domingo, febrero 23, 2014

Picnic en Hanging Rock

La carrera del australiano Peter Weir está jalonada de grandes películas, pero, y del conjunto de todas las que he visto -que son unas cuantas-, "Picnic en Hanging Rock" es la mejor.

Dirigida en 1975, y basada en una novela de culto del mismo titulo escrita por Joan Lindsay, la película cuenta un extraño suceso acaecido el día de San Valentín del año 1900. Formando parte de una excursión a Hanging Rock, un milenario monumento geológico vórtice de la religiosidad aborigen australiana, dos alumnas y una profesora desaparecen sin dejar rastro en el laberíntico interior del mencionado espacio natural.

La historia no da ninguna solución, las niñas y la profesora desaparecerán para siempre, limitándose a mostrar los efectos que semejante e inexplicable evento tienen para todos los que de alguna manera se ven afectados por él.

Ya he escrito alguna vez que, para mi gusto, el principal talento de Weir es la construcción, desde la pura sugerencia, de misteriosas atmósferas que ejercen un poderoso influjo sobre las historias que se narran en ellas (recuerdo el episodio de la calma en "Master and Commander"), cuando no se convierten en la historia misma (esa selva indómita de "La costa de los mosquitos"). "Picnic en Hanging Rock" es un ejemplo paradigmático de esta segunda tipología.

En el cine de Weir, la atmósfera que envuelve la historia, casi siempre identificada con la naturaleza, es un personaje más, un personaje que tiene cosas que decir pero también cosas que callar, ejerciendo como comento una influencia siempre relevante y, por sus propias características, de carácter holístico.

En este sentido, "Picnic en Hanging Rock" es pura y absoluta atmósfera.

Las cosas suceden pero sin terminar de concluir. No es posible realizar un tranquilizador cierre racional, abriendo un espacio para lo mágico y lo misterioso, pareciendo como si las adolescentes del internado victoriano, prototipo máximo de la exigencia normativa de una cultura racional, se disolviesen al contacto telúrico de las rocas de Hanging Rock.

En este sentido, son fantásticos e inolvidables los momentos en que las adolescentes se pierden entre las rocas, desnudándose progresivamente de las ropas que su cultura moralista les exige llevar como metáfora de un control racional que lentamente va disolviéndose merced a la silenciosa influencia de la roca volcánica que compone Hanging Rock.

Aqui Weir lo da todo y lo da muy bien, mostrando una suerte de posesión nada diabólica sino placentera en que las mujeres parecen abandonarse a sí mismas, a la naturaleza y a la escondida realidad subitamente descubierta de sus propios cuerpos al sol.

El punto final de semejante proceso es la retirada del corsé, momento culminante en el que quizás las mujeres llegan a desaparecer expandiendose metafóricamente hasta confundirse con la propia totalidad del espacio tras la retirada de la constricción cultural que supone esa parte de su vestimenta.

Siempre he entendido Hanging Rock desde este punto de vista.

La existencia silenciosa de fuerzas más poderosas que la fuerza de la cultura en la que encuentra amparo el ser humano. Fuerzas que también tienen algo que decir en el cine de Peter Weir, seguramente el cineasta más en el sentido más amplio de la palabra ecológico de todos los que conozco. Fuerzas que se identifican con lo inefable, lo incorrecto o con el pecado y que, sin embargo, forman parte de nuestra esencia como seres vivos.

Tras la ocurrencia de semejante evento, pasamos enseguida a la progresiva desesperación ante el misterio que lentamente va apoderándose del entorno. Una desesperación que sin duda tiene sus raíces en la obstinación de lo irracional a no disolverse en lo racional, en la imposibilidad de encontrar a las mujeres y por extensión a la imposibilidad siquiera de encontrar una explicación que cierre la espiral de incertidumbre.

Así, el evento de Hanging Rock hace imposible el tranquilizador cierre que produce lo racional, exponiendo el entendimiento a una intemperie compuesta por lo inefable por impronunciable o carente de sentido.

En esta segunda parte, la más larga de las dos, la película pasa de una solaridad misteriosa y ensimismada a una densa oscuridad gótica centrada fundamentalmente en el internado y en su directora, la señora Appleby, magníficamente interpretada por Rachel Roberts.

Esta oscuridad encierra un morboso proceso de descomposición en el que lo no dicho, bien porque no se sabe o porque se teme decir, se metastiza hasta reventar el esfuerzo de la superficie racional de los sujetos que terminan reconociendose expuestos ante lo incierto y, como consecuencia, descompuestos en un dramático final que pone un oscuro contrapunto a la despreocupada luminosidad inicial.

Obra maestra.


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