AIRES DE STORNOWAY
domingo, mayo 15, 2011
GUN CRAZY
Dirigida en 1950 por Joseph H. Lewis, "Gun Crazy" es una de las grandes obras maestras del cine negro.
La historia que nos cuenta es una historia de "amor fou" que viven hasta la muerte Bart (John Dall) y Annie (Peggy Cummings), dos desarraigados que unirán sus inciertos destinos para encontrar una inesperada certeza en la eternidad de la felicidad que les une en una difícil relación sentimental y que les unirá desesperadamente contra todo y todos.
"Gun Crazy" cuenta con una guión espectacular, brillante, del que es en buena medida responsable (y bajo seudónimo por ser en ese mismo momento objetivo del macartismo) el legendario Dalton Trumbo, pero también, y en absoluto en menor medida, con una espectacular dirección del "desconocido" Joseph H. Lewis que otorga a la cámara un sentido incisivo, penetrante, en busca de las emociones que aparecen en los rostros de los personajes.
En "Gun crazy" la cámara se mueve como nunca se ha movido, con maneras brillantes de Orson Welles, para buscar y revelar aspectos esenciales que contribuyen al desenvolvimiento de la historia.
No es de extrañar que "Gun crazy" impresionara a los por entonces jóvenes Truffaut o Goddard, futuros generadores de la "nouvelle vague", porque su frescura y vitalidad es una aparición extraña y a contracorriente dentro de las maneras más estáticas de hacer cine propias de la época... por no hablar de la brillante fotografía en exteriores que evoca a la mejor fotografía del grandioso Raoul Coutard para los primeros Truffaut o Goddard: un blanco y negro puro, nítido, casi documental, en el que los personajes se vuelven aún más reales dentro de la locura que viven en su viaje sin retorno al final de la propia noche.
"Gun crazy" es un maravilloso, adolescente y romántico canto beatnik, la consagración del presente como territorio de búsqueda y de afirmación. Muchos anti-héroes han venido después de Annie y Bart, empezando por el Michel Poiccard de "El final de la escapada" o el Antoine Doinel de "Los 400 golpes". Todos desesperadamente empeñados en la impostura de existir a toda costa y a cualquier precio, pero los primeros en esa larga, trágica e interminable carrera hacia un imposible mar fueron ellos.
Muchas imágenes y sentidos que posteriormente hemos encontrado tantas veces en otras películas, aparecieron por primera vez en "Gun crazy"
Imprescindible.
Dirigida en 1950 por Joseph H. Lewis, "Gun Crazy" es una de las grandes obras maestras del cine negro.
La historia que nos cuenta es una historia de "amor fou" que viven hasta la muerte Bart (John Dall) y Annie (Peggy Cummings), dos desarraigados que unirán sus inciertos destinos para encontrar una inesperada certeza en la eternidad de la felicidad que les une en una difícil relación sentimental y que les unirá desesperadamente contra todo y todos.
"Gun Crazy" cuenta con una guión espectacular, brillante, del que es en buena medida responsable (y bajo seudónimo por ser en ese mismo momento objetivo del macartismo) el legendario Dalton Trumbo, pero también, y en absoluto en menor medida, con una espectacular dirección del "desconocido" Joseph H. Lewis que otorga a la cámara un sentido incisivo, penetrante, en busca de las emociones que aparecen en los rostros de los personajes.
En "Gun crazy" la cámara se mueve como nunca se ha movido, con maneras brillantes de Orson Welles, para buscar y revelar aspectos esenciales que contribuyen al desenvolvimiento de la historia.
No es de extrañar que "Gun crazy" impresionara a los por entonces jóvenes Truffaut o Goddard, futuros generadores de la "nouvelle vague", porque su frescura y vitalidad es una aparición extraña y a contracorriente dentro de las maneras más estáticas de hacer cine propias de la época... por no hablar de la brillante fotografía en exteriores que evoca a la mejor fotografía del grandioso Raoul Coutard para los primeros Truffaut o Goddard: un blanco y negro puro, nítido, casi documental, en el que los personajes se vuelven aún más reales dentro de la locura que viven en su viaje sin retorno al final de la propia noche.
"Gun crazy" es un maravilloso, adolescente y romántico canto beatnik, la consagración del presente como territorio de búsqueda y de afirmación. Muchos anti-héroes han venido después de Annie y Bart, empezando por el Michel Poiccard de "El final de la escapada" o el Antoine Doinel de "Los 400 golpes". Todos desesperadamente empeñados en la impostura de existir a toda costa y a cualquier precio, pero los primeros en esa larga, trágica e interminable carrera hacia un imposible mar fueron ellos.
