LA CINTA BLANCA
La violencia y la crueldad forman parte importante del cine de Michael Haneke y lo son como síntomas, como efectos. El lado oscuro de una sociedad a la luz de cuyos preceptos morales estructurantes los individuos que componen aquella no terminan de sentirse cómodos del todo.
No soy un experto en Michael Haneke. Ni mucho menos he visto todas sus películas, pero en el hinterland de su cine subyace la continua narración de una imposibilidad que sólo a costa de esporádicas manifestaciones de crueldad y violencia a duras penas es posible.
En su "El malestar en la cultura", su obra más sociológica, Sigmund Freud hablaba de la imposible tensión que se daba en los seres humanos entre dos impulsos contradictorios que el vienés bautizó respectivamente como lo erótico y lo tanático. Lo erótico es lo vital, lo constructivo, el impulso de vida, mientras que lo tanático es lo mortal, lo destructivo, el impulso de muerte.
La organización de una sociedad implica construcción, la unión de los seres humanos primero en parejas, luego en familias y más tarde en grupos más extensos; pero también implica la sumisión de la individualidad a un grupo y unas reglas. Y la primera de todas es la norma del incesto que, convertida en un intocable tabú, regula el orden del grupo fijando el criterio básico de la formación de las parejas impidiendo que los hijos se apareen con la madre, impidiendo que padres e hijos mantengan un determinado orden que garantice su supervivencia como grupo.
Para Freud la sumisión a toda norma implica la sumisión de la individualidad a la colectividad, una individualidad en todos sus aspectos, incluidos los extremadamente egoístas y deseantes de un modo inagotable que convierten al ser humano en un animal con sus instintos fuera de control.
Ese animal individual debe ponerse el collar de la norma para que el orden social sea posible, pero nunca deja de existir, de desearlo todo para sí y de cuando en cuando aparece, bien a nivel psicológico o individual, bien a nivel social... haciéndose responsable de actos que en mayor o menor medida atentan contra ese orden que responde con la censura pública y/o la persecución legal.
Como si se tratara de capas tectónicas que están en constante rozamiento, la existencia de lo erótico y lo tanático produce en cada uno de los miembros de un grupo una constante fricción basada en el esfuerzo por reprimir las manifestaciones de todo aquello que pone en peligro la cohesión de aquel. Y ese interminable movimiento pendular que sucede entre la realidad y el deseo produce una energía emocional que cuando se acumula en grandes cantidades, y su emisión no se vehicula por los mecanismos adecuados y correctos de la sublimación, produce estallidos que comprometen la estabilidad del individuo.
Este -creo- es el territorio de Michael Haneke, el lugar donde el individuo deja de ser individuo para convertirse en miembro de un grupo.
En "La cinta blanca", Haneke escoge el ejemplo extremo de una comunidad protestante en un lugar indeterminado de la Prusia de principios del siglo XX para, con un particular y poco común modo de narrar cristalino y minimal que recuerda al mejor Robert Bresson, poner en imágenes la superficie de una convivencia grupal que, moderadamente y de cuando en cuando, ve comprometida su tranquilidad por sucesos puntuales que, como inconscientes síntomas psicoanalíticos, manifiestan con su inexplicable presencia cruel y violenta la existencia de una tortuosa y abisal profundidad bajo esa quieta y calmada superficie.
Como piedras que el lago lanza a la orilla, los sucesos ocurren de forma inexplicable e inesperada y Haneke nos muestra el efecto que el eco de sus ondas tiene sobre la quieta superficie hasta que desaparecen y vuelve la quietud inicial.
Y no es casual que Haneke elija a los niños para proyectar sobre ellos la sombra de la sospecha de ser los agentes catalizadores de las esporádicas manifestaciones de esa tensión. Después de todo es sobre su individualidad ilimitada donde vierten los adultos los preceptos morales que les socializarán y harán miembros de la comunidad. El hecho de estar entre dos mundos les convierten en seres potencialmente terribles, capaces de vehiculizar la frustración y el disgusto que les produce ese proceso de domesticación y hormamiento de los modos más crueles y destructivos.
Es curioso pero Haneke parece mostrarles solos ante ese mundo de adultos del que no tardarán en formar parte y al que intentan sumarse sin comprender muy bien los porqués, sin comprender muy bien las causas y azares que motivan sus éxitos y fracasos, sus felicitaciones y castigos.. Como abandonados a la profunda corriente de sus instintos, convertidos en un movedizo terreno de inestables solideces.
No se de dónde procede la especie que concibe a esta película de Michael Haneke como una perfecta y emocionante disección de los orígenes del fascismo... Supongo que procederá de aquellos encargados de vender la película, pero encerrar "La cinta blanca" en la jaula de una mera crítica política, incluso social, es matarla, porque la última película de Haneke va mucho más allá, hacia las imposibles raíces antropológicas que hacen lo social posible.
Mención especial también para la forma en que Haneke nos cuenta la historia. Una fotografía cristalina y pura que recrea perfectamente esa superficie quieta y hermosa del grupo que recuerdan al místico cine de Dreyer. En su contrastado blanco y negro nos recuerda que, junto a la luz, existen las sombras para hacer a aquella posible; sombras donde los personajes se zambullen para dar lugar a su propia e interna oscuridad.
El cine de Haneke no es fácil, los presupuestos conceptuales que lo impulsan tampoco.
A sí mismo, el director austriaco se considera realista, fiel descriptor del lado oscuro que acompaña a todo nuestro esfuerzo como especie animal que sólo puede vivir en grupo.
Extraordinaria.