El rey que vino de Washington
Washington había aprendido la lección en Lisboa: un régimen autoritario que cae sin sucesor puede abrir la puerta a lo imprevisible.
Cuando Franco agonizaba, Estados Unidos no quería otro Portugal en el sur de Europa. Necesitaba una transición controlada, con rostro moderno y lealtad atlántica.
Juan Carlos I ofrecía exactamente eso: continuidad sin rigidez, cambio sin ruptura.
Mucho antes de jurar como rey, ya figuraba en los informes del Departamento de Estado como “la mejor garantía de estabilidad”.
La historia de la Transición española no empieza en El Pardo, sino en Washington.
Cuando Franco agonizaba, España no era un asunto interno. Era una pieza en el tablero de la Guerra Fría.
Estados Unidos llevaba más de dos décadas utilizando sus bases en Rota, Torrejón y Morón como nodos esenciales de la defensa del Mediterráneo, y no estaba dispuesto a perder esa posición estratégica en el tránsito hacia la democracia.
En ese contexto, la figura del entonces Príncipe Juan Carlos apareció ante Washington como la única garantía de continuidad sin inmovilismo: alguien que podía ofrecer una “evolución controlada” del régimen sin poner en riesgo la inserción atlántica del país.
Esa percepción no fue casual. Fue el resultado de una serie de contactos discretos, viajes y evaluaciones diplomáticas que hoy pueden reconstruirse gracias a los cables y memorandos desclasificados del Departamento de Estado.
El proyecto occidental
Desde finales de los años sesenta, la embajada estadounidense en Madrid había identificado a Juan Carlos como una apuesta viable para la “liberalización ordenada” del franquismo.
Un cable del 12 de agosto de 1969 (Telegram 1591, Madrid–Washington) ya lo describía como un “joven con formación moderna, pragmático, influido por los tecnócratas del Opus Dei y aceptable para el ejército”.
La instrucción era clara: mantener una relación fluida con su entorno y garantizar que, llegado el momento, España siguiera siendo una monarquía occidental, no un experimento nacionalista o neutralista.
Los informes de la CIA y del Policy Planning Staff del Departamento de Estado coincidían: el peligro no era una insurrección comunista —el PCE estaba debilitado— sino una implosión del sistema franquista que dejara el país a la deriva, como había ocurrido en Portugal.
Kissinger, entonces asesor de seguridad nacional, recibió esa advertencia con precisión de relojero: “debemos cultivar a Juan Carlos”, anota un memorandum de 1971, coincidiendo con la visita del príncipe a Estados Unidos.
El viaje tuvo un propósito más geopolítico que protocolario: consolidar ante la Casa Blanca la idea de que la futura España sería parte del bloque occidental, aunque no ingresara todavía en la OTAN.
Kissinger, Carrero y el heredero
La muerte de Carrero Blanco en diciembre de 1973 reforzó esa línea.
Los cables enviados desde Madrid en los meses siguientes muestran que Washington veía en Juan Carlos el único factor de estabilidad.
Uno de ellos, fechado en enero de 1974, informaba que “la figura del príncipe aparece como la única capaz de estabilizar el sistema”.
Cuando Kissinger viaja a Madrid poco después, se entrevista con Franco y con el heredero. El memorando de conversación, conservado en los archivos del Foreign Relations of the United States (FRUS, vol. E-12), recoge su impresión: “el príncipe parece serio, prudente y occidentalizado; entiende la necesidad de continuidad, pero también de apertura”.
Esa valoración no es menor: mientras los sectores inmovilistas del régimen se aferraban a la figura del almirante Carrero y a la alianza con el Vaticano, Kissinger veía en la monarquía la pieza que permitiría mantener las bases, asegurar la cooperación militar y evitar una “iberización” del caso portugués.
La operación Transición
Cuando Franco muere en noviembre de 1975, la posición de Washington ya está tomada.
El telegrama 7063 de la embajada en Madrid, fechado el 22 de noviembre, resume la orientación oficial:
“Juan Carlos enjoys our full confidence; he can be a stabilizing factor acceptable to both the military and moderate opposition.”
Pocos días después, Kissinger informa al presidente Ford de que “el nuevo rey es la mejor garantía de que España continuará siendo parte del mundo occidental”.
No hay aquí una visión romántica de la democracia, sino una operación de ingeniería política: sostener al monarca para evitar cualquier deriva neutralista o de izquierdas.
La embajada, dirigida entonces por Wells Stabler, se convierte en un canal directo entre la Casa Blanca y Zarzuela. Los contactos son constantes y discretos.
En palabras del propio Stabler, citadas por Charles Powell, “el rey entendió mejor que nadie que su legitimidad dependía tanto del consenso interno como de la aceptación internacional”.
Y esa aceptación pasaba, en 1975, por Washington.
España en el mapa atlántico
El resultado fue un proceso de transición que, más allá de su narrativa democrática, respondió también a una necesidad geoestratégica.
España se transformó, sí, pero dentro de los márgenes definidos por el bloque occidental.
La legalización del PCE o las elecciones de 1977 no alteraron esa coordenada: lo decisivo fue que el país mantuviera sus compromisos de defensa y su alineamiento con la OTAN, que se formalizaría años después.
Desde el punto de vista estadounidense, la Transición fue una historia de éxito: una dictadura anticomunista convertida en monarquía parlamentaria sin perder un solo radar, un solo puerto ni un solo vuelo estratégico.
Y en el centro de esa operación —discreta, eficaz, profundamente política— estuvo Juan Carlos I: el rey atlántico, la figura que tradujo la lógica de la Guerra Fría en legitimidad monárquica.
Fuentes consultadas
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Foreign Relations of the United States (FRUS), 1969–1976, Western Europe, Vol. E-12 y E-15.
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Powell, Charles. El amigo americano: España y Estados Unidos de la dictadura a la democracia. Taurus, 2011.
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Preston, Paul. Juan Carlos: el rey de un pueblo. Debate, 2003.
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Tusell, Javier. Juan Carlos I: la restauración de la Monarquía. Temas de Hoy, 1995.
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