lunes, julio 31, 2017
sábado, julio 29, 2017
Sobre la Gran Guerra
Se habla poco de la Gran Guerra y demasiado de su consecuencia, la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda, y como he comentado en el post anterior, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que inequivocamente puede ser considerada como una causa justa.
La terrible existencia del holocausto fácilmente posibilita la transformación del conflicto bélico en una lucha del bien contra el mal, entendiendo ese bien como algo que puede ser concebido de manera objetiva y no de parte, puesto que en toda guerra hay un bien y un mal que se enfrentan, identidades que cambian según desde el lugar de la trinchera desde el que se mira.
La victoria final en esa lucha del bien contra el mal he terminado convirtiendo a la conflagración bélica en un mito legitimador de nuestro estilo de vida en su totalidad, incluidas por supuesto sus sombras y contradicciones. Una continuidad democrática del "one man's burden" colonial que nos coloca en una posición de superioridad en el mundo, legitimando automáticamente nuestra visión frente a otros puntos de vista negros, amarillos, musulmanes, indios, zulúes.
De nuestro lado está la civilización y frente a nosotros la barbarie cuya máxima expresión de muerte industrializada ya vencimos una vez.
Y por supuesto en ese paquete de legitimidad vienen incluidos los inconfesables intereses económicos para cuya oscuridad voraz estas verdades han servido de mito legitimador y conveniente fachada.
Nosotros no podemos ser genocidas porque los genocidas ya fueron vencidos y grandes verdades como la libertad, la igualdad y la fraternidad presiden el espíritu de todos nuestros actos.
Y es en este minuto donde se entiende el silencio entorno a la Gran Guerra.
Por un lado, se trata de una guerra (por así decirlo) normal, es decir, una guerra donde no es tan fácil construir un discurso de buenos y malos que resista el juicio de la historia y, por otro, un conflicto bélico que encierra en sí mismo la existencia de un inconfesable holocausto.
Un holocausto que el hombre blanco se hizo a sí mismo y que fue el holocausto del soldado.
Ernest Jünger escribe "Tempestades de Acero", sus memorias como oficial prusiano en el frente occidental de la Gran Guerra, y en ella consigna la horrible fascinación que le produce las oleadas de seres humanos lanzados a la antigua usanza militar contra el nuevo mundo tecnológico encarnado por la ametralladora.
En esas páginas resume de manera metonimica ese gran holocausto del soldado que fue la Primera Guerra Mundial.
De manera transversal y con independencia del bando, la Gran Guerra muestra la indiferencia aristocrática por la vida del soldado de una oficialidad que en absoluto fue capaz de adaptar sus maneras de hacer la guerra a las nuevas posibilidades de matar que ofrecía la tecnología y que parecía no concebir que el soldado fuese un ser humano del que cuidarse.
El resultado fue la matanza y la carnicería y, como directa consecuencia de aquellas, el bloqueo, el hundimiento en la tierra, la trinchera y consiguiente absurda lucha por media hectárea de barro y vísceras.
Esta situación está muy bien descrita por el cineasta Sstanley Kubrick en "Senderos de Gloria"
Y esta indiferencia aristocrática consecuencia de un conflicto de clase subyacente llevó a la existencia de motines en todo el frente, motines importantes de los que apenas se habla en los que los soldados se negaban a obedecer a sus oficiales, cuando no los mataban directamente.
Durante la Gran Guerra el soldado comprendió que había otra guerra además de la del frente, la guerra de ellos contra una oficialidad para quienes ellos no eran otra cosa que prescindible carne de cañón.
Esto tuvo consecuencias posteriores que han llegado prácticamente hasta nuestros días. Desde el nacimiento de la Unión Soviética hasta la transformación de las monarquías prusianas y austriacas en repúblicas regidas por socialdemócratas, pasando por la generación del sufragio universal por todo el largo y ancho de Europa.
Algo había que dar a esos soldados a cambio de que no se tomaran el todo como sucedió en Rusia.
Pero la Segunda Guerra Mundial permitió cerrar esa herida con su incuestionable carácter de causa justa.
