lunes, julio 21, 2025

Ucrania: Las consecuencias de un identidad fragmentada


Introducción Ucrania es, en muchos sentidos, un país frontera: una tierra donde convergen herencias históricas, religiosas y lingüísticas profundamente distintas. Desde su independencia en 1991, ha convivido con una dualidad estructural: una región occidental de raíz galiciana, nacionalista y proeuropea, y un oriente rusófono, con una cultura marcada por el legado soviético y los vínculos con Moscú. Esta tensión, latente durante décadas, se exacerbó tras el Euromaidán de 2014, y terminó por convertirse en un conflicto armado. Mientras tanto, Occidente, y en particular la OTAN, decidió utilizar esta Ucrania frágil y dividida como pieza de su estrategia geopolítica, sin atender a su complejidad interna.

Este artículo propone una comparación con Bélgica, otro país marcado por profundas divisiones culturales e históricas. Pero a diferencia de Ucrania, Bélgica optó por institucionalizar la diferencia, desarrollando un modelo federal que, con todas sus tensiones, evitó el colapso del Estado. La pregunta es inevitable: ¿qué habría pasado si Ucrania hubiese seguido un camino similar?

1. Bélgica: país de diferencias gestionadas Desde su independencia en 1830, Bélgica ha estado dividida entre flamencos neerlandófonos y valones francófonos. Estas diferencias no eran solo lingüísticas, sino también económicas, religiosas y simbólicas. En lugar de imponer una identidad nacional homogénea, el Estado belga desarrolló, a partir de los años 70, un complejo modelo federal que reconoce la autonomía de las regiones y comunidades lingüísticas. A pesar de sus crisis políticas, Bélgica no ha caído en la violencia ni la secesión. Ha encontrado una manera -imperfecta, pero funcional- de convivir con la pluralidad.

2. Ucrania: historia de una frontera nunca resuelta A diferencia de Bélgica, la historia de Ucrania está marcada por el desarraigo y la imposición externa. Galitzia, en el oeste, perteneciente al Imperio Austrohúngaro y luego a Polonia, desarrolló un nacionalismo ucraniano de matriz católica y europeísta. El este y el sur, por el contrario, fueron incorporados al Imperio ruso y luego a la Unión Soviética, con una fuerte urbanización industrial y una cultura rusófona dominante. Desde la independencia, estas dos Ucrania coexistieron en una frágil equilibro electoral, sin una solución institucional estable.

3. Un Estado frágil: identidad incierta y soberanía volátil El Estado ucraniano nunca terminó de definir una arquitectura que reconociera su pluralidad interna. En vez de un federalismo asimétrico o un modelo de autonomías, se optó por una noción centralizada de soberanía basada en una identidad ucraniana homogénea. Las elecciones sucesivas entre candidatos prorrusos y prooccidentales mostraban un país dividido, sin mecanismos reales de integración o representación mutua. En ese contexto, Ucrania era un Estado volátil, sin una base de cohesión suficientemente robusta.

4. El papel de Occidente: expansión sin precaución Pese a esta fragilidad, la OTAN y la Unión Europea impulsaron una lógica de expansión hacia el este que incluyó a Ucrania como frontera estratégica frente a Rusia. El Euromaidán de 2014, con su estética liberal y proeuropea, fue leído en Moscú como una operación de cambio de régimen apoyada por Occidente. Lo cierto es que no se ofreció a Ucrania una vía neutral, ni un modelo que permitiese integrar a sus dos mitades. Al contrario, se apoyó sin matices el nuevo rumbo, empujando al Estado hacia una reafirmación nacional que dejó fuera a millones de ciudadanos de cultura rusa.

5. La afirmación nacional como exclusión simbólica Tras 2014, el nuevo poder ucraniano impulsó una serie de reformas orientadas a reforzar la identidad nacional: ley de lengua oficial (2019), descomunización del espacio público, rehabilitación de figuras nacionalistas del oeste. Aunque comprensibles en clave soberanista, estas medidas fueron vividas en muchas zonas del este como una imposición cultural. El Estado no reprimió directamente a la población rusófona, pero sí deslegitimó su historia, su lengua y sus vínculos culturales, reforzando la percepción de exclusión.

6. Donbás: cuando la identidad se convierte en frente de guerra El conflicto en el Donbás fue el resultado de esa ruptura. El levantamiento separatista tuvo raíces internas: miedo, resentimiento, percepción de haber sido desplazados del pacto nacional. La respuesta del Estado fue militar, no política. No hubo oferta federal, ni negociación realista. Ucrania había optado por un modelo de identidad excluyente, y el conflicto lo radicalizó. La guerra, que comenzó como interna, se transformó en internacional por causa de la intervención rusa en socorro del bando culturalmente ruso, pero tuvo un origen estructural en la falta de reconocimiento de la pluralidad.

7. El principio de “proteger a los tuyos”: el espejo occidental Rusia justificó su intervención en nombre de la protección de los rusófonos. Es un argumento cuestionable, pero no inédito. La historia está llena de intervenciones occidentales con el mismo pretexto: Kosovo, Libia, Irak, Chipre, los Sudetes. La hipocresía del orden internacional hace que algunas acciones sean toleradas y otras condenadas, no por su legitimidad, sino por quién las ejecuta. Eso no absuelve a Rusia, pero obliga a ver el conflicto no como exótico ni perverso, sino como parte de una lógica global donde los principios se usan según convenga.

8. Conclusión: cuando no se institucionaliza la diferencia, la historia se rompe Ucrania no fracasó por ser un país plural, sino por no haber querido serlo institucionalmente. Al optar por una noción excluyente de identidad nacional, y al ser utilizada por potencias externas como herramienta estratégica, terminó por quebrarse. Bélgica, con todos sus problemas, muestra que es posible articular una convivencia conflictiva pero estable. Ucrania, por el contrario, revela el precio de ignorar la diferencia: cuando no se le da forma política, acaba por estallar en forma de guerra.

viernes, julio 18, 2025

El Body count como ejemplo de la banalización del mal

 


“Cada cuerpo contado es una victoria.” Esa fue, en esencia, la lógica que rigió buena parte de la estrategia militar estadounidense en la Guerra de Vietnam. Frente a un enemigo móvil, que evitaba el combate frontal y se disolvía entre la población civil, el alto mando buscó un indicador cuantificable que justificara el esfuerzo bélico: el número de enemigos muertos. A eso se le llamó body count. Pero cuando la guerra se mide en cadáveres, el éxito deja de ser una cuestión política o moral y pasa a ser una tabla numérica en un informe. 

Ahí comienza la banalización del mal. 


Contar muertos para justificar la guerra

El body count no fue un simple subproducto estadístico; se convirtió en brújula operativa. En una guerra sin líneas de frente estables, el Comando de Asistencia Militar en Vietnam (MACV) integró el recuento de bajas enemigas dentro de un amplio panel de métricas —más de 180 indicadores—, pero sobre el terreno la cifra de enemigos abatidos se transformó en la medida tangible del rendimiento de unidades y mandos. La presión por presentar resultados cuantificables incentivó misiones agresivas orientadas a producir bajas y, en muchos casos, a inflar o manipular las cifras. Cuando una métrica se convierte en objetivo, deja de medir lo que pretendía medir. 