Muchas imágenes y sentidos que posteriormente hemos encontrado tantas veces en otras películas, aparecieron por primera vez en "Gun crazy"
Imprescindible.
"Para millones de estadounidenses, los derechos de comprar y poseer se han vuelto expresiones de la libertad indivi-dual mucho más significativas que acudir a las urnas a ejercer su derecho al voto. Tengamos en cuenta que, a principios de siglo, el consumo tenía únicamente connotaciones negativas. El consu-mo significaba devastación, depredación, explotación y agotamiento. A finales del siglo XIX, cuan-do una persona padecía de tuberculosis, popularmente se decía que «le consumía». La difusión del uso de productos adquiridos en tiendas y con marca comercial, por una parte, y el auge de la publi-cidad de masas y las campañas de marketing, por otra, sirvieron para glorificar el consumo."
(La era del acceso. Jeremy Rifkin)
(La era del acceso. Jeremy Rifkin)
MIDNIGHT IN PARIS
No hay nada nuevo bajo el sol en el mundo creativo de Woody Allen.
"Midnight in Paris" revisita los mismos y viejos lugares de siempre: las crisis creativas, las complicadas relaciones de pareja, la búsqueda de un sentido verdadero a la existencia... Por algo Allen es un autor.
Desde un punto de vista estrictamente autoral, seguramente desde "Match point" no ha aparecido nada nuevo bajo ese sol que puntualmente amanece en las pantallas de todo el mundo cada año. Pero, si hay algo que se le debe reconocer a Allen, es su oficio como creador. Su capacidad para construir relatos minimamente presentables sobre los tópicos de su mundo personal revistiendo ese corazón tantas veces latido con una capacidad para construir artefactos narrativos de cierto interés, artefactos siempre revestidos del pan de oro de unos diálogos siempre interesantes, de cuando en cuando brillantes.
Hace mucho que Allen ha dicho todo lo que tenía que decir, pero aún sigue ahí, construyendo historias que en el mejor de los casos resultan entretenidas mientras duran, consiguiendo hacer reír en mayor o menor medida al espectador.
Una perfecta private dancer con la capacidad de dejar satisfecho a todo aquel que esté dispuesto a pagar unos euros para salir a bailar con él.
"Midnight in Paris" muestra lo mejor de este Woody Allen que, en una lectura histórica de su carrera, es el peor.
Gil un escritor a la búsqueda del propio sentido se encuentra de visita en París. Vagabundeando dentro de sí mismo y por la ciudad terminará encontrándose en el mágico sonar de las campanadas de medianoche. Viajando en el tiempo a la fiesta en que la ciudad era para los artistas en los años veintes del siglo pasado, Gil tendrá la oportunidad de conocer a sus referentes literarios y culturales y contrastarse en su deseo de ser frente a ellos, absolutas y talentosas fuentes de sentido.
Así, el sentido irá forjándose poco a poco dentro de Gil, en cada uno de esos viajes nocturnos al pasado.
"Midnight in Paris" es un cuento amable que resulta divertido por momentos, en este sentido es inolvidable la escena en que Gil confiesa a unos maravillosos Dali, Buñuel y Man Ray, su procedencia y la naturalidad con la que estos surrealistas aceptan una confesión tan surrealista.
Una comedia romántica de esas que solo hace Allen, de amor hacia uno mismo, en las que tras mucho tiempo buscándose el protagonista termina encontrándose en un invisible abrazo final normalmente materializado en una decisión que siempre rompe con aspectos no auténticos de la existencia de ese personaje. En este aspecto, entre la comedia moral y la romántica, Allen sigue siendo un maestro.
Mención especial para un divertidísimo Adrian Brody con estupendo talento histriónico transmutado en un brillante y loco Dalí.
Entretenida.
No hay nada nuevo bajo el sol en el mundo creativo de Woody Allen.
"Midnight in Paris" revisita los mismos y viejos lugares de siempre: las crisis creativas, las complicadas relaciones de pareja, la búsqueda de un sentido verdadero a la existencia... Por algo Allen es un autor.
