domingo, julio 06, 2014

Hannah Arendt

Tras ser secuestrado por agentes del gobierno de Israel en Argentina, el 10 de abril de 1961 comenzó en Jerusalén el juicio contra Adolf Eichmann.

Miembro de las SS hitlerianas, Eichmann fue el principal responsable de que se llevara a cabo la solución final destinada a terminar de manera organizada con los judíos en los territorios ocupados por la Alemania nazi.

Desde su posición, Eichmann se encargó de organizar toda la parte material del envío de los judíos a los diferentes campos de concentración y desde esta posición se presentó en el juicio ante los ojos del mundo y especialmente ante los ojos de Hannah Arendt quién, habiendo convertido el entendimiento del totalitarismo en un elemento esencial de su obra, no podía perder la ocasión de asistir a aquel juicio.

De la experiencia de Arendt en aquel juicio, de su entendimiento de la posición de Eichmann pero también de la gestión que hizo el estado de Israel del propio juicio, surgió su libro "Eichmann en Jerusalén", un pasmoso y clarividente ensayo que, a mi entender y desde su total e incomprendida heterodoxia, es uno de los grandes libros de pensamiento del pasado Siglo XX.

En "Eichmann en Jerusalén", Arendt desarrolla su concepto de la banalidad del mal a partir de la presencia de un Eichmann que se presenta ante sus juzgadores como un eficaz funcionario que simplemente se limitaba a obedecer ordenes.

La banalidad del mal está precisamente en la suspensión que Eichmann hace de su capacidad de pensar, de juzgar las tareas que se le piden desde un punto de vista moral y de la sumisión del individuo, desde la obediencia más ciega, al mecanismo de un sistema cuya palabra es la ley y que convierte a los individuos en ciegas piezas de una maquinaria.

Para Arendt, la banalidad del mal es el lado oscuro y extremo de ese hombre organizacional, unidimensional del que habla Marcuse en su libro de 1954 como modo de ser propio de las sociedades industriales avanzadas y que Ernest Jünger glosó en "El Trabajador", su obra emblemática y fundamental.

Eichmann se muestra como lo que es: un eficaz funcionario que cumple de manera eficiente con lo que se le ordena, sin detenerse a pensar la bondad y la maldad de su tarea.

Y lo perverso del planteamiento extremadamente incómodo que Arendt pone sobre la mesa es que Eichmann no es otra cosa que el perfecto instrumento para que una política lleve a cabo sus propósitos utilizando la estructura de poder de un estado.

Eichmann no es un carismático y sanguinario malvado al que insertar en un relato del bien enfrentándose al mal sino un probo funcionario que no puede entender por qué se le juzga por haber hecho bien su trabajo.

De manera tácita, Arendt pone sobre la mesa la necesidad de la desobediencia civil contra los dictados de un estado. Frente al inmenso acto de valor que supone el hecho de que un individuo aislado se niegue a obedecer los dictados de una organización política, Arendt antepone la banalidad de los ciudadanos que, como Eichmann, simplemente se limitan a obedecer lo que se les manda sin plantearse si es algo bueno o malo.

No hay que ser nada especial para ser un monstruo, simplemente basta con hacer lo que todo el mundo hace: obedecer la ley.

En este sentido, el discurso de Hannah Arendt se vuelve inoportuno y peligroso porque todo estado busca ciudadanos que ciegamente le obedezcan. Y con independencia de la moralidad que implican sus actos, son héroes si su causa prevalece y villanos, como Eichmann, si su causa es derrotada.

Dirigida por Margarethe von Trotta, "Hannah Arendt" es una sorprendente película que lleva al cine una obra de pensamiento para construir un monumento en torno a la valentía intelectual de la mujer cuyo nombre la da título.

Un mensaje, por cierto, muy a contracorriente porque quizá una de las consecuencias de la II Guerra Mundial, del análisis frío y desinteresado del comportamiento de tipos como Eichmann, debiera haber sido la creación de mecanismos que garantizasen la objeción de conciencia frente a los dictados del estado. Pero semejante planteamiento es un imposible porque un estado, sea totalitario o democrático, siempre es un estado.

Al final, Eichmann no tenía necesariamente que ser anti-semita cumpliendo ciegamente los dictados de un estado anti-semita.

Lo que seguro fue es un probo y eficiente funcionario.

De visión obligatoria.


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