Todo ese esfuerzo que apenas 25 años más tarde se pidió a la carne de cañón fue un esfuerzo para hacer el bien y por un momento, que ha durado mas de 50 años, pareció que todos, a este lado del telón de acero, estábamos en el mismo barco.
Pero no es así.
La indiferencia aristocrática ha vuelto, pero no ha regresado a los campos de batalla sino en la vida cotidiana, en los efectos que tiene la gestión macroeconómica sobre la vida de las personas.
E igual que los generales y mariscales que dirigían las grandes masas de hombres en la batalla, aquellos que hoy en día toman esas decisiones en absoluto padecen las consecuencias.
Se habla demasiado poco de la Gran Guerra y no es por casualidad, hablar sobre ella conduce directamente a la desligitimación y el cuestionamiento, a la conciencia de una identidad transversal que se manifiesta en el consenso que permitió ese partido de futbol entre soldados alemanes y británicos en Belgica.
Después de todo, todas las vidas que se sacrificaron por salvar al soldado Ryan lo fueron por una buena razón.
Las de la Gran Guerra, no tanto.
Sin duda, y como he comentado en el post anterior, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que inequivocamente puede ser considerada como una causa justa.
La terrible existencia del holocausto fácilmente posibilita la transformación del conflicto bélico en una lucha del bien contra el mal, entendiendo ese bien como algo que puede ser concebido de manera objetiva y no de parte, puesto que en toda guerra hay un bien y un mal que se enfrentan, identidades que cambian según desde el lugar de la trinchera desde el que se mira.
La victoria final en esa lucha del bien contra el mal he terminado convirtiendo a la conflagración bélica en un mito legitimador de nuestro estilo de vida en su totalidad, incluidas por supuesto sus sombras y contradicciones. Una continuidad democrática del "one man's burden" colonial que nos coloca en una posición de superioridad en el mundo, legitimando automáticamente nuestra visión frente a otros puntos de vista negros, amarillos, musulmanes, indios, zulúes.
De nuestro lado está la civilización y frente a nosotros la barbarie cuya máxima expresión de muerte industrializada ya vencimos una vez.
Y por supuesto en ese paquete de legitimidad vienen incluidos los inconfesables intereses económicos para cuya oscuridad voraz estas verdades han servido de mito legitimador y conveniente fachada.
Nosotros no podemos ser genocidas porque los genocidas ya fueron vencidos y grandes verdades como la libertad, la igualdad y la fraternidad presiden el espíritu de todos nuestros actos.
Y es en este minuto donde se entiende el silencio entorno a la Gran Guerra.
Por un lado, se trata de una guerra (por así decirlo) normal, es decir, una guerra donde no es tan fácil construir un discurso de buenos y malos que resista el juicio de la historia y, por otro, un conflicto bélico que encierra en sí mismo la existencia de un inconfesable holocausto.
Un holocausto que el hombre blanco se hizo a sí mismo y que fue el holocausto del soldado.
Ernest Jünger escribe "Tempestades de Acero", sus memorias como oficial prusiano en el frente occidental de la Gran Guerra, y en ella consigna la horrible fascinación que le produce las oleadas de seres humanos lanzados a la antigua usanza militar contra el nuevo mundo tecnológico encarnado por la ametralladora.
En esas páginas resume de manera metonimica ese gran holocausto del soldado que fue la Primera Guerra Mundial.
De manera transversal y con independencia del bando, la Gran Guerra muestra la indiferencia aristocrática por la vida del soldado de una oficialidad que en absoluto fue capaz de adaptar sus maneras de hacer la guerra a las nuevas posibilidades de matar que ofrecía la tecnología y que parecía no concebir que el soldado fuese un ser humano del que cuidarse.
El resultado fue la matanza y la carnicería y, como directa consecuencia de aquellas, el bloqueo, el hundimiento en la tierra, la trinchera y consiguiente absurda lucha por media hectárea de barro y vísceras.