Desde un punto de vista estrictamente autoral, seguramente desde "Match point" no ha aparecido nada nuevo bajo ese sol que puntualmente amanece en las pantallas de todo el mundo cada año. Pero, si hay algo que se le debe reconocer a Allen, es su oficio como creador. Su capacidad para construir relatos minimamente presentables sobre los tópicos de su mundo personal revistiendo ese corazón tantas veces latido con una capacidad para construir artefactos narrativos de cierto interés, artefactos siempre revestidos del pan de oro de unos diálogos siempre interesantes, de cuando en cuando brillantes.
Hace mucho que Allen ha dicho todo lo que tenía que decir, pero aún sigue ahí, construyendo historias que en el mejor de los casos resultan entretenidas mientras duran, consiguiendo hacer reír en mayor o menor medida al espectador.
Una perfecta private dancer con la capacidad de dejar satisfecho a todo aquel que esté dispuesto a pagar unos euros para salir a bailar con él.
"Midnight in Paris" muestra lo mejor de este Woody Allen que, en una lectura histórica de su carrera, es el peor.
Gil un escritor a la búsqueda del propio sentido se encuentra de visita en París. Vagabundeando dentro de sí mismo y por la ciudad terminará encontrándose en el mágico sonar de las campanadas de medianoche. Viajando en el tiempo a la fiesta en que la ciudad era para los artistas en los años veintes del siglo pasado, Gil tendrá la oportunidad de conocer a sus referentes literarios y culturales y contrastarse en su deseo de ser frente a ellos, absolutas y talentosas fuentes de sentido.
Así, el sentido irá forjándose poco a poco dentro de Gil, en cada uno de esos viajes nocturnos al pasado.
"Midnight in Paris" es un cuento amable que resulta divertido por momentos, en este sentido es inolvidable la escena en que Gil confiesa a unos maravillosos Dali, Buñuel y Man Ray, su procedencia y la naturalidad con la que estos surrealistas aceptan una confesión tan surrealista.
Una comedia romántica de esas que solo hace Allen, de amor hacia uno mismo, en las que tras mucho tiempo buscándose el protagonista termina encontrándose en un invisible abrazo final normalmente materializado en una decisión que siempre rompe con aspectos no auténticos de la existencia de ese personaje. En este aspecto, entre la comedia moral y la romántica, Allen sigue siendo un maestro.
Mención especial para un divertidísimo Adrian Brody con estupendo talento histriónico transmutado en un brillante y loco Dalí.
Entretenida.
sábado, mayo 14, 2011
"el consumo está regido por un pensamiento mágico, hay una mentalidad milagrosa que rige la vida cotidiana y ésta es una mentalidad de espíritus primitivos, en el sentido en que se la ha definido, vale decir, fundada en creer en la omnipotencia de los pensamientos. Estamos aquí ante la creencia en la omnipotencia de los signos. En efecto, la opulencia, la «afluencia», no es más que la acumulación de signos de felicidad."
(La sociedad de consumo: sus mitos, sus estructuras. Jean Baudrillard)
(La sociedad de consumo: sus mitos, sus estructuras. Jean Baudrillard)
THE GREAT RACE
Filmada en 1965, y adelantándose al menos un lustro a la moda "retro" que dentro del mundo del cine reivindicaría el pasado mudo del negocio, "The great race" se presenta, con su inicial dedicación a los geniales Laurel & Hardy, como un homenaje a las comedias del cine mudo y, en general, a la reivindicación de toda una época.
En sus aproximadamente dos horas y media de duración, hay espacio para todo: slapstick, persecuciones, gags, combates a espada, guerra de tartas y todo expresado a través del antagonismo que mantienen el apolíneo Gran Leslie (Tony Curtis) y el malvado Profesor Fate (Jack Lemmon) con motivo de una carrera de coches que les llevará por todo el mundo, desde Nueva York hasta París.
Como en aquellas viejas películas la historia de "The great race" es apenas una anécdota que sirve de soporte para las caídas y las trompadas de los personajes que la pueblan. Desgraciadamente, la película resulta demasiado larga, demasiado desigual, con maravillosos momentos como los iniciales que presentan el antagonismo entre los dos personajes principales o la espectacular e inolvidable pelea de tartas final, pero también con otros momentos menos buenos, anodinos, como de transición. Y es que, en algunos momentos, "The great race" carece de la necesaria unidad narrativa pareciendo un serial metido dentro de una película.
No obstante, y pese al tiempo pasado desde su estreno, la película sigue conservando el poder de hacer reír... si uno se deja, un poder mágico que hace que el espectador le perdone sus defectos y quiera volver a asomarse a ella de cuando en cuando buscándose la tentadora posibilidad de una sonrisa.
