Las falsas raíces rojas del fascismo



Cada cierto tiempo alguien reaparece, con más valor que vergüenza y con la misma tesis: el fascismo nació de la izquierda.

Las pruebas son siempre las mismas: Mussolini fue socialista; el partido de Hitler se llamaba “nacionalsocialista”; la Falange tomó sus colores —rojo y negro— de los anarquistas.

Todo eso es cierto.
Y, a la vez, profundamente engañoso.
Porque la biografía, el nombre o los símbolos no definen la ideología: lo que importa es el sentido que se les dio.

La ilusión superficial

Mussolini militó en el Partido Socialista Italiano, sí, pero su ruptura con la izquierda llegó cuando abrazó el nacionalismo intervencionista en 1914.
Aquello no fue evolución, sino traición: el paso del internacionalismo obrero al mito de la nación.
Desde entonces, la guerra sustituyó a la revolución y la jerarquía militar ocupó el lugar de la igualdad.

El “socialismo” del NSDAP fue aún más hueco.
Hitler usó la palabra como señuelo para atraer a obreros descontentos, pero su ideología se basaba en la raza, no en la igualdad social.
Su “socialismo” era biológico, no político.
En 1934, durante la Noche de los Cuchillos Largos, la facción obrerista de los hermanos Strasser fue aniquilada.
El nazismo quedó así fijado como lo que siempre fue: un movimiento ultranacionalista, racista y contrarrevolucionario.

El nivel profundo: los préstamos de la revolución

Y, sin embargo, algo de verdad hay cuando se dice que el fascismo “tomó cosas” de la izquierda. Pero estas profundidades quedan lejos del alcance de la mayoría de esos maquinarias. Hay que leer libros diferentes a los de siempre.
Y lo cierto es que las tomó, pero no en su ideología, sino en su gramática de la acción.

A comienzos del siglo XX, el sindicalismo revolucionario de Georges Sorel y ciertos anarquismos de acción compartían algunos rasgos con lo que luego serían los fascismos:

  • el rechazo del parlamentarismo,

  • la exaltación del mito como motor de masas,

  • la legitimidad de la violencia como acto moral.

Sorel veía en la huelga general un mito redentor, una imagen capaz de movilizar a los trabajadores por encima de la razón.
Mussolini comprendió el poder de ese mito y lo invirtió: donde Sorel decía clase, él dijo nación; donde Sorel veía una violencia emancipadora, él vio una violencia fundacional del Estado.
El fascismo parasitó el lenguaje de la revolución para convertirlo en contrarrevolución.

El contexto olvidado: por qué el fascismo necesitó ese lenguaje

El fascismo no surgió en el vacío, sino como respuesta tardía a una amenaza real.
Cuando Mussolini fundó los Fasci di Combattimento en 1919, Italia llevaba dos años de agitación revolucionaria.
Las fábricas estaban ocupadas, los sindicatos controlaban ciudades enteras, el Partido Socialista crecía exponencialmente.
En Alemania, la Revolución Espartaquista de 1919 había estado a punto de derribar el Estado.
Por toda Europa, las masas obreras ya estaban movilizadas, organizadas y radicalizadas por la izquierda.

El fascismo llegó después.
Y llegó porque las élites tradicionales —industriales, terratenientes, militares— comprendieron que el viejo conservadurismo no bastaba para contener la marea roja.
No podían enfrentarse a las masas con discursos sobre el orden natural: esas masas ya no les escuchaban.

Necesitaban competir en el mismo terreno.
Necesitaban un movimiento de masas propio.

Por eso el fascismo adoptó la estética revolucionaria: las marchas, las camisas de color, los mítines multitudinarios, el culto a la acción directa, el lenguaje épico de la transformación radical.
No fue un capricho estético, sino una necesidad táctica.
El fascismo era la contrarrevolución disfrazada de revolución, porque solo así podía disputarle las calles a la izquierda.

Era una apropiación, no un origen.
Una inversión, no una evolución.

Y esta apropiación era posible porque el fascismo no tenía escrúpulos ideológicos: su único norte era el poder.
Mientras el socialismo debatía doctrina y el anarquismo rechazaba toda jerarquía por principio, el fascismo tomaba lo que funcionaba de cada lado y lo fundía en una amalgama nacionalista y autoritaria.
Su “modernidad” era reactiva: una respuesta del pánico burgués ante la posibilidad real de la revolución obrera.

Coincidencias instrumentales, no fraternidades ideológicas

Coincidir en un medio no implica compartir un fin.
La dinamita no tiene ideología: depende de dónde la pongas.