Esta situación está muy bien descrita por el cineasta Sstanley Kubrick en "Senderos de Gloria"
Y esta indiferencia aristocrática consecuencia de un conflicto de clase subyacente llevó a la existencia de motines en todo el frente, motines importantes de los que apenas se habla en los que los soldados se negaban a obedecer a sus oficiales, cuando no los mataban directamente.
Durante la Gran Guerra el soldado comprendió que había otra guerra además de la del frente, la guerra de ellos contra una oficialidad para quienes ellos no eran otra cosa que prescindible carne de cañón.
Esto tuvo consecuencias posteriores que han llegado prácticamente hasta nuestros días. Desde el nacimiento de la Unión Soviética hasta la transformación de las monarquías prusianas y austriacas en repúblicas regidas por socialdemócratas, pasando por la generación del sufragio universal por todo el largo y ancho de Europa.
Algo había que dar a esos soldados a cambio de que no se tomaran el todo como sucedió en Rusia.
Pero la Segunda Guerra Mundial permitió cerrar esa herida con su incuestionable carácter de causa justa.
Todo ese esfuerzo que apenas 25 años más tarde se pidió a la carne de cañón fue un esfuerzo para hacer el bien y por un momento, que ha durado mas de 50 años, pareció que todos, a este lado del telón de acero, estábamos en el mismo barco.
Pero no es así.
La indiferencia aristocrática ha vuelto, pero no ha regresado a los campos de batalla sino en la vida cotidiana, en los efectos que tiene la gestión macroeconómica sobre la vida de las personas.
E igual que los generales y mariscales que dirigían las grandes masas de hombres en la batalla, aquellos que hoy en día toman esas decisiones en absoluto padecen las consecuencias.
Se habla demasiado poco de la Gran Guerra y no es por casualidad, hablar sobre ella conduce directamente a la desligitimación y el cuestionamiento, a la conciencia de una identidad transversal que se manifiesta en el consenso que permitió ese partido de futbol entre soldados alemanes y británicos en Belgica.
Después de todo, todas las vidas que se sacrificaron por salvar al soldado Ryan lo fueron por una buena razón.
Las de la Gran Guerra, no tanto.
Reflexiones a propósito de Dunkerque
Personalmente no creo que sea necesaria otra película que nos cuente la terrible agonía que supone la guerra.
No obstante, la banalización de la violencia que es parte esencial de nuestra cultura de consumo y cuya máxima expresión es la glorificación de Quentin Tarantino como un creador capaz de hacer arte de esa banalización, claramente lo justifica.
Porque lo cierto es que espiritualmente nunca hemos dejado de estar en guerra, desde el mismo momento en que la victoria sobre el eje del mal que componían nazismo, fascismo y militarismo japonés se convierte en una especie de mito legitimador de nuestro estilo de vida.
En este sentido, la banalización de la violencia no es más que una consecuencia indirecta del constante y necesario regreso a la Segunda Guerra Mundial que el cine viene haciendo desde hace casi ya 75 años.
Después de todo, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que, desde un punto de vista objetivo y no de parte, pueden ser consideradas como justas.
Hay que hacer muy poco esfuerzo para convertirla en un relato de buenos y malos, cosa que no es tan común y posible en todas las guerras anteriores, especialmente la Gran Guerra, una Primera Guerra Mundial de la que esta Segunda es claramente una consecuencia y sobre la que no es tan fácil construir un relato de buenos y malos que de alguna manera moral la justifique.
En este sentido, es muy relevante que mientras aquella Gran Guerra produjo una reacción de remordimiento y reflexión, la Segunda ha producido una preponderante reacción de banalización que ha terminado por convertir la violencia en un negocio y todo siempre desde la propaganda.
Porque el cine siempre se ha encargado de decirnos quienes somos, primero, y durante la propia guerra, como máquina de propaganda y posteriormente, como si esa máquina no pudiese parar del mismo modo que no pudo parar el complejo militar-industrial norteamericano, para posteriormente recordarnos puntualmente esa esencia que nos llevó a enfrentarnos al mal y que se encarna en nuestro estilo de vida.