La distorsión tuvo consecuencias: aldeanos muertos fueron reportados como combatientes, heridos rematados para asegurar un “confirmado”, y operaciones planificadas menos por su valor estratégico que por su potencial de generar números. Investigaciones posteriores mostraron discrepancias flagrantes —como recuentos masivos de supuestos enemigos frente a un número mínimo de armas recuperadas— y patrones de presión estadística desde escalones superiores. 


Arendt y el mal sin rostro

La filósofa Hannah Arendt, al informar sobre el juicio a Adolf Eichmann, acuñó la expresión “la banalidad del mal” para describir cómo crímenes monstruosos podían ser ejecutados por individuos moralmente corrientes que se ocultaban tras la rutina burocrática, la obediencia reglamentaria y el lenguaje administrativo. Eichmann no aparecía como un demonio ideológico, sino como un funcionario eficaz que cumplía procedimientos sin pensar en las consecuencias humanas de las deportaciones que organizaba. 

La banalización del mal, en Arendt, no trivializa el crimen: denuncia la suspensión del juicio moral cuando la acción se reduce a trámite. Ese desplazamiento del pensamiento ético por la ejecución técnica encuentra un ejemplo paradigmático en el body count. Oficiales evaluados por cifras; soldados que reciben órdenes de “buscar y destruir”; reportes en los que desaparecen nombres, edades y contextos, sustituidos por totales. El acto de matar queda encapsulado en un parte estadístico. 


Del campo de batalla al campo de concentración: la lección histórica de la administración de la muerte

El concepto de Arendt nace del análisis del aparato nazi: deportaciones registradas, transportes programados, categorías codificadas, lenguaje eufemístico (Evakuierung, Umsiedlung) y una cadena administrativa que convertía la aniquilación en gestión logística. 

En los campos, la reducción de personas a números de prisionero —tatuados en Auschwitz y usados para el control de mano de obra, distribución de raciones y registros de muerte— ejemplifica cómo la identidad humana se disuelve en un sistema contable. Quien muere deja de ser “alguien” para convertirse en “entrada” o “baja” en un libro. 

Los informes estadísticos nazis sobre la “Solución Final”, como el Informe Korherr, agregaban seres humanos en categorías procesadas, ocultando el asesinato masivo bajo fórmulas cuantitativas aceptables para la jerarquía. Este velo técnico-administrativo permitió coordinar operaciones de exterminio a escala continental con una apariencia de neutralidad burocrática. 

Paralelismo estructural

No se trata de equiparar el genocidio planificado por el aparato nazi y la guerra de contrainsurgencia estadounidense en Vietnam, sino de señalar una lógica estructural compartida: la conversión de la muerte en una operación técnica, organizada desde estructuras burocráticas que permiten suspender el juicio moral.

En el caso nazi, el sistema de campos convirtió la aniquilación en una tarea de gestión: deportaciones organizadas como traslados administrativos, identidades suprimidas en favor de números tatuados, ejecuciones registradas como “procesamientos” en informes estadísticos. De ahí surge, precisamente, el concepto de banalización del mal formulado por Hannah Arendt: el horror no como exceso de odio, sino como resultado de la obediencia reglamentaria y la ejecución profesionalizada del crimen.

El body count opera sobre esa misma matriz moderna. En Vietnam, la muerte también se convirtió en cifra, y la lógica operativa priorizó la producción de bajas cuantificables por encima de cualquier consideración ética o estratégica. Como en los campos, la víctima desaparece tras el número: el cuerpo deja de ser humano para volverse “confirmado”, “neutralizado”, “resultado”. La cadena de mando recompensa la eficacia, no la compasión.

Ambos casos muestran cómo la modernidad técnica y burocrática no solo no impide la violencia extrema, sino que puede hacerla funcional, procesable, justificable. La muerte se transforma en dato, el crimen en rendimiento. La obediencia ciega, el lenguaje administrativo y la presión por resultados permiten que la barbarie se ejecute sin remordimiento. En eso consiste, justamente, su banalidad


Fragmentación moral y colapso ético en Vietnam

La banalización de la muerte que produjo el body count no fue una abstracción estadística sin consecuencias. Fue, en muchos casos, una condición estructural de los crímenes de guerra cometidos por el ejército estadounidense en Vietnam. La presión por aumentar las cifras incentivó ejecuciones sumarias, asesinatos de civiles reportados como enemigos abatidos, torturas sistemáticas en centros de detención y bombardeos indiscriminados sobre zonas densamente pobladas. El lenguaje operativo y la lógica de rendimiento encubrieron masacres como la de Mỹ Lai (1968), en la que fueron asesinados más de 500 civiles desarmados, incluidos mujeres, ancianos y niños, muchos de ellos ejecutados a quemarropa o violados antes de morir. El suceso fue inicialmente presentado como una victoria: un “éxito táctico” con “128 enemigos muertos”.

Pero Mỹ Lai no fue un caso aislado. Informes desclasificados y testimonios recogidos por periodistas como Seymour Hersh o investigadores como Nick Turse documentaron numerosos episodios de asesinatos masivos, violaciones, uso deliberado de armas químicas (napalm y agente naranja), ejecuciones de prisioneros, destrucción sistemática de aldeas y represalias indiscriminadas contra poblaciones enteras. Operaciones como Speedy Express (1968–69), en el delta del Mekong, dejaron miles de muertos civiles bajo el pretexto de enfrentamientos con el Viet Cong: según algunas estimaciones internas del Ejército, por cada arma recuperada había hasta 14 cadáveres sin identificar.

Estas prácticas no fueron excepcionales. Investigaciones posteriores —militares, periodísticas y académicas— documentaron patrones sistemáticos de violaciones del derecho internacional humanitario, consistentes con los principios definidos en los Convenios de Ginebra de 1949: falta de distinción entre civiles y combatientes, trato inhumano a prisioneros, ataques desproporcionados y uso de armas que causan sufrimiento innecesario. Sin embargo, Estados Unidos nunca fue juzgado como Estado por estos crímenes, y los pocos juicios realizados dentro del propio ejército derivaron en penas simbólicas o indultos.

El caso más emblemático es el del teniente William Calley, único condenado por la masacre de Mỹ Lai. Sentenciado a cadena perpetua por la ejecución directa de decenas de civiles, fue liberado tras menos de cuatro años de arresto domiciliario, en un contexto de presión política y apoyo popular. Otros altos mandos implicados fueron exonerados, trasladados o jubilados anticipadamente.

En este contexto, resulta significativo que Estados Unidos se haya negado sistemáticamente a reconocer la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional (TPI) desde su fundación en 2002. Aunque no se puede reducir esa negativa a una sola causa, muchos analistas coinciden en que el temor a una rendición de cuentas retroactiva —particularmente por Vietnam, pero también por Irak o Afganistán— y a una restricción futura de su autonomía militar global fue un factor decisivo. La impunidad estructural en la que se asentó la doctrina del body count no ha sido superada: sigue proyectando efectos jurídicos, políticos y éticos hasta hoy.

