorablemente tener necesaria contrapartida en un gasto sin objeto, sólo por gastar.
No hay estrategia bienintencionada sino táctica de intereses inconfesables
Y en esta crisis el tema de fondo que silenciosamente se está ventilando (y que también se está resolviendo) a través de las políticas dogmáticamente orientadas ideológicamente por el neoliberalismo es el régimen político-económico del despilfarro.
De lo que se trata no es de evitar el despilfarro sino de evitar el derecho de la mayoría a despilfarrar condenándola a la frugalidad y el ahorro en un mundo cuya realidad física empieza a no admitir más despilfarro. Pero, insisto, ese no es el problema.
No hay ninguna preocupación edificante por el futuro de la humanidad en todo ésto.
Es mentira.
Lo que hay es un discurso de poder siendo ejecutado con fría y quirúrgica mano.
No podemos despilfarrar ya todos, sólo unos pocos.
Los elegidos.
Para ellos asuntos como el ahorro y la frugalidad son un arma táctica en este conflicto por la supervivencia en un hedonismo consumista cada vez más insostenible.
Nombres de dioses constantemente citados en vano
Temas esenciales como la ecología y la sostenibilidad son desplazados desde los fines a los medios para convertirse en munición que una y otra vez disparan esas armas tácticas de la comunicación.
Otros nombres de otros dioses también citados en vano.
2
No es casualidad que el repunte del neoliberalismo tenga su pistoletazo de salida con la caída del muro de Berlín.
Fue fría, pero fue una guerra. Una guerra que enfrentaba dos modos alternativos de concebir la sociedad y al individuo, cada uno de los cuales relativizaba al otro disputándole el estatuto de verdad absoluta.
Y esa guerra como casi todas las guerras se saldó con la derrota de uno de los bandos y, como no podía ser de otra manera, en esa derrota trajo consigo la desligitimación y desaparición de cualquier alternativa. Con la victoria en la Guerra Fría, los ideólogos del bloque occidental obtuvieron la absolutización de un modo de vida que hasta entonces podía ser cuestionado, era relativo.
Para algunos, como Milton Friedman, fue patente de corso para la posesión de la verdad absoluta.
Tras la celebración, la desmovilización y el desarme son las consecuencias necesarias de una victoria. Los recursos destinados al esfuerzo bélico deben ser destinados a otras tareas que ahora resultan más productivas y como consecuencia de ello muchas cosas ya no son necesarias. Y entre esas cosas están las concesiones tácticas que a nivel social y económico se hicieron con la inmensa mayoría a este lado del telón de acero.
No se habla mucho de la vertiente política y táctica de la sociedad de consumo, de su vertiente fidelizadora de segmentos sociales susceptibles de ser captados como quinta columna por el bando competidor, pero incontestablemente lo tiene hasta el punto de que el llamado "aburguesamiento de la clase obrera" fue una de las victorias más decisivas del bando occidental en la Guerra Fría.
La posibilidad de la conciencia de una diferencia y de un cuestionamiento subsiguiente, que el otro bando pudiera desaprovechar, desaparecieron contagiando a la inmensa mayoría con la enfermedad del deseo, una patología típicamente burguesa como el psicoanálisis documenta. Como el hombre más rico, el humilde podía tener un coche, una casa, ropa, vacaciones, una vida tranquila a la sombra de la sociedad de consumo. Y se acabó pensando que no había diferencias, que Marx estaba muerto y que el horror sólo estaba de un lado que además no resultaba atractivo como consecuencia de sus propias contradicciones internas.
Al final, occidente enrolado en torno a la bandera del deseo consiguió derrotar a un herrumbroso y pesado monstruo de metal que además se reveló hueco. Pero, y con la guerra terminada, ese enorme trasvase de renta que supuso la sociedad de consumo y el estado del bienestar ya no era un gasto necesario.
No había alternativa.
Las propias contradicciones del derrotado se bastaban por si solas para generar rechazo.
No era necesario invertir en fidelidad. Era suficiente con mostrar el cadáver del ogro y ejercer el privilegio del vencedor sobre la historia haciendo un cuidadoso inventario de sus bestialidades.
Por si faltaba algo, la historia y las imágenes certificaban y bendecían esa verdad absoluta. No era necesario dar y quienes ya lo tenían todo empezaron a edificar el lento edificio de la recuperación de toda esa renta trasvasada. Y llevan veinte años en ello.
Quieren esa renta.
En la comodidad de su victoria nunca han visto la necesidad de compartirla y su avaricia, como estamos comprobando, no tiene límites.