Y buena parte de ese poder radica en la maravillosa presencia de Jack Lemmon y Peter Falk, que interpretan con histrionico talento al Profesor Fate y a su esbirro Max fatidicamente condenados a fracasar una y otra vez en su esfuerzo por superar al inigualable Leslie.
Siempre entretenida.
La maravillosa música de Henry Mancini también cuenta...
Y la pelea de tartas...
Debe ser divertido... Me lo apuntaré en la lista de cosas que me quedan por hacer.
Filmada en 1965, y adelantándose al menos un lustro a la moda "retro" que dentro del mundo del cine reivindicaría el pasado mudo del negocio, "The great race" se presenta, con su inicial dedicación a los geniales Laurel & Hardy, como un homenaje a las comedias del cine mudo y, en general, a la reivindicación de toda una época.
En sus aproximadamente dos horas y media de duración, hay espacio para todo: slapstick, persecuciones, gags, combates a espada, guerra de tartas y todo expresado a través del antagonismo que mantienen el apolíneo Gran Leslie (Tony Curtis) y el malvado Profesor Fate (Jack Lemmon) con motivo de una carrera de coches que les llevará por todo el mundo, desde Nueva York hasta París.
Como en aquellas viejas películas la historia de "The great race" es apenas una anécdota que sirve de soporte para las caídas y las trompadas de los personajes que la pueblan. Desgraciadamente, la película resulta demasiado larga, demasiado desigual, con maravillosos momentos como los iniciales que presentan el antagonismo entre los dos personajes principales o la espectacular e inolvidable pelea de tartas final, pero también con otros momentos menos buenos, anodinos, como de transición. Y es que, en algunos momentos, "The great race" carece de la necesaria unidad narrativa pareciendo un serial metido dentro de una película.
No obstante, y pese al tiempo pasado desde su estreno, la película sigue conservando el poder de hacer reír... si uno se deja, un poder mágico que hace que el espectador le perdone sus defectos y quiera volver a asomarse a ella de cuando en cuando buscándose la tentadora posibilidad de una sonrisa.
Y buena parte de ese poder radica en la maravillosa presencia de Jack Lemmon y Peter Falk, que interpretan con histrionico talento al Profesor Fate y a su esbirro Max fatidicamente condenados a fracasar una y otra vez en su esfuerzo por superar al inigualable Leslie.
Siempre entretenida.
La maravillosa música de Henry Mancini también cuenta...
Y la pelea de tartas...
Debe ser divertido... Me lo apuntaré en la lista de cosas que me quedan por hacer.
viernes, mayo 13, 2011
"El intercambio se presenta así, en el fondo, como un proceso de gasto sobre el que se desarrolló un proceso de adquisición. La economía clásica creyó que el intercambio primitivo se producía bajo la forma de trueque, pues no tenía, en efecto, ninguna razón para suponer que un medio de adquisición como el intercambio hubiera podido tener como origen, no la necesidad de adquirir sino la necesidad contraria de destrucción y de pérdida.
La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha sido arruinada más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que un gran número de economistas sigue considerando
arbitrariamente el trueque como el ancestro del comercio. Opuesta a la noción artificiál de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlach tomado de los indios del noroeste americano, que practican el tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia... El potlatch excluye todo regateo y, en general, está constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe devolver con usura.
(...)
Las consecuencias en el orden de la adquisición no son más que el resultado no querido —al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos— de un proceso dirigido en un sentido contrario. "El ideal, indica Mauss, sería dar un potlatch y que no fuera devuelto". Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles."
(La parte maldita. Georges Bataille)
Se da para que no pueda ser devuelto.
El que más tiene puede dar más y aquellos que están obligados a devolver no pueden responder con algo de mayor valor.
La autoridad del que más tiene se pone de manifiesto en el gasto de esa riqueza que se posee ante los ojos de la comunidad.
El primer intercambio se basaba en un proceso ritual de gasto, en absoluto se intercambiaba para acumular sino para todo lo contrario. La vergüenza era tener que acumular, porque, si se acumulaba, era porque no se había podido corresponder con una dádiva mayor.