La guerra, cuando se libra sin juicio ni memoria, se hereda como derecho. Y el crimen, cuando no se nombra, se convierte en estrategia aceptable.

Moral quebrada, drogas y desconexión

El agotamiento psicológico de la tropa —alimentado por una guerra impopular, rotaciones breves, racismo interno y una estrategia percibida como absurda— generó un clima generalizado de frustración y alienación. En ese contexto, la lógica del body count jugó un papel central: reducía la experiencia del combate a una métrica inhumana, donde los soldados eran instrumentos prescindibles en función del rendimiento operativo de sus mandos.

La obsesión con las cifras producía órdenes que muchos consideraban temerarias o directamente suicidas, como “búsquedas y destrucciones” orientadas no a tomar posiciones, sino a engordar partes estadísticos. Este tipo de operaciones, repetitivas y sin propósito comprensible, desvinculaban emocionalmente al combatiente de la misión, erosionando los códigos de lealtad y sentido del deber. La guerra, para muchos, dejó de tener justificación ideológica o nacional; se convirtió en supervivencia desnuda.

En ese vacío de sentido, el consumo de drogas se expandió como una forma de resistencia íntima. Marihuana y heroína ofrecían una vía de escape, no solo del miedo al combate, sino también de la sensación de ser utilizado como “carne de cañón” por oficiales obsesionados con “subir el número”. Las anfetaminas, distribuidas incluso dentro del equipamiento estándar de campaña, cumplían el efecto opuesto: mantener la alerta en contextos de agotamiento físico y mental extremos.

Informes militares de la época y estudios posteriores —como los de Christian Appy, Nick Turse o el Vietnam Veterans Against the War— mostraron cómo la combinación de lógica estadística, violencia sin propósito claro y jerarquías fracturadas alimentó una cultura de desafección, consumo y sabotaje informal. El fragging, como expresión violenta de esa ruptura, no fue un fenómeno aislado, sino parte de una atmósfera donde el mando ya no era respetado, sino temido u odiado.

En definitiva, el body count, lejos de fortalecer la moral combativa, contribuyó a su desintegración, al transformar a los soldados en piezas anónimas dentro de una maquinaria que contabilizaba cuerpos sin nombres. Cuando la misión pierde sentido, la vida pierde valor, y la evasión química se convierte en forma de protesta muda, en signo de quiebre ético colectivo.

Fragging


Las cifras varían porque el Departamento de Defensa solo registraba sistemáticamente los incidentes con explosivos a partir de 1969, y muchos casos nunca se investigaron a fondo. Datos citados en audiencias del Congreso y estudios posteriores ofrecen rangos aproximados:

·       1969: 96 incidentes reportados; 37 muertes (principalmente oficiales/NCOs). 

·       1970: 209 incidentes; 34 muertes. 

·       Hasta julio de 1972: 551 incidentes acumulados; 86 muertos y más de 700 heridos (solo casos con explosivos). 

·   Investigación de George Lepre: entre 600 y 850 casos en el Ejército; 42 soldados muertos confirmados (Army) + 15 Marines en 94 incidentes USMC; admite subregistro. 

·     Estimación de Gabriel & Savage: hasta 1.017 incidentes; 86 muertos y 714 heridos (mayoría oficiales/Suboficiales). 

Aunque los totales difieren, todos los estudios coinciden en dos puntos: (1) el fenómeno se disparó cuando la moral cayó y la retirada ya estaba en marcha; (2) los blancos más frecuentes fueron mandos percibidos como temerarios, racistas o obsesionados con “subir el body count”. 


La modernidad que mata con eficiencia

El caso del body count revela una lección más amplia y más incómoda: la banalización del mal no es un rasgo exclusivo del totalitarismo nazi, ni un fenómeno del pasado. Es, como advirtió Hannah Arendt, una posibilidad latente en cualquier sistema moderno que disocie la acción del juicio, la técnica de la ética, la obediencia de la conciencia. La maquinaria de exterminio nazi llevó esta lógica al extremo, pero la misma racionalidad instrumental —burocrática, eficiente, despersonalizada— puede operar en contextos formalmente democráticos y bajo propósitos distintos, como lo demostró la estrategia estadounidense en Vietnam.

Allí, también, la muerte fue absorbida por el lenguaje técnico: partes de operaciones, indicadores de rendimiento, informes cruzados, cuadros de mando. El acto de matar —como en los campos— quedó encubierto por la neutralidad del procedimiento, por la cadena de decisiones fragmentadas, por la jerga operativa que sustituía a la palabra “asesinato” por términos como “confirmado”, “neutralizado”, “resultado operativo”.

Zygmunt Bauman lo expresó sin rodeos: la modernidad no impide la barbarie; puede hacerla más eficiente. La racionalidad técnico-administrativa no es enemiga del crimen, sino una de sus condiciones de posibilidad cuando la política abdica del juicio moral. El body count no fue una desviación patológica, sino el producto lógico de una guerra dirigida como si fuera una hoja de cálculo.

En otra realidad posible —esa en la que los principios universales no se negocian con la geopolítica— comandos secretos del sudeste asiático podrían haber secuestrado a Robert McNamara en Buenos Aires, y haberlo trasladado a Hanoi para juzgarlo por crímenes de guerra. 

McNamara, secretario de Defensa de Estados Unidos entre 1961 y 1968, fue el principal arquitecto de la escalada militar en Vietnam y uno de los diseñadores del sistema de métricas operativas que convirtió la guerra en un experimento cuantitativo.

Pero la historia real eligió otra forma de banalización: la de no juzgar a nadie.


Contar cadáveres es dejar de mirar

El body count no fue solo un error de estrategia militar; fue un fracaso moral que destruyó la moral del propio ejército invasor norteamericano. Transformó la violencia en estadística y permitió que asesinatos de civiles —como la masacre de Mỹ Lai, inicialmente reportada como “enemigos muertos”— se camuflaran como éxito operacional. Cuando los muertos se cuentan pero no se miran, la humanidad desaparece del cálculo. 


Para seguir leyendo

·       Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén: Informe sobre la banalidad del mal.

·       Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto.

·       Christian G. Appy, Working-Class War: American Combat Soldiers and Vietnam.

·       Greg Daddis, No Sure Victory: Measuring U.S. Army Effectiveness and Progress in the Vietnam War.

·       Nick Turse, Kill Anything That Moves: The Real American War in Vietnam.

·       George Lepre, Fragging: Why U.S. Soldiers Assaulted Their Officers in Vietnam.

(Las obras listadas dialogan con las fuentes citadas en esta entrada y amplían el análisis histórico, ético y sociológico del tema.)

viernes, julio 04, 2025

El muro del Donbás: la última trinchera de Ucrania


Desde 2014, Ucrania ha trabajado en uno de los sistemas defensivos más densos y organizados de Europa: el “muro de trincheras” del Donbás. A raíz de la ocupación rusa de Crimea y el estallido de la guerra civil ucraniana en Donetsk y Lugansk, Kyiv reforzó toda la línea de contacto con redes de trincheras, bunkers de hormigón, campos minados y posiciones fortificadas, inspirándose en parte en la experiencia de la Primera Guerra Mundial.

