La política líquida: del debate de ideas al juego de roles
Durante gran parte del siglo XX, la política se vivía como un terreno de solidez ideológica. Las ideas eran bloques firmes, construidos sobre cimientos conceptuales y programáticos que no se modificaban con facilidad. Esa solidez no solo daba coherencia a cada proyecto político, sino que hacía inevitable el choque entre ellos: cuando las posiciones estaban ancladas en visiones del mundo incompatibles, el conflicto era frontal y explícito. La confrontación ideológica no era un defecto del sistema, sino su motor: de ese enfrentamiento nacía la deliberación pública, la negociación y, en muchos casos, el cambio. La ideología funcionaba como una brújula estable que orientaba las palabras y los actos, y permitía que la política se entendiera como un combate de proyectos duraderos, no como una sucesión de gestos efímeros.
Hoy, en las sociedades de capitalismo de consumo, ese marco se ha disuelto. Siguiendo la lógica de la modernidad líquida descrita por Zygmunt Bauman, la política ha perdido su forma sólida: las estructuras estables —instituciones, valores, compromisos— se diluyen, y lo que importa es la adaptabilidad inmediata a las circunstancias cambiantes.
En este nuevo escenario, la política funciona como un juego de rol. Lo determinante ya no es la coherencia entre lo que se decía ayer y lo que se dice hoy, sino desde qué posición se habla en este momento. El tablero tiene dos ejes y, de su cruce, nacen cuatro roles posibles para cualquier político:
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Gobierno – Nosotros
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Gobierno – Ellos
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Oposición – Nosotros
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Oposición – Ellos
Cada uno de estos roles viene con un guion prefijado:
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El opositor critica lo que el gobierno defiende.
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El gobernante justifica lo que antes criticaba.
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Lo que hace “uno de los nuestros” es legítimo; lo que hace “uno de ellos” es inaceptable.
Así, un mismo político puede pasar de acusar un gasto como despilfarro a presentarlo como inversión estratégica en cuanto cruza la frontera entre oposición y gobierno. Del mismo modo, una medida puede ser aplaudida o condenada según quién la firme.
Esto no es solo oportunismo individual: es un rasgo estructural de la política líquida. Como en la moda, las “colecciones” de argumentos se renuevan con cada temporada política. La coherencia ideológica se convierte en un lastre: lo que se premia es la capacidad para adaptarse a cualquier rol y convencer a la audiencia de que siempre se está en lo correcto.
En este contexto, la política deja de ser un debate de ideas para convertirse en un escenario de representación, como señaló Guy Debord en La sociedad del espectáculo: lo importante no es transformar la realidad, sino producir imágenes que la sustituyan. Aquí entra en juego lo que Jean Baudrillard llamó simulacro: un sistema en el que los signos ya no remiten a hechos, sino a otros signos. Pero estos signos no flotan al azar: se agrupan, se ordenan y se interpretan dentro de roles bien definidos —gobierno u oposición, nosotros o ellos— que actúan como personajes recurrentes en la obra. Así, el discurso político no describe lo que pasa, sino que encaja en un guion autónomo que se justifica a sí mismo y que asigna a cada actor su papel en el espectáculo.
El político ya no actúa para cambiar la realidad, sino para interpretar convincentemente el papel que le ha tocado. Y en un mundo líquido, donde las identidades y las lealtades son fugaces, lo que cuenta no es la coherencia, sino la capacidad de mantener el espectáculo en marcha. Saltar de un rol a otro según aconsejen o impongan las circunstancias.
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