Y dicho esto tendría sentido que esta historia de Dunkerque la levantase un vietnamita o un yemení o un iraquí o un afgano, pero lo cierto es que la levanta un creador de productos comerciales que pertenece a un occidente rico que lleva ya cien años sin experimentar una guerra en sus carnes... bueno.... no... lo cierto es que constantemente la guerra está presente en el ámbito virtual de la cultura de masas y lo está como representación frecuente de esa violencia banalizada.
Por eso, y si tienes alguna duda, este es otro ejemplo de que nuestra carne ya es virtual.
La existencia de una película como "Dunkerque" lo demuestra.
Es en ese contexto en el que se inscribe esa necesidad que muchos críticos de cine convierten en un valor intrínseco de "Dunkerque": mostrarnos la terrible agonía del segundo a segundo de la guerra, enfrentandonos a esa terrible realidad de cultura barbara de violencia que no creemos ser pero que en realidad somos y que el resto de pueblos del mundo, los que estarían verdaderamente legitimados para levantar una película como esta (o quizá parecida), padecen.
Pero los que padecen no tienen voz quedando reducidos a la condición de blancos sobre los que se dispara o cadáveres sobre los que el héroe salta.
Aunque estoy seguro de que, si hicieran su película, ésta no nos gustaría desde el momento en que nos convertiríamos seguramente en los malos, en sus malos, algo que va mucho más allá de lo nuesta conciencia construida desde la hegeliana posición del amo puede soportar.
Ellos mismos dejarían de ser los esclavos que están muertos o que callan y se someten por miedo a morir
Todas estas cosas estaban en mi cabeza mientras veía "Dunkerque" y, por supuesto, no la disfruté demasiado porque empecé a sentir la sensación incómoda de que era menos real el lado de la pantalla en que me encontraba que el otro, el de la ficción que en realidad se me antojaba como ese espejo adulador en que la madrastra de Blancanieves constantemente se miraba.
Cada vez somos más ficción.
No obstante, la banalización de la violencia que es parte esencial de nuestra cultura de consumo y cuya máxima expresión es la glorificación de Quentin Tarantino como un creador capaz de hacer arte de esa banalización, claramente lo justifica.
Porque lo cierto es que espiritualmente nunca hemos dejado de estar en guerra, desde el mismo momento en que la victoria sobre el eje del mal que componían nazismo, fascismo y militarismo japonés se convierte en una especie de mito legitimador de nuestro estilo de vida.
En este sentido, la banalización de la violencia no es más que una consecuencia indirecta del constante y necesario regreso a la Segunda Guerra Mundial que el cine viene haciendo desde hace casi ya 75 años.
Después de todo, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que, desde un punto de vista objetivo y no de parte, pueden ser consideradas como justas.
Hay que hacer muy poco esfuerzo para convertirla en un relato de buenos y malos, cosa que no es tan común y posible en todas las guerras anteriores, especialmente la Gran Guerra, una Primera Guerra Mundial de la que esta Segunda es claramente una consecuencia y sobre la que no es tan fácil construir un relato de buenos y malos que de alguna manera moral la justifique.
En este sentido, es muy relevante que mientras aquella Gran Guerra produjo una reacción de remordimiento y reflexión, la Segunda ha producido una preponderante reacción de banalización que ha terminado por convertir la violencia en un negocio y todo siempre desde la propaganda.
Porque el cine siempre se ha encargado de decirnos quienes somos, primero, y durante la propia guerra, como máquina de propaganda y posteriormente, como si esa máquina no pudiese parar del mismo modo que no pudo parar el complejo militar-industrial norteamericano, para posteriormente recordarnos puntualmente esa esencia que nos llevó a enfrentarnos al mal y que se encarna en nuestro estilo de vida.
Y dicho esto tendría sentido que esta historia de Dunkerque la levantase un vietnamita o un yemení o un iraquí o un afgano, pero lo cierto es que la levanta un creador de productos comerciales que pertenece a un occidente rico que lleva ya cien años sin experimentar una guerra en sus carnes... bueno.... no... lo cierto es que constantemente la guerra está presente en el ámbito virtual de la cultura de masas y lo está como representación frecuente de esa violencia banalizada.