La comparación no es exagerada: igual que los frentes de Flandes o el Somme, el Donbás se transformó en un tapiz de posiciones escalonadas, pueblos-fortaleza y cinturones defensivos profundos. Su objetivo era uno solo: convertir cada metro en un obstáculo insuperable para cualquier ofensiva del bando pro-ruso y posteriormente de los propios rusos.

Situación actual: Rusia se abre paso

En 2024 y lo que va de 2025, la realidad es que este muro, tras años de resistencia, empieza a resquebrajarse. Tras la caída de Avdiivka y el desgaste continuo en Bajmut, Rusia ha lanzado una ofensiva de verano en 2024 centrada en abrir brechas entre los sectores más fortificados.

El resultado es claro: las fuerzas rusas han logrado penetrar hasta la última línea organizada de este sistema de trincheras. El punto más crítico se encuentra precisamente en el sector que une Kostiantynivka y Pokrovsk, dos ciudades clave para sostener el frente occidental de Donetsk.

El punto de ruptura: entre Kostiantynivka y Pokrovsk

Hoy, la situación es la siguiente: Rusia se ha infiltrado entre ambas ciudades, cruzando carreteras logísticas clave y amenaza con envolverlas desde el norte y sur. Esto plantea una doble amenaza:

  1. Cercar guarniciones ucranianas y obligarlas a retirarse o rendirse.

  2. Abrir un corredor hacia terreno abierto, donde la densidad de trincheras y fortificaciones disminuye drásticamente.

Y aquí está el punto que debería preocupar más a Kyiv: si Rusia ha conseguido abrirse paso en uno de los sistemas defensivos más intrincados, densos y preparados de toda Europa, la lógica nos dice que un sistema más diluido, improvisado y sin años de trabajos de ingeniería debería ser aún menos problema para el atacante.

Este escenario recuerda a la ofensiva de los Cien Días de 1918, cuando los Aliados, tras años de estancamiento en el barro de las trincheras, rompieron la línea Hindenburg y forzaron a Alemania a replegarse a campo abierto, sin posibilidad de reconstituir un frente estable.

El riesgo: el golpe definitivo

La gran diferencia con 1918 es que hoy la guerra combina trincheras con drones, artillería de precisión y ataques en profundidad. Sin embargo, lo que inquieta a muchos analistas es que, si Rusia logra consolidar esta brecha y mantener su impulso, las siguientes líneas defensivas ucranianas serán más débiles y dispersas, forzando a Ucrania a improvisar posiciones sobre la marcha, muchas veces en terreno abierto.

El hecho de que Ucrania haya utilizado por primera vez sus misiles de largo alcance para bombardear la ciudad de Donetsk, justo en la retaguardia de este sector crítico, en lugar de atacar objetivos más profundos en Rusia, es muy significativo. Es un indicio de que Kyiv percibe que este frente puede convertirse en un punto de no retorno. Si se pierde Pokrovsk y Kostiantynivka, el camino hacia Sloviansk y Kramatorsk —los últimos bastiones en Donetsk— quedaría abierto.

Y si el muro más fuerte ya ha caído, ¿qué puede detener a Rusia cuando solo quede terreno sin fortificar?

¿Un eco de la historia?

Como en 1918, romper una línea de trincheras no garantiza una victoria inmediata. Pero sí puede desencadenar una reacción en cadena: terreno abierto, logística expuesta, flancos débiles.
En el Donbás, ese escenario ya no es teoría. Está en marcha.
Y la historia recuerda que, cuando la trinchera se quiebra, el desenlace puede ser cuestión de tiempo.

jueves, julio 03, 2025

Trump y la deuda que vence: desestabilizar para refinanciar más barato



Este 2025, Estados Unidos afronta un reto monumental: más de 7 billones de dólares en deuda a corto plazo —bonos y letras del Tesoro— deben ser refinanciados. Esta cifra no es un capricho: es consecuencia de una estrategia financiera que se consolidó especialmente tras la pandemia de 2020 y la respuesta fiscal masiva de la Reserva Federal y el Tesoro.

¿Por qué tanta deuda a corto plazo?

  • Durante años de tipos de interés cercanos a cero, era tentador para EE. UU. emitir deuda a vencimientos más cortos, que pagaba cupones más bajos.

  • La idea era refinanciarla cuando venciera, asumiendo que los tipos seguirían bajos.

  • Esta táctica permitió cubrir gastos extraordinarios (estímulos COVID, subsidios, déficits crónicos) sin encarecer demasiado la carga de intereses.

Pero ahora, con tipos persistentemente altos, ese volumen de deuda a corto plazo se convierte en una trampa: refinanciar es mucho más caro y más frecuente.

Para muchos analistas, esta estrategia de sobrecargar la parte corta de la curva de vencimientos muestra:

  • Falta de disciplina fiscal estructural (no se toman medidas para contener déficit).

  • Dependencia crónica de la confianza exterior.

  • Vulnerabilidad: cada vencimiento es una oportunidad para que el mercado exija más rentabilidad si percibe riesgos

Así, la montaña de vencimientos de 2025 es más que un dato contable: es un reflejo de la fragilidad de un modelo que necesita crisis externas para mantener viva la demanda de sus bonos.

El mecanismo clásico: la tensión como “lubricante”

Durante décadas —especialmente desde los años setenta, tras el abandono del patrón oro y la consolidación de los petrodólares— Estados Unidos ha sabido que la incertidumbre internacional puede funcionar como un mecanismo para atraer capitales “miedosos” hacia sus bonos.

A partir de ese momento, sin el corsé del oro y con el dólar como moneda de reserva, cada conflicto, crisis o tensión geopolítica ha reforzado la demanda de Treasuries, permitiendo a EE. UU. financiar déficits estructurales a tipos de interés más bajos de lo que serían en un mundo estable.

No es casualidad que esta decisión —romper el patrón oro— se tomase precisamente por las dificultades de financiar una guerra costosa como Vietnam sin agotar las reservas de oro. Y tampoco es casualidad que, desde entonces, casi todos los presidentes estadounidenses hayan tenido su propia “guerra” o conflicto exterior::
  • Reagan en Centroamérica y Oriente Medio.

  • Bush padre en Irak y Panamá.

  • Bush hijo en Afganistán e Irak.

  • Obama en Libia, Siria y drones en Yemen.

  • Incluso Trump, pese a prometer menos intervención, mantuvo la tensión con Irán y Corea del Norte.

Esto no significa que cada guerra se planifique exclusivamente para mover los mercados de deuda, pero sí muestra que la política exterior beligerante ha coincidido históricamente con un flujo constante de capitales hacia los bonos, lo que contribuye a financiar el déficit estructural.

En la práctica, este flujo de capitales “miedosos” hacia los bonos del Tesoro tiene un efecto muy directo:
abarata el coste de la deuda estadounidense.

Cuanta más demanda internacional hay por Treasuries, menor es la rentabilidad que el Tesoro debe ofrecer para colocar nuevas emisiones o refinanciar vencimientos.

Así, cada dólar asustado que se refugia en bonos contribuye a sostener el déficit estructural de EE. UU. con tipos de interés más bajos de lo que serían en un mundo estable.

