En un país tan espiritualmente atrasado como es el nuestro, es normal que el tema de la ofensa ocupe un lugar tan primordial y relevante.
Juan Escoiquiz fue el preceptor que Godoy eligió para dirigir la educación de Fernando VII y como casi todas las decisiones que tomara aquel, ésta no tardó en demostrarse como catastrófica.
Escoiquiz se convirtió en un maquinador de intrigas que, desde la barbarie muy propia del antiguo régimen, aplicó la inmoralidad no sólo a su vida sino a las vidas de los demás.
Pues traigo a colación a este Escoiquiz por ser él mismo vehículo de un pensamiento tradicional en el que el honor y su ofensa eran parte esencial.
En su "Tratado sobre las obligaciones del hombre" escrito en 1821, Escoiquiz escribe que entre esas obligaciones se inscribe el no ofender al otro en manera alguna, describiendo un repertorio de tres maneras posibles de ofender: persona, hacienda y honra.
Escribe Escoiquiz que:
"No hay cosa más importante ni más preciosa que la reputación; y así el quitarla a otro es muchas veces mayor delito que ofenderle en su hacienda o en su persona.
Por consiguiente cualquiera, así como debe cuidar de su propia fama con el mayor esmero, debe guardarse de perjudicar a la ajena"
Escoiquiz, un hombre del antiguo régimen, no vivía en un mundo en el que la libertad fuera parte esencial. Todo lo contrario. Vivía en un mundo cerrado en el que el control social era fundamental y ese control precisamente se ejercía por el seguimiento de un canon de pensamiento único medido a través de la expresión.
Porque la ofensa siempre era consecuencia de una falta de respeto que, a su vez, era consecuencia, de la no expresión de un orden establecido mediante la palabra
Y parece que más de dos siglos después hay personas que todavía piensan como Escoiquiz: poniendo por delante el efecto que la libre expresión de los demás tiene sobre su manera de pensar que esa misma libertad de expresarse.
Y escribo todo esto porque la obligación de no ofenderse debiera formar parte de los deberes de un ciudadano que forma parte de una sociedad abierta, acostumbrada desde el respeto a debatirlo todo.
La ofensa se produce porque alguien cree que hay cosas de las que no se puede hablar, que no se pueden tocar pero que ante sus ojos se sacan de los sagrarios y se manosean,
Así, la ofensa se convierte en una manera de impedir al otro que hable libremente de aquello de lo que no se debe hablar,
En el tema de la ofensa colisionan dos mundos: el que cree que hay cosas de las que no se debe hablar porque están más allá del hombre y el que cree que, desde el respeto, todo es susceptible de ser debatido.
Hay personas que creen que hay cosas de las que no se puede hablar y otros que creen que se puede hablar de todo.
Seguro que pocas eran las cosas que ofendían a un humanista como Montaigne, consciente siempre de no estar nunca en lo cierto, pero la raíz de la ofensa precisamente está ahí: en la certeza de una verdad absoluta que no debe ser manoseada y ensuciada por la palabra del hombre.
Algo bastante medieval cuya sombra se proyecta hasta nuestros días buscando que de algunas cosas no se pueda hablar,
La obligación de no ofender al otro va en paralelo a otra obligación: la de no ofenderse con las palabras de ese mismo otro.
La voluntad de escuchar y enfrentarse a la relatividad del propio pensamiento, a la posibilidad de no estar en lo cierto debería por si sola impedir que nos sintiéramos ofendidos.
La voluntad de saber debiera llevarnos a no impedir que el otro hable, a querer escuchar.
Una de las grandes lecciones que Montaigne ofrece a la posteridad es aceptar la falibilidad, el relativismo, el fracaso, el error como parte consustancial al propio pensamiento librándolo del oscurantismo que siempre trae consigo la infalibilidad del dogma.
¿Prefieres a Escoiquiz o a Montaigne?
¿Prefieres que el otro calle o escuchar?