El milagro contable de Milei y la economía del impago




Javier Milei no redujo la deuda: la reetiquetó.

Su “milagro contable” se sostiene sobre dos pilares: no pagar lo que se debe y refinanciar lo que queda.
El superávit que exhibe es el efecto contable de un impago estructural, no el síntoma de una economía sana.
La macro sonríe en los informes del Ministerio de Economía mientras la micro se vacía de vida.
Argentina vive, otra vez, el espejismo de la solvencia: números ordenados sobre un país en ruinas.

El proyecto económico de Javier Milei se sostiene sobre una fe: la de que ordenar las cuentas públicas equivale a ordenar la economía.
Que si los balances lucen saneados, el país lo está.
Que la solvencia contable puede sustituir a la producción real.

Es una utopía. No en el sentido romántico, sino en el literal: un lugar que no existe, un equilibrio imposible, una promesa que colapsa al intentar realizarse.

Milei ha logrado fabricar un superávit fiscal mientras la economía se contrae.
Ha “reducido” la deuda sin pagarla.
Ha exhibido disciplina financiera sobre un país que se empobrece.
Los números ordenados conviven con calles desiertas, comercios cerrados y pobreza en ascenso.

¿Cómo es posible?
Mediante un artefacto de contabilidad creativa: el impago sistemático disfrazado de virtud fiscal, la refinanciación presentada como reducción y la recesión convertida en mérito.

Bienvenidos a la economía donde el mapa importa más que el territorio.
Donde gobernar es contabilizar.
Donde la realidad debe ajustarse a los números, y no al revés.

El mecanismo: contabilidad sin economía

El doble truco

El relato mileísta se construye sobre un doble movimiento aparentemente mágico: el país “reduce” su deuda sin pagarla, genera superávit sin crecer y exhibe solvencia mientras la economía se hunde.

El secreto no está en la economía, sino en la contabilidad.

Primer movimiento: el impago sistemático

El gobierno corta transferencias a provincias, licúa jubilaciones, suspende obras, congela pagos a contratistas, retiene fondos a universidades y desfinancia el sistema de salud.
Cada una de esas medidas libera caja inmediata.

En los balances del Ministerio de Economía, ese “ahorro” figura como superávit primario.
En la realidad, es una red institucionalizada de incumplimientos.
El Estado deja de pagar lo que debe.
Al no cumplir sus obligaciones, no necesita endeudarse para afrontarlas.
No requiere dólares porque no desembolsa pesos.

Así nace la primera mitad del milagro contable: la austeridad como virtud.
El déficit baja no por eficiencia, sino por abstinencia.

Segundo movimiento: la refinanciación perpetua

Lo que no se puede evitar pagar se reprograma.
El Tesoro renegocia vencimientos, canjea títulos y traslada los pagos a plazos más largos.
Esa extensión temporal permite “bajar” el volumen de deuda exigible en el corto plazo, lo que contablemente se presenta como reducción del stock total.

En apariencia, el país debe menos.
En la práctica, debe lo mismo durante más tiempo y con más intereses.
Se sustituye la insolvencia inmediata por un compromiso prolongado.
En lugar de restar deuda, se la diluye en el tiempo, con una capa de tecnicismo financiero que convierte la postergación en logro.

El círculo cerrado

Así se completa el artificio:

  • No se paga lo pendiente (para no endeudarse hoy).

  • Lo impagado se reprograma (para que parezca resuelto).

  • El resultado es un Estado que aparenta sanear sus cuentas cuando en realidad las congela bajo nuevas etiquetas.

La deuda no desaparece: se aplaza y se disfraza.
El equilibrio fiscal no se construye sobre reforma estructural, sino sobre suspensión contable.
No es un cambio, es una pausa. Una fotografía que se presenta como película.

La paradoja circular: el superávit que se devora a sí mismo

Aquí aparece la primera fisura lógica del sistema.
Los defensores del modelo sostienen que el superávit servirá eventualmente para pagar las obligaciones suspendidas.
Es una promesa reconfortante.
También es matemáticamente imposible.

El superávit existe porque no se paga.