La concepción tradicional de los orígenes de la economía no ha sido arruinada más que en fecha reciente, incluso muy reciente, por lo que un gran número de economistas sigue considerando
arbitrariamente el trueque como el ancestro del comercio. Opuesta a la noción artificiál de trueque, la forma arcaica del intercambio ha sido identificada por Mauss con el nombre de potlach tomado de los indios del noroeste americano, que practican el tipo más conocido. Instituciones análogas al potlatch indio o rastros de ellas han sido halladas con mucha frecuencia... El potlatch excluye todo regateo y, en general, está constituido por un don considerable de riquezas que se ofrecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo respondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe devolver con usura.
(...)
Las consecuencias en el orden de la adquisición no son más que el resultado no querido —al menos en la medida en que los impulsos que rigen la operación sigan siendo primitivos— de un proceso dirigido en un sentido contrario. "El ideal, indica Mauss, sería dar un potlatch y que no fuera devuelto". Este ideal es realizado por ciertas destrucciones en las cuales la costumbre consiste en que no tengan contrapartidas posibles."
(La parte maldita. Georges Bataille)
Se da para que no pueda ser devuelto.
El que más tiene puede dar más y aquellos que están obligados a devolver no pueden responder con algo de mayor valor.
La autoridad del que más tiene se pone de manifiesto en el gasto de esa riqueza que se posee ante los ojos de la comunidad.
El primer intercambio se basaba en un proceso ritual de gasto, en absoluto se intercambiaba para acumular sino para todo lo contrario. La vergüenza era tener que acumular, porque, si se acumulaba, era porque no se había podido corresponder con una dádiva mayor.
"La síntesis de la profusión y del cálculo es el centro comercial. El drugstore (o el nuevo centro comercial) realiza la síntesis de las actividades consumidoras, entre las cuales no es menor el shopping mismo, que el coqueteo con los objetos, el vagabundeo lúdico y las posibilidades combinatorias. En ese sentido, el centro comercial es más específico del consumo moderno que las grandes tiendas, en las cuales la centralización cuantitativa de los productos deja menos margen a la exploración lúdica. En las grandes tiendas, que conservan algo de la época en que nacieron —que fue la del acceso de amplias clases a los bienes de consumo corriente—> la yuxtaposición de los sectores, de los productos, impone una marcha más utilitaria. El centro comercial, en cambio, tiene un sentido muy diferente: no yuxtapone categorías de mercancía, practica la amalgama de los signos, de todas las categorías de bienes considerados como campos parciales de una totalidad consumidora de signos, en la que el centro cultural deviene parte integrante del centro comercial."
(La sociedad de consumo: sus mitos, sus estructuras. Jean Baudrillard)
(La sociedad de consumo: sus mitos, sus estructuras. Jean Baudrillard)
NO MIRES PARA ABAJO
No es fácil el cine de Eliseo Subiela... y no lo es precisamente desde la vertiente conceptual, que es de donde suelen proceder casi todas las complejidades expositivas, sino por la sobrerepresentada presencia de lo emocional, de la poesía, de la palabra poética en la realidad que Subiela construye imagen a imagen en sus películas.
El cine de Subiela vive una precaria existencia en la delgada línea que separa lo sublime de lo ridículo y esa existencia como no puede ser de otra forma siempre es difícil e incierta... y mucho más ahora, en este mundo-supermercado en el que vivimos, propuestas en las que la poesía forma parte de la vida, tienen un lugar tan real en las imágenes que se contemplan como la entrada en un café, resultan complicadas.
La propuesta de este director argentino discurre contracorriente, peor al mismo tiempo parece suceder firme en el tiempo con una producción constante de títulos allá en su argentina natal.
"No mires para abajo" en absoluto está entre lo mejor de la filmografía de Subiela.
Leandro, un joven soñador que no hace mas que ver el desconcertado fantasma de su padre recién muerto, acaba cayendo en una de sus excursiones nocturnas de sonámbulo en la cama de Elvira... y también terminará cayendo entre sus piernas.
Puedo intuir la intención que anima a Subiela: la construcción de un personaje, Leandro, que ante los reveses de la vida aprende la importancia del esfuerzo por sobreponerse a la decepción para mantenerse realmente vivo y en el mundo, en condiciones de disfrutar; el esfuerzo para evitar la decepción, el esfuerzo para no mirar hacia abajo, donde están las cosas que no suelen hacer tropezar, sino hacia arriba, donde suelen estar las cosas que nos hacen volar.
Y es una propuesta interesante, pero hay cosas que fallan en el tránsito de convertir esa propuesta en acto.