Por eso, y si tienes alguna duda, este es otro ejemplo de que nuestra carne ya es virtual.
La existencia de una película como "Dunkerque" lo demuestra.
Es en ese contexto en el que se inscribe esa necesidad que muchos críticos de cine convierten en un valor intrínseco de "Dunkerque": mostrarnos la terrible agonía del segundo a segundo de la guerra, enfrentandonos a esa terrible realidad de cultura barbara de violencia que no creemos ser pero que en realidad somos y que el resto de pueblos del mundo, los que estarían verdaderamente legitimados para levantar una película como esta (o quizá parecida), padecen.
Pero los que padecen no tienen voz quedando reducidos a la condición de blancos sobre los que se dispara o cadáveres sobre los que el héroe salta.
Aunque estoy seguro de que, si hicieran su película, ésta no nos gustaría desde el momento en que nos convertiríamos seguramente en los malos, en sus malos, algo que va mucho más allá de lo nuesta conciencia construida desde la hegeliana posición del amo puede soportar.
Ellos mismos dejarían de ser los esclavos que están muertos o que callan y se someten por miedo a morir
Todas estas cosas estaban en mi cabeza mientras veía "Dunkerque" y, por supuesto, no la disfruté demasiado porque empecé a sentir la sensación incómoda de que era menos real el lado de la pantalla en que me encontraba que el otro, el de la ficción que en realidad se me antojaba como ese espejo adulador en que la madrastra de Blancanieves constantemente se miraba.
Cada vez somos más ficción.
domingo, julio 23, 2017
La Gran Transformación. Karl Polanyi
“Las consecuencias de la institucionalización de un mercado de trabajo resultan patentes hoy en los países colonizados. Hay que forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se encuentre en esa triste situación. En el sistema territorial de los cafres (kraat), por ejemplo, «la miseria es imposible; resulta impensable que alguien no reciba ayuda si la necesita»1. Ningún kwakiutl «ha corrido nunca el menor riesgo de padecer hambre»2. «No existe hambre en las sociedades que viven en el límite del nivel de subsistencia» 3. Del mismo modo, se admitía también que en la comunidad rural india se estaba al abrigo de padecer necesidad y, podemos añadir, que así ocurría también en cualquier tipo de organización social europea hasta comienzos del siglo XVI, cuando las ideas modernas sobre los pobres, propuestas por el humanista Vives, fueron debatidas en la Sorbona. Y, puesto que el individuo no corre el riesgo de morirse de hambre en las sociedades primitivas, se puede afirmar que son en este sentido más humanas que la economía de mercado, y al mismo tiempo que están menos ligadas a la economía. Como si se tratase de una ironía del destino, la primera contribución del hombre blanco al mundo del hombre negro fue esencialmente hacerle conocer el azote del hambre. Fue así como el colonizador decidió derribar los árboles del pan, a fin de crear una penuria artificial, o impuso un impuesto a los indígenas sobre sus chozas, para forzarlos a vender su fuerza de trabajo. En ambos casos, el efecto es el mismo que el producido por las enclosures de los Tudor con sus estelas de hordas vagabundas. Un informe de la Sociedad de Naciones menciona, con el horror consiguiente, la reciente aparición en la sabana africana de ese personaje inquietante característico de la escena del siglo XVI europeo: «el hombre sin raíces»”
sábado, julio 22, 2017
La gran transformación. Karl polanyi
Resumiendo:
"Nada oscurece más eficazmente nuestra visión de la sociedad que el prejuicio economicista"
En detalle:
"Nada oscurece más eficazmente nuestra visión de la sociedad que el prejuicio economicista"
En detalle:
“Algunas personas dispuestas a admitir que la vida en un
vacío cultural no es vida parecen, sin embargo, esperar que las necesidades de
orden económico rellenen automáticamente ese vacío y hagan que la vida resulte
vivible en cualquier situación. Esta hipótesis es abiertamente refutada por los
resultados de la investigación etnológica. «Los objetivos por los cuales
trabajan los individuos, escribe Margaret Mead, están determinados
culturalmente y no son una respuesta del organismo a una situación exterior sin
definición cultural, como por ejemplo una simple carestía. El proceso que
convierte a un grupo de salvajes en mineros de una mina de oro, en la
tripulación de un barco, o simplemente lo despoja de cualquier capacidad de
reacción dejándolo morir en la indolencia a la orilla de un río lleno de peces,
puede parecer tan raro, tan extraño a la naturaleza de la sociedad y a su
funcionamiento normal, que se convierte en un funcionamiento patológico» y, sin