Por eso, para muchos analistas críticos, la tensión internacional actúa como un “lubricante” financiero que hace más fácil y barato perpetuar un modelo de gasto crónico y deuda creciente.

La hipótesis: ¿Trump ha vuelto a jugar esta carta?

Desde al menos la década de los años setenta, muchos analistas sostienen que las administraciones estadounidenses han jugado —de forma consciente o no— con los desequilibrios y tensiones internacionales como palanca para reforzar la demanda global de sus bonos y mantener bajo control el coste de su deuda.
Este patrón se consolidó tras el fin de Bretton Woods, cuando EE. UU. empezó a sostener déficits fiscales estructurales financiados por la confianza mundial en sus Treasuries.

Hoy, con Trump nuevamente en la Casa Blanca, esta lógica cobra aún más fuerza:
👉 Uno de los objetivos centrales que rigen sus decisiones de política exterior es generar un contexto internacional lo bastante inestable para que el miedo de los mercados reactive la tradicional fuga hacia los bonos del Tesoro.
👉 Con una montaña récord de deuda a corto plazo que debe refinanciarse este mismo 2025, Trump no puede permitirse un mundo estable: necesita que los capitales “miedosos” vuelvan a refugiarse en la deuda norteamericana para suavizar la presión de los intereses crecientes.

En la reciente “guerra de los 13 días”, sin embargo, algo no salió del todo como se esperaba:

  • Los bonos no se comportaron como refugio automático.

  • Parte de los inversores prefirió el oro, la liquidez en dólares o incluso divisas europeas.

  • La vieja fórmula de “provocar tensión = deuda más barata” parece menos fiable.

El primer año de Trump (2025): hechos que demuestran la apuesta por la desestabilización

Aunque Trump y su equipo insisten públicamente en que su política exterior busca la “paz mediante la fuerza” o la “defensa de los intereses de EE. UU.”, basta mirar los movimientos clave de su primer año de regreso en la Casa Blanca para ver un patrón claro: cada jugada contribuye a mantener el tablero internacional bajo tensión.

Algunos ejemplos que refuerzan esta lectura:

  • Escalada calculada en Oriente Medio
    Bajo su liderazgo, EE. UU. no solo respaldó sin reservas las acciones militares de Israel, sino que alimentó una espiral de ataques y contraataques con Irán, sin cerrar la vía diplomática ni buscar una salida estable. El resultado: un conflicto “controlado” que genera miedo en los mercados, pero no desemboca en guerra abierta.

  • Amenazas comerciales y sanciones
    Trump ha reactivado frentes de presión sobre China con nuevos aranceles y sanciones a sectores clave de tecnología, argumentando “seguridad nacional”. Estas medidas elevan la tensión comercial global y la percepción de fragmentación de bloques.

  • Retórica beligerante con potencias rivales
    Declaraciones incendiarias contra gobiernos como Corea del Norte o Venezuela reaparecen como parte del guion: tensiones puntuales que sirven como recordatorio de la “volatilidad mundial”.

  • Alianzas tensas en Europa
    Trump ha presionado a la OTAN para aumentar el gasto militar y ha criticado a socios europeos por sus políticas energéticas con Rusia, manteniendo un clima de desconfianza dentro del bloque occidental.

Cada uno de estos movimientos, tomado por separado, podría justificarse como defensa de intereses nacionales. Pero en conjunto pintan un escenario coherente: Trump no busca cerrar focos de tensión, sino mantenerlos activos —lo bastante calientes para generar incertidumbre, pero sin perder el control—.

De esta forma, alimenta la percepción de riesgo global y favorece indirectamente la vieja fórmula:
👉 capitales asustados vuelven a los bonos del Tesoro,
👉 EE. UU. logra refinanciar una deuda récord con un coste más manejable.

¿Motivos para la alarma?

En la reciente “guerra de los 13 días”, los bonos del Tesoro no se comportaron como refugio automático.
En lugar de una bajada fuerte de rendimientos —como habría ocurrido históricamente en una crisis en Oriente Medio—, los rendimientos de los Treasuries a 10 años se mantuvieron por encima del 4,5 % y en algunos días incluso repuntaron ligeramente.
Parte de los flujos de capitales buscó oro, dólares líquidos o francos suizos, dejando claro que la confianza absoluta en los bonos norteamericanos empieza a erosionarse.
Como resultado, EE. UU. sale de este episodio con un coste de financiación igual de elevado —o incluso algo más alto— de lo que se preveía antes de la escalada, cuando la expectativa era que el miedo internacional abaratara su deuda.
En otras palabras, la “palanca de la tensión” no solo no funcionó del todo: ha dejado a la economía norteamericana con la misma factura de intereses y un margen de maniobra cada vez más limitado.

En última instancia, si esta palanca deja de funcionar, EE. UU. se enfrenta a un escenario inédito: una economía gigantesca que vive de refinanciar deuda barata perdería uno de sus “superpoderes estructurales”: poderse endeudar todo lo que quiera y hacer esa deuda barata.

Eso abriría la puerta a tendencias como la desdolarización, la aparición de activos refugio alternativos y la fragmentación de la arquitectura financiera global que ha sostenido la hegemonía americana durante décadas.

¿Cómo afectaría una deuda más cara a la economía norteamericana?

Si Estados Unidos tiene que refinanciar su deuda a tipos más altos durante los próximos años, las repercusiones irán mucho más allá de Wall Street:

1) Mayor peso de los intereses

Una parte creciente del presupuesto federal se destinará solo a pagar intereses de la deuda. Hoy, los intereses ya son uno de los mayores capítulos de gasto del gobierno, superando partidas clave como defensa o educación.
Más intereses significan menos margen para invertir en infraestructuras, innovación, servicios sociales o transición energética.

2) Presión fiscal

Un coste de financiación alto puede derivar en presiones para subir impuestos o recortar gastos públicos. Esto impacta directamente en la clase media y en la economía doméstica, reduciendo la capacidad de consumo y la inversión privada.

3) Crecimiento más débil

La combinación de tipos altos, déficit estructural y menos inversión pública genera un freno para el crecimiento económico. A largo plazo, EE. UU. podría perder competitividad frente a economías emergentes que sí invierten en desarrollo estratégico.

4) Menor margen para responder a crisis

Una deuda cara deja menos espacio para desplegar paquetes de estímulo si llega otra recesión o una nueva pandemia. La “maquinita de imprimir dólares” sigue existiendo, pero se vuelve cada vez más costosa de usar sin disparar la inflación.

En conjunto, una deuda estructuralmente más cara es una losa silenciosa para la potencia norteamericana: erosiona su capacidad de sostener el nivel de vida, su proyección global y su estabilidad interna.

La madre de todas las batallas

En última instancia, la capacidad de EE. UU. para sostener su nivel de vida, financiar su poder militar y exportar su influencia global se basa en un pilar: poder emitir deuda barata y masiva.
El poder del dólar —su estatus como moneda de reserva mundial— no es la causa, sino más bien un efecto de ese sistema: la confianza global en los bonos del Tesoro es lo que mantiene la demanda constante de dólares.
Si esa confianza se erosiona y la deuda deja de ser un refugio automático, el dólar pierde su aura de “activo sin riesgo”.