Para el anarquista o el soreliano, la violencia era una ruptura emancipadora contra el poder.
Para el fascista, era un acto de purificación al servicio del Estado y la Patria.

Coincidían en la forma, no en el sentido.
Y esa diferencia no fue teórica: se resolvió en las calles, a golpes y a tiros.

Cuando las ideas se encontraron, se mataron

En la Italia del Biennio Rosso (1919–1921), los anarquistas y sindicalistas revolucionarios fueron las primeras víctimas de las bandas fascistas.
Los squadristi de Mussolini —formados por excombatientes, nacionalistas y exsocialistas arrepentidos— recorrieron el norte del país incendiando sedes sindicales, persiguiendo cooperativas y asesinando dirigentes obreros.
Los Arditi del Popolo, milicias obreras en las que se integraban anarquistas y sorelianos, combatieron durante días contra miles de camisas negras en Parma y otras ciudades.
Perdieron.
Y muchos de ellos fueron encarcelados, exiliados o ejecutados.

Los propios sorelianos históricos tampoco acompañaron a Mussolini.
Arturo Labriola, Angelo Oliviero Olivetti o Alceste De Ambris —antiguos discípulos de Sorel— rompieron con el fascismo al ver que su “revolución nacional” era, en realidad, una contrarrevolución burguesa.
Los fascistas no se reconocieron en ellos: los golpearon como a los demás.
El sorelismo, más que raíz del fascismo, fue una fuente traicionada y vaciada.

En Alemania, los anarquistas y socialistas libertarios fueron aniquilados desde el primer día del Tercer Reich.
El poeta anarquista Erich Mühsam, símbolo de la revolución bávara de 1919, fue torturado y asesinado en el campo de Oranienburg.
El filósofo Gustav Landauer había sido ejecutado en 1919 por los Freikorps, las milicias nacionalistas que luego alimentarían al nazismo.
Hitler y sus hombres veían en ellos la encarnación del caos y del “espíritu judío-bolchevique” que debía ser extirpado.

La fascinación española

En España, la historia se repite como eco estético.
Ramiro Ledesma Ramos, fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS), admiraba abiertamente a los anarquistas por su pureza de acción y su desprecio por el cálculo.
Veía en ellos la energía heroica que el conservadurismo burgués no tenía.
Por eso adoptó sus colores rojo y negro, símbolo del anarquismo ibérico, y los convirtió en emblema del nacional-sindicalismo: la unión imposible de revolución y jerarquía, sacrificio y obediencia.

Cuando las JONS se fusionaron con la Falange de José Antonio Primo de Rivera en 1934, esa estética combativa —colores, consignas, culto a la acción— pasó a integrarse en el nuevo movimiento.
La fascinación inicial de Ledesma por la épica libertaria quedó absorbida por la retórica de Estado de la Falange.

Pero en la práctica, falangistas y anarquistas se mataron en las calles antes de la Guerra Civil y durante ella.
Los colores que habían nacido como emblema libertario terminaron ondeando sobre los pelotones que fusilaban a los libertarios.

La gran inversión

Ahí está el núcleo del malentendido: el fascismo no fue una rama desviada de la izquierda, sino su inversión simbólica.
Usó su lenguaje —la acción, la épica, la violencia, el mito—, pero lo orientó hacia el orden, la obediencia y la pureza nacional.
Donde la izquierda veía emancipación, el fascismo vio disciplina.
Donde el anarquismo veía libertad, el fascismo impuso jerarquía.
Donde el sorelismo soñaba con un pueblo que se redime por sí mismo, el fascismo fabricó un pueblo que se disuelve en el Estado.

Y lo hizo precisamente porque las masas ya hablaban ese idioma revolucionario.
El fascismo no lo inventó: lo robó, lo vació de contenido emancipador y lo llenó con nacionalismo, racismo y culto al poder.

Lo que queda

Por eso los historiadores ubican al fascismo en la extrema derecha totalitaria, pese a sus ropajes revolucionarios.
Su función histórica no fue liberar, sino disciplinar; no cuestionar el poder, sino sacralizarlo.

Las coincidencias estéticas o tácticas —los colores, los mitos, las consignas— solo prueban que el fascismo fue, en el fondo,
una rebelión de la derecha con herramientas aprendidas de la izquierda:
una contrarrevolución que hablaba el idioma de sus enemigos para destruirlos desde dentro.

No porque naciera de ellos, sino porque llegó después y comprendió que, para vencerlos, primero debía imitarlos.

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