Durante gran parte del siglo XX y principios del XXI, Estados Unidos jugó con una ventaja única: podía financiar casi cualquier gasto recurriendo a más déficit y más deuda, sin que los mercados internacionales cuestionaran su solvencia. El estatus del dólar como moneda de reserva global, la profunda liquidez de sus mercados financieros y su peso como primera potencia económica creaban un colchón que parecía inagotable.
Cuando llegaban crisis —desde la recesión de los 80 hasta la de 2008— la receta era la misma: expansión fiscal masiva. Durante la pandemia, el gobierno emitió billones en nueva deuda para sostener a familias y empresas, y el mundo aceptó sin titubeos esos bonos del Tesoro. El mensaje implícito era que EE.UU. siempre tendría margen para endeudarse más.
El viejo manual: más déficit, más deuda
Ese manual funcionaba porque los inversores competían por adquirir títulos del Tesoro, el dólar se fortalecía y los tipos de interés permanecían bajos. Esto permitía financiar guerras, rescates bancarios o planes de infraestructuras sin sacrificar la estabilidad macroeconómica. Era el “excepcionalismo fiscal” estadounidense en estado puro.
La nueva realidad: límites alcanzados
Hoy, esa etapa ha terminado. La deuda pública supera los 36 billones de dólares y solo en los próximos doce meses vencen más de 8 billones que deberán renovarse o pagarse. El coste anual de intereses ya rebasa el billón de dólares, un 40 % más que hace dos años. Los déficits se han vuelto estructurales y la confianza absoluta en el dólar se erosiona: otras monedas y activos comienzan a disputarle su papel hegemónico.
En este contexto, emitir más deuda masiva encarecería su servicio, tensionaría a los mercados y podría desencadenar una crisis de confianza. El margen de maniobra, antes casi infinito, se ha estrechado hasta lo que hoy es “razonablemente” seguro.
Trump y los aranceles: medida de necesidad, no de estrategia
Frente a este escenario, los aranceles se presentan como una solución rápida: generan ingresos inmediatos, no requieren autorización legislativa y evitan recurrir a más deuda o a impuestos directos. Desde su retorno al poder, Trump ha elevado la recaudación arancelaria a niveles récord: más de 30.000 millones de dólares al mes, con una proyección oficial de hasta 2,2 billones en una década.
Pero, a diferencia del uso “ortodoxo” de los aranceles —proteger industrias nacientes, fomentar la producción interna o corregir déficits comerciales—, aquí no hay un plan industrial detrás. Es fiscalidad de urgencia para cubrir necesidades de caja, y poco más.
Lo que revela esta elección
No es un viraje ideológico hacia el proteccionismo, sino una confesión implícita: el viejo manual ya no funciona. Si esta misma presión fiscal se hubiera dado hace veinte años, la respuesta habría sido automática: más déficit y más deuda. Hoy, esa vía es políticamente arriesgada y económicamente inviable.
La elección de los aranceles no busca transformar la economía, sino ganar tiempo, evitando que los mercados y la opinión pública perciban la magnitud del problema: que EE.UU. ya no puede financiarse como antes.
Conclusión: el fin del privilegio
La economía estadounidense ya no es la que era. El “colchón infinito” de deuda barata y confianza ciega ha desaparecido. Los aranceles de Trump no son la vuelta al proteccionismo clásico, sino el síntoma más claro de que la primera potencia económica del mundo ha sobrepasado su umbral fiscal razonable.
Y hay algo más: el cortoplacismo de esta medida es también una señal de lo desesperada que es la situación. Se elige ignorar —o posponer— el impacto que tendrán los propios aranceles sobre la economía estadounidense si no se acompañan de un paquete coherente de políticas ortodoxamente proteccionistas: inversión industrial, modernización de infraestructuras, fomento de la innovación y formación de capital humano. Sin ese soporte, los aranceles se convierten en un peaje interno que encarece bienes, frena la competitividad y debilita la base productiva que supuestamente deberían proteger.
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