"No mires para abajo" resulta demasiado premiosa en su desarrollo, especialmente en todo lo que tiene que ver con las escenas de sexo/amor que Leandro y Elvira protagonizan durante buena parte de la película. Parece como si un ser tan aéreo como Subiela no supiera abordar al cuerpo a cuerpo que viven constantemente los dos protagonistas, produciendo imágenes morosas, poco creíbles, pura forma vacía que lastran con su peso de mármol de Carrara el vuelo de una historia que sin ellas hubiera resultado un más que interesante medio metraje.
Al final, Leandro comprenderá la importancia de no mirar hacia abajo con la ayuda del fantasma de su padre, impecablemente vestido y con un montón de discos de John Coltrane bajo el brazo, pero el espectador no entenderá que es lo que Leandro puede echar de menos de una Elvira que en absoluto está construida para llegar al espectador.
Nada recomendable si uno quiere ver una película de Subiela, para el resto... con reparos.
No es fácil el cine de Eliseo Subiela... y no lo es precisamente desde la vertiente conceptual, que es de donde suelen proceder casi todas las complejidades expositivas, sino por la sobrerepresentada presencia de lo emocional, de la poesía, de la palabra poética en la realidad que Subiela construye imagen a imagen en sus películas.
El cine de Subiela vive una precaria existencia en la delgada línea que separa lo sublime de lo ridículo y esa existencia como no puede ser de otra forma siempre es difícil e incierta... y mucho más ahora, en este mundo-supermercado en el que vivimos, propuestas en las que la poesía forma parte de la vida, tienen un lugar tan real en las imágenes que se contemplan como la entrada en un café, resultan complicadas.
La propuesta de este director argentino discurre contracorriente, peor al mismo tiempo parece suceder firme en el tiempo con una producción constante de títulos allá en su argentina natal.
"No mires para abajo" en absoluto está entre lo mejor de la filmografía de Subiela.
Leandro, un joven soñador que no hace mas que ver el desconcertado fantasma de su padre recién muerto, acaba cayendo en una de sus excursiones nocturnas de sonámbulo en la cama de Elvira... y también terminará cayendo entre sus piernas.
Puedo intuir la intención que anima a Subiela: la construcción de un personaje, Leandro, que ante los reveses de la vida aprende la importancia del esfuerzo por sobreponerse a la decepción para mantenerse realmente vivo y en el mundo, en condiciones de disfrutar; el esfuerzo para evitar la decepción, el esfuerzo para no mirar hacia abajo, donde están las cosas que no suelen hacer tropezar, sino hacia arriba, donde suelen estar las cosas que nos hacen volar.
Y es una propuesta interesante, pero hay cosas que fallan en el tránsito de convertir esa propuesta en acto.
"No mires para abajo" resulta demasiado premiosa en su desarrollo, especialmente en todo lo que tiene que ver con las escenas de sexo/amor que Leandro y Elvira protagonizan durante buena parte de la película. Parece como si un ser tan aéreo como Subiela no supiera abordar al cuerpo a cuerpo que viven constantemente los dos protagonistas, produciendo imágenes morosas, poco creíbles, pura forma vacía que lastran con su peso de mármol de Carrara el vuelo de una historia que sin ellas hubiera resultado un más que interesante medio metraje.
Al final, Leandro comprenderá la importancia de no mirar hacia abajo con la ayuda del fantasma de su padre, impecablemente vestido y con un montón de discos de John Coltrane bajo el brazo, pero el espectador no entenderá que es lo que Leandro puede echar de menos de una Elvira que en absoluto está construida para llegar al espectador.
Nada recomendable si uno quiere ver una película de Subiela, para el resto... con reparos.
miércoles, mayo 11, 2011
Buscas las palabras que te faltan
en el fondo del barril de tu boca,
pero nada encuentras.
Y mientras tanto estalla el sol.
Y los latidos del corazón
se te enredan en el pecho
componiendo un asfixiante galimatías
que te convierte en puro silencio.
No hay prisa.
Olvidaste la memoria de esos ojos
que te contemplan tan ciertos,
que te miran desde tan lejos.
Ahora eres otro.
Fue que prendió el tiempo.
en el fondo del barril de tu boca,
pero nada encuentras.
Y mientras tanto estalla el sol.
Y los latidos del corazón
se te enredan en el pecho
componiendo un asfixiante galimatías
que te convierte en puro silencio.
No hay prisa.
Olvidaste la memoria de esos ojos
que te contemplan tan ciertos,
que te miran desde tan lejos.
Ahora eres otro.
Fue que prendió el tiempo.
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