No importa lo que suceda durante el partido.
Seguramente lo dará todo como siempre ha hecho, correrá hasta no poder más cada balón como hizo con apenas veinte años de edad por todos los campos de segunda división, encimará a los defensas, buscará hacer cosas que ya no puede hacer y su entusiasmo de caballo noble de pura raza le perderá, fallará alguna pared, devolverá mal algún buen pase, hará algún que otro mal control, quizá falle algún gol clarísimo, recibirá algún que otro codazo de algún defensa que estará hasta los cojones de su entusiasmo sin fin....
Seguramente nos echaremos las manos a la cabeza y pensaremos "vamos, niño; vamos chaval", pero aparecerá y lo hará a la manera en que lo hacen los héroes: en el último momento, cuando ya nadie lo espere, quizá cuando veamos que todo está perdido.
Y ojalá lo haga cabalgando hacia la portería como en aquel gol que nos dio la primera eurocopa en color.
Olvidándose de todo como hace un niño cuando persigue un balón.
Dejando detrás también todo: a sí mismo y a los latidos de su corazón, a los defensas y a las cosas buenas y malas de su pasado, errores y aciertos, cosas que le convierten en un jugador especial y nos hace a nosotros, los que le vemos correr como sino hubiera un mañana, también especiales... y especiales por verle correr como hay que correr: como si no hubiera un mañana.
Y ojalá marque ese gol que siempre ha marcado: desmarcandose en potencia y velocidad, colocando el balón por encima del portero haciendo gala de un toque sutil y talentoso del que no habrá hecho gala en otros momentos del partido.
Pero el es así, un dios imperfecto, como todos y cada uno de nosotros, un dios menor como son todos y cada uno de los niños.
Está escrito y será así.
Ya apareció para dar ese pase fino y preciso, a lo Laudrup, para Griezmann.
Si se piensa bien, un pase inexplicable a tenor de su manera de jugar, pero el niño es así: capaz de lo mejor y de lo peor, como casi todos los niños.
Por eso se les quiere.
Es la hora de los dioses menores, los que no viven en el olimpo del tener que ganar siempre y habitan en el día a día de todos y cada uno de nosotros, un día a día en el que las victorias y las derrotas inevitablemente se suceden.
Hoy es su hora.
La nuestra.
Seguramente lo dará todo como siempre ha hecho, correrá hasta no poder más cada balón como hizo con apenas veinte años de edad por todos los campos de segunda división, encimará a los defensas, buscará hacer cosas que ya no puede hacer y su entusiasmo de caballo noble de pura raza le perderá, fallará alguna pared, devolverá mal algún buen pase, hará algún que otro mal control, quizá falle algún gol clarísimo, recibirá algún que otro codazo de algún defensa que estará hasta los cojones de su entusiasmo sin fin....
Seguramente nos echaremos las manos a la cabeza y pensaremos "vamos, niño; vamos chaval", pero aparecerá y lo hará a la manera en que lo hacen los héroes: en el último momento, cuando ya nadie lo espere, quizá cuando veamos que todo está perdido.
Y ojalá lo haga cabalgando hacia la portería como en aquel gol que nos dio la primera eurocopa en color.
Olvidándose de todo como hace un niño cuando persigue un balón.
Dejando detrás también todo: a sí mismo y a los latidos de su corazón, a los defensas y a las cosas buenas y malas de su pasado, errores y aciertos, cosas que le convierten en un jugador especial y nos hace a nosotros, los que le vemos correr como sino hubiera un mañana, también especiales... y especiales por verle correr como hay que correr: como si no hubiera un mañana.
Y ojalá marque ese gol que siempre ha marcado: desmarcandose en potencia y velocidad, colocando el balón por encima del portero haciendo gala de un toque sutil y talentoso del que no habrá hecho gala en otros momentos del partido.
Pero el es así, un dios imperfecto, como todos y cada uno de nosotros, un dios menor como son todos y cada uno de los niños.
Está escrito y será así.
Ya apareció para dar ese pase fino y preciso, a lo Laudrup, para Griezmann.
Si se piensa bien, un pase inexplicable a tenor de su manera de jugar, pero el niño es así: capaz de lo mejor y de lo peor, como casi todos los niños.
Por eso se les quiere.
Es la hora de los dioses menores, los que no viven en el olimpo del tener que ganar siempre y habitan en el día a día de todos y cada uno de nosotros, un día a día en el que las victorias y las derrotas inevitablemente se suceden.
Hoy es su hora.
La nuestra.