Si el Estado pagara lo que debe a provincias, jubilados, contratistas y universidades, el superávit desaparecería al instante.
Es como decir: “Ahorré mucho dinero dejando de pagar el alquiler, la comida y los servicios. Y con ese ahorro pagaré el alquiler, la comida y los servicios”.

La trampa circular:

No pagar → genera superávit Superávit → promete pagar Pagar → destruye superávit Sin superávit → vuelve déficit Déficit → requiere deuda nueva

El sistema se devora a sí mismo.
Si no pagan, mantienen el “superávit virtuoso” pero acumulan deuda implícita.
Si pagan, destruyen el superávit y vuelven al déficit.
No hay salida dentro de la lógica contable pura.
El equilibrio mileísta funciona solo mientras no se ejecute.
Es contabilidad de Ponzi: promete rendimientos futuros basándose en no cumplir compromisos presentes.

La pieza que falta: la economía productiva

Para romper el círculo sin colapsar, se necesita introducir algo desde fuera del Excel: riqueza nueva.

Una economía que produce más genera:

  • Empleo → salarios → consumo.

  • Consumo → actividad → recaudación.

  • Recaudación → capacidad de pagar sin destruir el superávit.

Esa es la única salida real: expandir la base productiva.

Pero las políticas de Milei hacen exactamente lo contrario.

El superávit estéril: cuentas ordenadas sobre ruinas

El ajuste no expande: comprime.
No crea capacidad productiva nueva: destruye la existente.
Salarios que caen, jubilaciones licuadas, pymes sin crédito, demanda colapsada, empleo en retroceso.

El resultado es un equilibrio perverso: un superávit fiscal que convive con contracción económica.
Las cuentas lucen ordenadas sobre una economía que se achica.

Es la macroeconomía que sonríe en los informes ministeriales mientras la microeconomía se asfixia en las calles.

La doctrina del shock sin redención

El modelo se inscribe en la “doctrina del shock”: dolor ahora, prosperidad después.
Pero el shock de Milei carece de segunda fase: solo hay destrucción.

Cae el consumo, se evapora el empleo, cierran empresas, la pobreza supera el 50 %.
No hay construcción de un nuevo modelo productivo, ni inversión en sectores estratégicos, ni creación de empleo genuino.

El shock no es transición: es política en sí misma.
No se está desmantelando un Estado ineficiente para construir uno funcional, sino suspendiendo el Estado sin reemplazarlo por nada.

La economía del odio como anestesia

Como analicé en La economía del odio y El bufón y el vacío, el mileísmo ha logrado algo inédito: politizar el sufrimiento económico.

La austeridad se vive como pureza moral.
El sacrificio como prueba de fe.
La polarización actúa como anestésico: la mitad del país prefiere la ruina antes que admitir que el relato fracasa.
El resultado es un orden social invertido: la pobreza se justifica como virtud y el impago se celebra como éxito.

Los efectos: la foto macro sobre las ruinas micro

En el corto plazo, el artificio funciona:
baja el riesgo país, se desacelera la inflación, suben las reservas brutas, el FMI aplaude, el déficit se convierte en superávit.

Pero debajo de esa superficie:

  • el consumo cae,

  • el empleo formal se erosiona,

  • las pymes cierran,

  • la pobreza crece.

Cada punto de superávit tiene un correlato humano:
un jubilado que no llega a fin de mes, una provincia sin hospitales, una universidad sin calefacción, un contratista fundido.

El equilibrio actual es hielo fino: depende de tres condiciones simultáneas:

  1. Que el Estado siga sin pagar.

  2. Que la recaudación no se derrumbe.

  3. Que la recesión mantenga deprimida la demanda.

En cuanto uno de esos pilares se rompa, el castillo se viene abajo.
Lo congelado se descongela.
Y lo diferido vuelve como deuda, con intereses y con conflictividad social acumulada.

El mérito técnico y el fracaso económico

Hay que reconocerlo: Milei ha sido eficaz en lo que se propuso.
Ha generado superávit sin crédito externo y en plena recesión.
Pero su éxito técnico es también su límite económico.
Ha inventado una solvencia sin pagos y un superávit sin crecimiento.

En términos técnicos, estabilizó el presente.
En términos económicos, hipotecó el futuro.