embargo, añade, «es lo que generalmente sucede en una población cuando se
produce una cambio violento generado desde el exterior, o simplemente causado
desde fuera...». Y concluye: «Este contacto brutal, estos sencillos pueblos
arrancados de su mundo moral, constituye un hecho que sucede con demasiada
frecuencia como para que el historiador de la sociedad no se lo plantee
seriamente»… Nada oscurece más eficazmente nuestra visión de la sociedad que el
prejuicio economicista. La explotación ha sido colocada en el primer plano del
problema colonial con tal persistencia que merece la pena que nos detengamos en
este punto. La explotación, además, en lo que se refiere al hombre, ha sido
perpetrada con tanta frecuencia, con tal contumacia y con tal crueldad por el
hombre blanco sobre las poblaciones atrasadas del mundo, que se daría prueba de
una total falta de sensibilidad si no se concediese a este problema un lugar
privilegiado cada vez que se habla del problema colonial. Pero es precisamente esta
insistencia sobre la explotación lo que tiende a ocultar a nuestra mirada la
cuestión todavía más importante de la decadencia cultural. Cuando se define la
explotación en términos estrictamente económicos, como una inadecuación
permanente de los intercambios, se puede dudar de que haya existido en sentido
estricto explotación. La catástrofe que sufre la comunidad indígena es una
consecuencia directa del desmembramiento rápido y violento de sus instituciones
fundamentales -no vamos a ocuparnos ahora de que se haya utilizado o no la
fuerza en ese proceso-. Dichas instituciones se ven dislocadas por la
imposición de la economía de mercado a una comunidad organizada de forma
complemetamente distinta; el trabajo y la tierra se convierten en mercancías,
lo que no es, una vez más, más que una fórmula abreviada para expresar la
aniquilación de todas y cada una de las instituciones culturales de una
sociedad orgánica”.
La gran transformación. Karl Polanyi
“La causa de la degradación no es, pues, como muchas veces se supone, la explotación económica, sino la desintegración del entorno cultural de las víctimas. El proceso económico puede, por supuesto, servir de vehículo a la destrucción y, casi siempre, la inferioridad económica hará ceder al más débil, pero la causa directa de su derrota no es tanto de naturaleza económica cuanto causada por una herida mortal inflingida a las instituciones en las que se encarna su existencia social. El resultado es siempre el mismo, ya se trate de un pueblo o de una clase, se pierde todo amor propio y se destruyen los criterios morales hasta que el proceso desemboca en lo que se denomina el «conflicto cultural» o el cambio de posición de una clase en el seno de una sociedad determinada. Para quien estudia los comienzos del capitalismo este paralelismo está cargado de sentido. Las condiciones en las que viven en la actualidad algunas tribus indígenas de África se asemejan indudablemente a las de las clases trabajadoras inglesas durante los primeros años del siglo XIX. El cafre de África del Sur, un noble salvaje que, socialmente hablando, se creía que contaba con más seguridad que nadie en su kraal natal, se ha visto transformado en una variedad humana de animal semidoméstico, vestido con «harapos asquerosos, horrorosos, que el hombre blanco más degenerado se negaría a llevar», en un ser indefinible sin dignidad ni amor propio, un verdadero desecho humano. Esta descripción recuerda el retrato que realizó Robert Owen de sus propios trabajadores cuando se dirigió a ellos en New Lanark mirándoles directamente a los ojos, fría y objetivamente, como si se tratase de un investigador en ciencias sociales y les explicó por qué se habían convertido en una población degradada. La verdadera causa de su degradación no podía ser mejor descrita que afirmando que vivían en un «vacío cultural» -expresión utilizada por un etnólogo para describir la causa de la degradación cultural de algunas audaces tribus negras de África tras su contacto con la civilización blanca 3-. Su artesanía está en decadencia, las condiciones políticas y sociales en que vivían fueron destruidas, están a punto de perecer por aburrimiento -por retomar la célebre expresión de Rivers- o de malgastar su vida y su sentido en el marasmo. Su propia cultura ya no les ofrece ningún objetivo digno de esfuerzo o de sacrificio y el esnobismo y los prejuicios raciales les destruyen las vías de acceso para participar adecuadamente en la cultura de los invasores blancos 4. Sustituyamos la discriminación racial por la discriminación social y surgen las «Dos Naciones» de los años 1840; el cafre es reemplazado por el habitante de los tugurios, por el hombre derrotado de las novelas de Kingsley”.
sábado, julio 08, 2017
La gran transformación. Karl Polanyi
La visión de Owen más global y completa que la visión de Marx, exhaustiva y completa pero sólo de una parte...
“En 1817 describe Robert Owen el rumbo emprendido por las sociedades occidentales, y sus palabras resumen el problema del siglo que comienza. Muestra los poderosos efectos de las manufacturas, «cuando se las deja abandonadas a su suerte». «La difusión general de las manufacturas por todo un país engendra un nuevo carácter entre sus habitantes. Y en la medida en que este carácter se ha formado siguiendo un principio totalmente desfavorable para la felicidad del individuo o el bienestar general, producirá los más lamentables males y los más duraderos, a menos que las leyes no intervengan y confieran una dirección contraria a esta tendencia». La organización del conjunto de la sociedad sobre el principio de la ganancia y del beneficio va a tener repercusiones de gran importancia. Owen formula estos resultados en función del carácter humano, ya que el efecto más evidente del nuevo sistema institucional consiste en destruir el carácter tradicional de las poblaciones establecidas y en transformarlas en un nuevo tipo de hombre: emigrante, nómada, sin amor propio ni disciplina, grosero y brutal, cuyo ejemplo lo constituyen tanto el obrero como el capitalista. En términos generales, piensa, pues, que el principio de la ganancia y del beneficio resulta pernicioso para la felicidad del individuo y para la felicidad pública. De esta situación se seguirán grandes males, a no ser que se consiga hacer fracasar las tendencias intrínsecas de las instituciones de mercado: se precisa una orientación social consciente que las leyes harán efectiva. Sí, es cierto que la condición de los obreros, que él es el primero en detestar, es producto en parte del «sistema de socorros en dinero». Pero, en lo esencial observa algo que es válido tanto para los trabajadores de la ciudad como para los del campo, a saber, que «se encuentran ahora en una situación infinitamente más degradada y miserable que antes de que se introdujesen las manufacturas, de cuyo éxito dependen, sin embargo, para su pura y simple subsistencia». Una vez más plantea la cuestión de fondo, al poner el acento no tanto en las rentas cuanto en la degradación y en la miseria. Y como causa primera de esta degradación señala, una vez más con acierto, el hecho de que los obreros dependen exclusivamente de las manufacturas para subsistir. Capta, pues, que lo que aparece sobre todo como un problema económico es esencialmente un problema social. Desde el punto de vista económico, el obrero se encuentra evidentemente explotado: no recibe lo que le corresponde en el intercambio. Este es un hecho sin duda muy importante, pero no lo es todo. A pesar de la explotación, el obrero puede, desde el punto de vista financiero, encontrarse en una situación mejor que la que tenía con anterioridad, lo que no es óbice para que un mecanismo, absolutamente desfavorable al individuo y al bienestar general, cause estragos en su medio social, en su entorno, arrase su prestigio en la comunidad, su oficio y, destruya, en una palabra, sus relaciones con la naturaleza y con los hombres, en las cuales estaba enraizada hasta entonces su existencia económica. La Revolución industrial estaba en vías de provocar una conmoción social de proporciones aterradoras, y el problema de la pobreza no representaba más que el aspecto económico de este acontecimiento. Owen tenía razón cuando afirmaba que, sin una intervención ni una orientación legislativa, se producirían males cada vez más graves y permanentes.”