La historia enseña que esta grieta es letal para las potencias imperiales: Roma, España o Gran Bretaña también sostuvieron su expansión con deuda y recursos externos que terminaron por ser insostenibles.
Cuando esa maquinaria de financiación se rompió —por pérdida de confianza, costes militares demasiado altos o falta de ingresos estables— la decadencia se volvió irreversible.

Dicho de otro modo, una deuda cara es la grieta central que pone en cuestión la hegemonía económica y geopolítica de EE. UU.: es la clave de su posible decadencia.


La guerra de los 13 días y una grieta en el mito


Durante décadas, los bonos del Tesoro de EE. UU. han funcionado como el activo refugio por excelencia cada vez que estallaba una crisis geopolítica, financiera o militar. Desde la Guerra del Golfo hasta los atentados del 11-S, pasando por la invasión de Irak o la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014, la reacción de los mercados era casi automática: vender activos de riesgo (acciones, materias primas más volátiles) y refugiarse en deuda soberana norteamericana.

¿Por qué?
Porque los Treasuries ofrecen tres garantías clave:

  1. Liquidez inigualable: Es el mercado de deuda más grande y profundo del mundo. Se pueden comprar o vender grandes volúmenes casi sin impacto en el precio.

  2. Capacidad de pago: EE. UU. emite deuda en su propia moneda y, en teoría, no puede quebrar porque siempre puede imprimir dólares para cumplir sus obligaciones.

  3. Confianza sistémica: El dólar es la moneda de reserva mundial, y muchos bancos centrales mantienen sus reservas en bonos del Tesoro.

Esta “fuga hacia la seguridad” se refleja históricamente en una caída de los rendimientos de los Treasuries (cuando los precios suben, los rendimientos bajan) en tiempos de tensión.

Un patrón que empieza a resquebrajarse

Pero esta lógica automática no se ha repetido con la misma fuerza durante la reciente escalada entre Israel, EE. UU. e Irán —conocida como la “guerra de los 13 días”—, un episodio que generó temor a un conflicto regional de gran escala en Oriente Medio.

¿Qué pasó esta vez?

  • Durante los días más tensos, los rendimientos de los bonos a 10 y 30 años no bajaron significativamente; en algunos tramos incluso subieron.

  • Por ejemplo, en la semana del 13 al 20 de abril (pico de la escalada), los rendimientos del Treasury a 10 años llegaron a superar el 4,6 %, cuando históricamente habrían caído al menos 30-50 puntos básicos en un contexto de pánico geopolítico.

Este dato marca una grieta: por primera vez en mucho tiempo, los Treasuries no absorbieron todo el flujo de capital “miedoso” como sí sucedía en guerras o crisis anteriores.

¿Qué explica este cambio de comportamiento?

Varios factores estructurales están detrás de este fenómeno:

1. Déficit fiscal y deuda récord

  • EE. UU. tiene un déficit federal cercano al 7 % del PIB y una deuda pública que supera el 120 % del PIB.

  • Esto obliga a emitir cada vez más bonos para financiarse, lo que presiona al alza los tipos de interés y erosiona su atractivo como refugio.

2. Persistencia de la inflación y tipos altos

  • A diferencia de otros periodos, ahora los mercados esperan tipos altos durante más tiempo para controlar una inflación que se resiste a bajar.

  • Esto hace menos atractiva la deuda existente con cupones bajos.

3. Menor dependencia mundial del dólar

  • La desdolarización parcial y la fragmentación geopolítica (China, Rusia y otros países que reducen sus reservas en Treasuries) también restan compradores.

4. Alternativas de refugio más diversificadas

  • En esta crisis, se observó que los inversores optaron por liquidez en dólares, oro y francos suizos, más que por bonos a largo plazo.

  • El oro, por ejemplo, alcanzó máximos históricos por encima de los $2.400 la onza en abril de 2025.

¿Un hecho aislado o una tendencia que se consolida?

La pregunta clave es si esta reacción de los bonos del Tesoro es solo un fenómeno puntual —vinculado a la magnitud relativamente contenida de la escalada entre Israel, EE. UU. e Irán— o si apunta a un cambio más profundo en la forma en que los mercados gestionan el riesgo geopolítico.

De momento, varios indicios sugieren que esta dinámica podría repetirse:

  • Los problemas estructurales de EE. UU. no se resolverán pronto: su déficit y su deuda seguirán creciendo, y la Reserva Federal mantiene un tono restrictivo.

  • La tendencia hacia una geopolítica multipolar hace que cada vez más países diversifiquen sus reservas, reduciendo la compra sistemática de Treasuries.

  • El auge de otros activos de refugio, como el oro, refuerza la idea de un “menú” más amplio para los inversores en tiempos de tensión.

Por supuesto, en crisis de gran magnitud global o de pánico financiero sistémico, los Treasuries seguirán jugando un papel esencial. Pero cada vez más, el mundo financiero ya no se comporta como en los tiempos de hegemonía indiscutida del dólar, y este episodio es una señal más de que esa transición puede estar en marcha.

¿Qué está en juego?

Si esta pérdida de atractivo de los bonos del Tesoro como activo refugio se consolida, las consecuencias serían profundas para la economía norteamericana y para la posición dominante de EE. UU. en el sistema financiero global.

1) Mayor coste de financiación

  • EE. UU. depende de que inversores, bancos centrales y fondos de pensiones sigan comprando su deuda masivamente.

  • Si la demanda se enfría, el Tesoro se ve obligado a ofrecer tipos de interés más altos para colocar sus emisiones → suben los pagos por intereses → se amplía el déficit → se refuerza la espiral de deuda.

2) Debilitamiento del “poder imperial del dólar”

  • La primacía de los Treasuries está íntimamente ligada a la del dólar como moneda de reserva mundial.

  • Si cada vez más países diversifican sus reservas hacia otras divisas o activos (yuan, oro, francos suizos, etc.), la demanda estructural de dólares y bonos se reduce.

  • Esto mina uno de los grandes privilegios de EE. UU.: poder financiarse barato e imprimir dinero sin riesgo inmediato de inflación descontrolada.

3) Erosión de la capacidad de influencia global

  • El dominio del dólar permite a EE. UU. imponer sanciones financieras, congelar activos y ejercer presión económica de forma casi unilateral.

  • Una menor dependencia de los Treasuries y del dólar reduce el margen de maniobra de Washington en disputas geopolíticas.

En definitiva, el debilitamiento de los bonos del Tesoro como “refugio seguro” no es solo un problema para los mercados: abre grietas en la arquitectura de poder económico y diplomático de EE. UU., obligándolo a repensar su modelo de déficit crónico y emisión ilimitada.

¿Un síntoma de debilidad estructural?

Lo que muestra la guerra de los 13 días no es que los Treasuries hayan dejado de ser un activo refugio —siguen siéndolo—, sino que su “dominio absoluto” se está erosionando. La confianza de que EE. UU. siempre podrá financiarse barato y sin límites se ve matizada por:

  • la magnitud de su deuda,

  • la competencia de otros activos refugio,

  • y un contexto geopolítico cada vez más fragmentado.