La factura ya está escrita:

  • la deuda no baja, se transforma;

  • los intereses se acumulan;

  • el tejido productivo se destruye;

  • el país se empobrece mientras los balances sonríen.

Es una victoria contable que prepara una derrota económica.

La apuesta que no llega: el milagro de los dólares ausentes

La utopía contable de Milei tiene una esperanza: que este “ordenamiento macro” basado en lo contable atraerá inversión extranjera masiva que reactivará la producción desde afuera.
Es la versión argentina del trickle-down economics: primero destruir, después esperar que llueva inversión.

Es construir la casa por la ventana.

Los datos, sin embargo, son contundentes:
la Inversión Extranjera Directa cayó 54 % en 2024 y en los primeros meses de 2025 registró un saldo negativo de 1.679 millones de dólares, el peor en una década.
Las empresas que ya operaban en el país usaron la liberalización cambiaria no para invertir más, sino para repatriar utilidades y saldar deudas con sus casas matrices.

El RIGI promete miles de millones, pero concentrados en sectores extractivos (Vaca Muerta, litio, minería) con poco empleo y casi nulo derrame al mercado interno.
No son inversiones productivas: son enclaves exportadores al margen del tejido nacional.

La ironía es devastadora: Milei destruyó la demanda interna esperando que llegaran dólares externos a reemplazarla.
Pero los dólares no vienen.
O peor: se van.

Para 2025, la “segunda fase” repite la apuesta:

  • bajar impuestos,

  • levantar el cepo con dólares del FMI,

  • confiar en que la desregulación obrará el milagro.

Si los dólares privados no llegan, los prestará el FMI.
La ausencia de inversión se convierte así en más deuda pública.

El superávit fiscal no atrae producción: atrae elogios.
Del FMI, de los mercados, de los conversos de la ortodoxia.
Pero no fábricas, ni empleos, ni futuro.
La casa no se construye por la ventana.
Y la ventana está cada vez más vacía.

Epílogo: la contabilidad no se come

El mileísmo no busca sanar la economía: busca controlar su relato.
El superávit y la “reducción” de deuda son los nuevos mitos fundacionales de un proyecto que ha sustituido la política económica por la contabilidad.

En su lógica, no pagar es ordenar, padecer es madurar, destruir producción es sincerar.
Los números importan más que las vidas que los sostienen.

Pero el módulo contable tiene un límite temporal:
solo dura mientras la polarización social lo permita.
La anestesia del odio —el relato del sacrificio como virtud— mantiene vivo un modelo que asfixia a la microeconomía.
Mientras la sociedad tolere el dolor como prueba de fe, el ajuste podrá continuar.
Pero ningún país puede vivir indefinidamente del empobrecimiento organizado.

La esperanza de Milei es que el sacrificio interno atraiga dólares externos.
Que el orden fiscal y la disciplina monetaria convenzan al capital global de regresar.
En teoría, tiene su lógica.
En la práctica, va contra la historia argentina —que ha repetido este ciclo desde la dictadura— y contra la tendencia global de una financierización que no invierte donde se produce, sino donde se especula.

Por eso, mientras la demanda interna se marchita, el Norte vuelve a beneficiarse:
materias primas más baratas, activos públicos depreciados, facilidades para enclaves extractivos, y la consolidación de una dependencia geoeconómica adornada con bases militares y tratados de “cooperación”.

No se trata de abrir Argentina al mundo, sino de abrirla en canal.
El país vuelve a cumplir su viejo papel: exportar recursos y absorber deudas.

La contabilidad de Milei no corrige ese destino: lo repite con estética tecnocrática.
Y como toda contabilidad sin economía, solo puede sostenerse hasta que la realidad vuelva a reclamar su lugar.

Porque la deuda, como la historia, siempre vuelve.
Y cuando lo haga, volverá con intereses: los económicos y los sociales.

Entonces quedará claro que la estabilidad de Milei fue solo una pausa contable entre dos crisis.
Que el superávit era una fotografía, no una película.
Que ordenar números no es lo mismo que construir un país.

Porque, al final, la contabilidad no se come.
Y los pueblos no viven de balances, sino de trabajo, salarios y futuro.

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