¿Era necesaria otra versión cinematográfica del personaje creado por Edgar Rice Burroughs al principio del siglo pasado?
Seguramente, no.
Pero puestos a ser honestos también hay que decir que esta "The legend of Tarzan" se las arregla para contar esa misma historia de siempre que todos ya sabemos de otra relativamente diferente manera. Y esto siempre es de agradecer.
La película resulta entretenida y tal y esas cosas, pero si esperas que escriba sobre la película vas listo.
Tampoco da para tanto.
Mi relación con Tarzan es ambivalente.
Por un lado forma parte de mi memoria emocional, de las películas que los sábados por la tarde se emitían después de comer en la primera cadena de la por entonces única televisión, la española, RTVE, pero por otra este personaje resume como ninguno, hasta casi la caricatura, la ideología de supremacía del hombre blanco que formaba parte del aire que se respiraba en el principio del siglo donde fue concebido.
Ningún zulú abandonado en los muelles de Nueva York podría llegar a ser el rey de la ciudad.
Resultaría inconcebible.
Sin embargo, resulta mucho más razonable que un blanco se haga con el control de un lugar como la selva africana.
Y no es que se las apañe para sobrevivir convirtiéndose en un nativo más, que sería el máximo razonable. Eso es demasiado poco para un hombre blanco que no puede aspirar a menos que ser el rey de un entorno absolutamente opuesto a su civilizado lugar de procedencia: la aristocracia inglesa.
En este sentido, y haciendo honor a sus orígenes pulp, la serie de Tarzan creada por Burroughs habla al vientre del hombre blanco que las compra apelando a temas tan mediavales como la calidad superior de los que están arriba.
Así, el hijo de un noble inglés puede perfectamente imponer la calidad de su sangre en un entorno hostil y muy diferente al suyo.
La calidad del hombre blanco que le permite gobernar la selva del mismo modo que, en aquella época, gobernaba al mundo amparado en su poderío industrial y tecnológico consecuencia del proceso de modernidad desencadenado por la ilustración.
Y lo pulp está precisamente en que Tarzan no necesita la ayuda de esa tecnología.
Reducido a la animalidad, igualado con las bestias, su aristocrática calidad siempre se impone.
En 1912, año que vio nacer a Tarzan, el hombre blanco era mucho hombre blanco. Sobre sus hombros recaía la responsabilidad de la civilización y de civilizar. Ese "White man's burden" que citaba Rudyard Kipling.
El morbo que aporta Burroughs a sus lectores es el de la superioridad del hombre blanco sin el apoyo de su civilización.
Ser el mejor jugando la lógica bestial de los animales y de las razas inferiores.
Ganar el partido jugando fuera de casa.
Seguramente, no.
Pero puestos a ser honestos también hay que decir que esta "The legend of Tarzan" se las arregla para contar esa misma historia de siempre que todos ya sabemos de otra relativamente diferente manera. Y esto siempre es de agradecer.
La película resulta entretenida y tal y esas cosas, pero si esperas que escriba sobre la película vas listo.
Tampoco da para tanto.
Mi relación con Tarzan es ambivalente.
Por un lado forma parte de mi memoria emocional, de las películas que los sábados por la tarde se emitían después de comer en la primera cadena de la por entonces única televisión, la española, RTVE, pero por otra este personaje resume como ninguno, hasta casi la caricatura, la ideología de supremacía del hombre blanco que formaba parte del aire que se respiraba en el principio del siglo donde fue concebido.
Ningún zulú abandonado en los muelles de Nueva York podría llegar a ser el rey de la ciudad.
Resultaría inconcebible.
Sin embargo, resulta mucho más razonable que un blanco se haga con el control de un lugar como la selva africana.
Y no es que se las apañe para sobrevivir convirtiéndose en un nativo más, que sería el máximo razonable. Eso es demasiado poco para un hombre blanco que no puede aspirar a menos que ser el rey de un entorno absolutamente opuesto a su civilizado lugar de procedencia: la aristocracia inglesa.
En este sentido, y haciendo honor a sus orígenes pulp, la serie de Tarzan creada por Burroughs habla al vientre del hombre blanco que las compra apelando a temas tan mediavales como la calidad superior de los que están arriba.
Así, el hijo de un noble inglés puede perfectamente imponer la calidad de su sangre en un entorno hostil y muy diferente al suyo.
La calidad del hombre blanco que le permite gobernar la selva del mismo modo que, en aquella época, gobernaba al mundo amparado en su poderío industrial y tecnológico consecuencia del proceso de modernidad desencadenado por la ilustración.
Y lo pulp está precisamente en que Tarzan no necesita la ayuda de esa tecnología.
Reducido a la animalidad, igualado con las bestias, su aristocrática calidad siempre se impone.
En 1912, año que vio nacer a Tarzan, el hombre blanco era mucho hombre blanco. Sobre sus hombros recaía la responsabilidad de la civilización y de civilizar. Ese "White man's burden" que citaba Rudyard Kipling.
El morbo que aporta Burroughs a sus lectores es el de la superioridad del hombre blanco sin el apoyo de su civilización.
Ser el mejor jugando la lógica bestial de los animales y de las razas inferiores.
Ganar el partido jugando fuera de casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario