lunes, julio 21, 2025

Ucrania: Las consecuencias de un identidad fragmentada


Introducción Ucrania es, en muchos sentidos, un país frontera: una tierra donde convergen herencias históricas, religiosas y lingüísticas profundamente distintas. Desde su independencia en 1991, ha convivido con una dualidad estructural: una región occidental de raíz galiciana, nacionalista y proeuropea, y un oriente rusófono, con una cultura marcada por el legado soviético y los vínculos con Moscú. Esta tensión, latente durante décadas, se exacerbó tras el Euromaidán de 2014, y terminó por convertirse en un conflicto armado. Mientras tanto, Occidente, y en particular la OTAN, decidió utilizar esta Ucrania frágil y dividida como pieza de su estrategia geopolítica, sin atender a su complejidad interna.

Este artículo propone una comparación con Bélgica, otro país marcado por profundas divisiones culturales e históricas. Pero a diferencia de Ucrania, Bélgica optó por institucionalizar la diferencia, desarrollando un modelo federal que, con todas sus tensiones, evitó el colapso del Estado. La pregunta es inevitable: ¿qué habría pasado si Ucrania hubiese seguido un camino similar?

1. Bélgica: país de diferencias gestionadas Desde su independencia en 1830, Bélgica ha estado dividida entre flamencos neerlandófonos y valones francófonos. Estas diferencias no eran solo lingüísticas, sino también económicas, religiosas y simbólicas. En lugar de imponer una identidad nacional homogénea, el Estado belga desarrolló, a partir de los años 70, un complejo modelo federal que reconoce la autonomía de las regiones y comunidades lingüísticas. A pesar de sus crisis políticas, Bélgica no ha caído en la violencia ni la secesión. Ha encontrado una manera -imperfecta, pero funcional- de convivir con la pluralidad.

2. Ucrania: historia de una frontera nunca resuelta A diferencia de Bélgica, la historia de Ucrania está marcada por el desarraigo y la imposición externa. Galitzia, en el oeste, perteneciente al Imperio Austrohúngaro y luego a Polonia, desarrolló un nacionalismo ucraniano de matriz católica y europeísta. El este y el sur, por el contrario, fueron incorporados al Imperio ruso y luego a la Unión Soviética, con una fuerte urbanización industrial y una cultura rusófona dominante. Desde la independencia, estas dos Ucrania coexistieron en una frágil equilibro electoral, sin una solución institucional estable.

3. Un Estado frágil: identidad incierta y soberanía volátil El Estado ucraniano nunca terminó de definir una arquitectura que reconociera su pluralidad interna. En vez de un federalismo asimétrico o un modelo de autonomías, se optó por una noción centralizada de soberanía basada en una identidad ucraniana homogénea. Las elecciones sucesivas entre candidatos prorrusos y prooccidentales mostraban un país dividido, sin mecanismos reales de integración o representación mutua. En ese contexto, Ucrania era un Estado volátil, sin una base de cohesión suficientemente robusta.

4. El papel de Occidente: expansión sin precaución Pese a esta fragilidad, la OTAN y la Unión Europea impulsaron una lógica de expansión hacia el este que incluyó a Ucrania como frontera estratégica frente a Rusia. El Euromaidán de 2014, con su estética liberal y proeuropea, fue leído en Moscú como una operación de cambio de régimen apoyada por Occidente. Lo cierto es que no se ofreció a Ucrania una vía neutral, ni un modelo que permitiese integrar a sus dos mitades. Al contrario, se apoyó sin matices el nuevo rumbo, empujando al Estado hacia una reafirmación nacional que dejó fuera a millones de ciudadanos de cultura rusa.

5. La afirmación nacional como exclusión simbólica Tras 2014, el nuevo poder ucraniano impulsó una serie de reformas orientadas a reforzar la identidad nacional: ley de lengua oficial (2019), descomunización del espacio público, rehabilitación de figuras nacionalistas del oeste. Aunque comprensibles en clave soberanista, estas medidas fueron vividas en muchas zonas del este como una imposición cultural. El Estado no reprimió directamente a la población rusófona, pero sí deslegitimó su historia, su lengua y sus vínculos culturales, reforzando la percepción de exclusión.

6. Donbás: cuando la identidad se convierte en frente de guerra El conflicto en el Donbás fue el resultado de esa ruptura. El levantamiento separatista tuvo raíces internas: miedo, resentimiento, percepción de haber sido desplazados del pacto nacional. La respuesta del Estado fue militar, no política. No hubo oferta federal, ni negociación realista. Ucrania había optado por un modelo de identidad excluyente, y el conflicto lo radicalizó. La guerra, que comenzó como interna, se transformó en internacional por causa de la intervención rusa en socorro del bando culturalmente ruso, pero tuvo un origen estructural en la falta de reconocimiento de la pluralidad.

7. El principio de “proteger a los tuyos”: el espejo occidental Rusia justificó su intervención en nombre de la protección de los rusófonos. Es un argumento cuestionable, pero no inédito. La historia está llena de intervenciones occidentales con el mismo pretexto: Kosovo, Libia, Irak, Chipre, los Sudetes. La hipocresía del orden internacional hace que algunas acciones sean toleradas y otras condenadas, no por su legitimidad, sino por quién las ejecuta. Eso no absuelve a Rusia, pero obliga a ver el conflicto no como exótico ni perverso, sino como parte de una lógica global donde los principios se usan según convenga.

8. Conclusión: cuando no se institucionaliza la diferencia, la historia se rompe Ucrania no fracasó por ser un país plural, sino por no haber querido serlo institucionalmente. Al optar por una noción excluyente de identidad nacional, y al ser utilizada por potencias externas como herramienta estratégica, terminó por quebrarse. Bélgica, con todos sus problemas, muestra que es posible articular una convivencia conflictiva pero estable. Ucrania, por el contrario, revela el precio de ignorar la diferencia: cuando no se le da forma política, acaba por estallar en forma de guerra.

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