“En 1817 describe Robert Owen el rumbo emprendido por las sociedades occidentales, y sus palabras resumen el problema del siglo que comienza. Muestra los poderosos efectos de las manufacturas, «cuando se las deja abandonadas a su suerte». «La difusión general de las manufacturas por todo un país engendra un nuevo carácter entre sus habitantes. Y en la medida en que este carácter se ha formado siguiendo un principio totalmente desfavorable para la felicidad del individuo o el bienestar general, producirá los más lamentables males y los más duraderos, a menos que las leyes no intervengan y confieran una dirección contraria a esta tendencia». La organización del conjunto de la sociedad sobre el principio de la ganancia y del beneficio va a tener repercusiones de gran importancia. Owen formula estos resultados en función del carácter humano, ya que el efecto más evidente del nuevo sistema institucional consiste en destruir el carácter tradicional de las poblaciones establecidas y en transformarlas en un nuevo tipo de hombre: emigrante, nómada, sin amor propio ni disciplina, grosero y brutal, cuyo ejemplo lo constituyen tanto el obrero como el capitalista. En términos generales, piensa, pues, que el principio de la ganancia y del beneficio resulta pernicioso para la felicidad del individuo y para la felicidad pública. De esta situación se seguirán grandes males, a no ser que se consiga hacer fracasar las tendencias intrínsecas de las instituciones de mercado: se precisa una orientación social consciente que las leyes harán efectiva. Sí, es cierto que la condición de los obreros, que él es el primero en detestar, es producto en parte del «sistema de socorros en dinero». Pero, en lo esencial observa algo que es válido tanto para los trabajadores de la ciudad como para los del campo, a saber, que «se encuentran ahora en una situación infinitamente más degradada y miserable que antes de que se introdujesen las manufacturas, de cuyo éxito dependen, sin embargo, para su pura y simple subsistencia». Una vez más plantea la cuestión de fondo, al poner el acento no tanto en las rentas cuanto en la degradación y en la miseria. Y como causa primera de esta degradación señala, una vez más con acierto, el hecho de que los obreros dependen exclusivamente de las manufacturas para subsistir. Capta, pues, que lo que aparece sobre todo como un problema económico es esencialmente un problema social. Desde el punto de vista económico, el obrero se encuentra evidentemente explotado: no recibe lo que le corresponde en el intercambio. Este es un hecho sin duda muy importante, pero no lo es todo. A pesar de la explotación, el obrero puede, desde el punto de vista financiero, encontrarse en una situación mejor que la que tenía con anterioridad, lo que no es óbice para que un mecanismo, absolutamente desfavorable al individuo y al bienestar general, cause estragos en su medio social, en su entorno, arrase su prestigio en la comunidad, su oficio y, destruya, en una palabra, sus relaciones con la naturaleza y con los hombres, en las cuales estaba enraizada hasta entonces su existencia económica. La Revolución industrial estaba en vías de provocar una conmoción social de proporciones aterradoras, y el problema de la pobreza no representaba más que el aspecto económico de este acontecimiento. Owen tenía razón cuando afirmaba que, sin una intervención ni una orientación legislativa, se producirían males cada vez más graves y permanentes.”
sábado, julio 01, 2017
La pasión de Michel Foucault, James Miller
"Hay momentos en la vida en que la cuestión de saber si uno puede pensar de un modo diferente al que piensa y percibir de un modo diferente al que percibe es absolutamente necesaria si uno va a seguir mirando y reflexionando. "La gente dirá, quizás, que estos juegos con uno mismo deben acontecer tras el telón, que son, en el mejor de los casos, parte del trabajo de preparación, y que se ocultan y borran cuando han conseguido sus efectos. ¿Pero qué es entonces hoy la filosofía, la actividad filosófica, si no es el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Y qué, si en lugar de legitimar lo que uno ya sabe, no consiste en averiguar cómo y hasta qué punto es posible pensar de un modo diferente?"
Suscribirse a:
Entradas (Atom)