En el largo plazo, esto podría traducirse en costes de financiación más altos para EE. UU., una presión adicional sobre su presupuesto federal y una señal de que el “imperialismo financiero” americano empieza a mostrar grietas.
No es un colapso inminente, pero sí una advertencia: la seguridad que ofrecen los Treasuries ya no es incondicional.

domingo, junio 29, 2025

Armas nucleares y derecho islámico


En la tradición islámica —especialmente en la rama chií que rige Irán— una fatwa es un dictamen jurídico-religioso emitido por un erudito o autoridad suprema. No es una “ley” en el sentido occidental, sino una interpretación de la sharía (la ley islámica) aplicada a un caso concreto.

En la República Islámica de Irán, las fatwas tienen un papel singular porque la Constitución declara que todas las leyes y regulaciones deben basarse en los principios islámicos (artículo 4). Por lo tanto, una fatwa emitida por el Líder Supremo, que es la máxima autoridad política y religiosa del país, puede tener fuerza vinculante, ya que se entiende como una guía obligatoria para el Estado y sus instituciones.

El derecho islámico y las fatwas

En el derecho islámico, la sharía no es un único texto legal cerrado como un código civil; es un conjunto de principios y normas que se interpretan a partir del Corán, la sunna (tradición del profeta Mahoma) y la jurisprudencia islámica (fiqh).
Dentro de este marco, la fatwa es una herramienta fundamental: es una opinión jurídica emitida por un jurista o autoridad religiosa para resolver cuestiones nuevas o complejas que no tienen respuesta directa en los textos sagrados.

En la tradición chií, que es la dominante en Irán, los grandes ayatolás (marŷa‘ taqlīd) y, sobre todo, el Líder Supremo, pueden emitir fatwas que sirven de guía interpretativa obligatoria para sus seguidores y, en el caso de Irán, para las instituciones del Estado.
Así, las fatwas no sustituyen la ley escrita, pero la complementan, la interpretan y la concretan para casos específicos, manteniendo la coherencia con los principios de la sharía.

Por todo lo anterior, en Irán, una fatwa del Líder Supremo no pasa por el Parlamento: se dicta desde la cúspide del poder religioso-político y se convierte en una directriz de obligado cumplimiento para el régimen. En la práctica, actúa como un mandato supremo, pero su fuerza depende de la autoridad personal y religiosa del Líder y puede ser reinterpretada o revocada por él mismo si lo justifica el “interés supremo” (maslaha) de la comunidad.

Así, una fatwa de un Líder Supremo no es idéntica a una ley codificada, pero tiene un peso normativo superior a cualquier ley civil ordinaria si se refiere a materias fundamentales para el Estado.

👉 De hecho, en toda la historia de la República Islámica, ninguna fatwa emitida por un Líder Supremo —ni Jomeiní ni Jameneí— ha sido desobedecida abiertamente, ya que desafiarla sería poner en cuestión la legitimidad del propio régimen..

La fatwa de Ali Jameneí sobre las armas nucleares

Dentro de este marco, una de las fatwas más citadas internacionalmente es la que el ayatolá Ali Jameneí, Líder Supremo desde 1989, emitió a principios de los años 2000. En ella, Jameneí declaró que la producción, almacenamiento y uso de armas nucleares es haram (prohibido por el islam) y, por tanto, inmoral y contrario a la ley islámica.

Esta fatwa se hizo pública oficialmente en 2003 y fue reiterada en 2005, cuando Irán la presentó como parte de su posición ante el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). Desde entonces, las autoridades iraníes la han citado en múltiples foros diplomáticos como prueba de su compromiso religioso de no desarrollar armamento nuclear.

Hasta la fecha, esta fatwa no se ha derogado ni modificado, y ninguna fatwa emitida por Jameneí como Líder Supremo ha sido jamás ignorada dentro del sistema político iraní —al igual que sucedió con las de su predecesor, el ayatolá Jomeiní. Aunque algunos sectores dentro del régimen —como facciones más radicales de la Guardia Revolucionaria— han sugerido en ocasiones que podría reconsiderarse si la seguridad nacional se viera gravemente amenazada, Jameneí nunca la ha revocado de forma oficial, y romperla abiertamente equivaldría a desafiar la autoridad suprema del Estado.

Conclusión: ¿Fabricar armas nucleares es ilegal en Irán?

Sí. Mientras esta fatwa esté vigente, el desarrollo de armas nucleares va contra la interpretación oficial de la sharía, y por tanto, es ilegal dentro del sistema jurídico de la República Islámica de Irán. No existe una ley civil escrita específica que diga “prohibido fabricar armas nucleares”, pero la Constitución obliga a que toda norma esté alineada con la sharía, y la fatwa del Líder Supremo define claramente la posición.

Por eso, a nivel interno e internacional, Irán sigue afirmando que su programa nuclear tiene fines exclusivamente pacíficos, ya que producir un arma nuclear sería contrario a su propia doctrina religiosa y política, al menos mientras esta fatwa siga en pie.

miércoles, mayo 14, 2025

¿Quién derrotó al nazismo? La evidencia del frente oriental tras el Día D


Una de las grandes discusiones sobre la Segunda Guerra Mundial —silenciosa en algunos contextos, ruidosa en otros— es la de quién derrotó realmente al Tercer Reich: ¿los Aliados occidentales o la Unión Soviética?

Más allá del reparto geopolítico del triunfo, hay un dato que obliga a repensar el relato habitual: desde el Día D, el Ejército Rojo no sufrió ningún revés comparable a los que enfrentaron los Aliados occidentales. Y esto, a pesar de que los soviéticos se enfrentaban al grueso, y no a los restos, del ejército alemán.

Tres debacles aliadas en menos de un año

A partir de junio de 1944, con el exitoso desembarco en Normandía, los Aliados occidentales abrieron el segundo frente que Stalin llevaba años reclamando. Sin embargo, el avance no fue tan fluido como la narrativa popular suele presentar. Entre 1944 y principios de 1945, los ejércitos angloamericanos sufrieron tres reveses militares importantes, incluso decisivos:

  • Operación Market Garden (septiembre de 1944): una apuesta arriesgada para cruzar rápidamente los Países Bajos usando fuerzas aerotransportadas. El resultado fue un fracaso costoso, con miles de bajas y ningún avance estratégico.

  • Bosque de Hürtgen (septiembre 1944 - febrero 1945): una campaña mal planificada en la que las fuerzas estadounidenses quedaron atrapadas durante meses, sufriendo pérdidas elevadas sin lograr una victoria significativa.

  • Ofensiva de las Ardenas (diciembre 1944): una contraofensiva sorpresa del ejército alemán que desorganizó a los Aliados, provocó un colapso temporal de sus líneas y forzó una costosa recuperación.

Lo más notable es que estos fracasos no ocurrieron frente a un ejército alemán en su apogeo, sino frente a un Reich ya agotado, en retirada, con menos recursos, sin superioridad aérea y con el grueso de sus tropas atrapadas en el Este.

El contraste soviético: sin reveses ante el grueso del enemigo

Mientras los Aliados tropezaban en el Oeste, el Ejército Rojo, enfrentando al núcleo más fuerte y numeroso de la Wehrmacht, mantenía un ritmo ofensivo casi imparable. Algunas de las mayores operaciones militares de la historia se lanzaron en este periodo:

  • Operación Bagration (junio-agosto 1944): una ofensiva demoledora que destruyó completamente al Grupo de Ejércitos Centro alemán. Fue una de las derrotas más catastróficas de la historia militar alemana.

  • Avance hacia el Vístula y el Oder (enero 1945): liberación de Polonia y avance soviético a pocos kilómetros de Berlín en cuestión de semanas.

  • Sitios y batallas como Budapest, Königsberg y finalmente Berlín: feroces, costosas, pero todas exitosas para la Unión Soviética, que no perdió la iniciativa ni una sola vez desde el verano del 44.

La comparación es contundente: los soviéticos no sufrieron nada remotamente parecido a Market Garden, Hürtgen o las Ardenas, y lo hicieron enfrentando a la Wehrmacht en su corazón operativo, no a sus restos.

Calidad y cantidad: los soviéticos enfrentaron a lo mejor

No solo es cuestión de volumen. Desde 1941 hasta 1944, Alemania concentró la mayoría de sus divisiones, especialmente las mejores (Panzer, Waffen-SS), en el frente oriental. Incluso después del desembarco de Normandía, la prioridad de Hitler seguía siendo el Este. El Oeste era secundario, defendido con unidades de reserva, soldados de reemplazo y divisiones estáticas.

Aun así, los Aliados sufrieron reveses graves. Los soviéticos, por el contrario, aniquilaron estructuras enteras del ejército alemán, recuperaron territorios colosales y llegaron a Berlín sin haber sido jamás desbordados en una gran ofensiva alemana.

El relato que incomoda

Reconocer esta realidad no es restar mérito a los sacrificios aliados ni minimizar su papel. Pero sí obliga a ajustar el relato triunfalista. El ejército que derrotó al nazismo en el campo de batalla fue, en términos estrictos, el Ejército Rojo. No por ideología, sino por hechos:

  • Enfrentó al grueso de las tropas nazis.

  • Asestó las derrotas más letales a la Wehrmacht.

  • Mantuvo la iniciativa ofensiva desde Stalingrado hasta Berlín.

  • No sufrió ningún revés comparable a los fracasos aliados entre 1944 y 1945.

Mientras los Aliados sufrían derrotas parciales frente a un enemigo que se descomponía, los soviéticos vencieron —con sangre y acero— al ejército nazi en su forma más concentrada y desesperada.

martes, mayo 13, 2025

Leinster vs Northampton: Anatomía de una grieta táctica


Parecía imposible que Northampton pudiera eliminar a Leinster. El equipo irlandés había aplastado a todos sus rivales en las eliminatorias anteriores y llegaba a la semifinal con la etiqueta de favorito indiscutible. Pero Northampton no fue un equipo más: fue el anti-Leinster. Jugó con un plan que no solo lo igualaba, sino que directamente desactivaba el modelo irlandés.

Northampton desplegó un rugby de inspiración austral–fidjiana: vertical, rápido, lleno de off-loads, apoyos laterales e improvisación táctica. No sólo aceleró el ritmo del juego, sino que lo fragmentó y lo lanzó a zonas donde Leinster no puede respirar: el desorden. Jugadores como Freeman, Smith o Furbank crearon superioridades no por fuerza, sino por velocidad y lectura. La clave fue imponer un alto tempo desde el primer minuto, forzar transiciones rápidas y negar toda posibilidad de reordenamiento defensivo a Leinster. El caos fue el contexto y Northampton lo controló mejor.

El sistema de Leinster, por contraste, depende del control: es pesado, estructurado, basado en el dominio posicional, la defensa organizada y la gestión territorial. Cuando ese orden se rompe, el modelo se viene abajo. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Northampton hizo daño en muchas zonas del campo, generando quiebres por los bordes, ganando en apoyos interiores y superando con facilidad las primeras cortinas defensivas. Pero hubo una zona donde el daño fue constante y letal: el canal del 10.

Desde los primeros minutos, Northampton atacó con precisión el espacio entre apertura y segundo centro. Las rupturas más claras, incluyendo los primeros ensayos, se produjeron en esa zona: un 10 lento, sin aceleración defensiva ni agresividad en el contacto, sin capacidad de ajuste reactivo. Sam Prendergast no llegó ni a cerrar ni a frenar, pero tampoco pareció leer con claridad el movimiento. No es solo físico: es latencia cognitiva. La defensa no reaccionó porque el eje del sistema no supo interpretarla.

Prendergast es un jugador inteligente, formado en el sistema Leinster, con buena técnica de pase y visión general del juego. Pero su constitución física —casi dos metros de altura, zancada torpe, lentitud en espacios cortos— lo hace incompatible con el puesto de apertura moderno. No puede romper en carrera, no puede seguir a sus tres cuartos, y ralentiza el ritmo ofensivo. En defensa, no llega al corte ni genera impacto. Es una bisagra que no gira.

Se le ha querido comparar con Larkham por su altura, pero Larkham era ágil y veloz. También se menciona a Pollard, pero el sudafricano es compacto, fuerte en el contacto, clínico al pie y fiable en defensa. Prendergast no tiene ni la aceleración de uno ni la fiabilidad del otro. La diferencia esencial: todos esos 10 pueden sostener el sistema sin estorbarlo. Prendergast no puede: su cuerpo lo traiciona.

En teoría, podría jugar en un equipo como Sudáfrica si el esquema es de control total, con 7 delanteros en el banquillo y uso casi exclusivo del pie. Pero incluso ahí, sería una pieza funcional, nunca estructural. Y el rugby moderno, incluso en los sistemas más defensivos, exige más velocidad de ejecución y más amenaza individual de la que él puede ofrecer.

Leinster ha puesto su futuro en manos de un jugador que representa todo lo que el rugby de hoy penaliza: lentitud, previsibilidad, falta de amenaza en ruptura. No por falta de talento, sino por inadecuación física para el puesto. Es más probable que Prendergast sufra una lesión o quede expuesto que que llegue a ser un 10 de élite. Como apostar por un pilier de 90 kg: puedes tener la técnica, pero no vas a aguantar el impacto. Lo que Northampton reveló no fue una debilidad táctica: fue una falla estructural. Y hasta que Leinster la enfrente con realismo, sus ambiciones estarán hipotecadas.

Excurso: Las dos modalidades de juego en el rugby moderno En el rugby moderno de élite, coexisten dos grandes paradigmas de juego que rara vez se mezclan con éxito: el modelo estructurado (europeo/sudafricano) y el modelo fluido (oceánico/pacífico). El modelo estructurado se basa en la ocupación del campo, el control del balón, el uso táctico del pie y la defensa organizada. Equipos como Leinster, Inglaterra o Sudáfrica utilizan esta modalidad para imponer el ritmo, limitar el error y construir victorias a partir del desgaste. El modelo fluido, por el contrario, se sustenta en el ritmo alto, el off-load, la ruptura constante y el apoyo espontáneo. Equipos como Nueva Zelanda, Australia, Francia (en su mejor versión) y los combinados del Pacífico Sur (Fiyi, Samoa) lo ejecutan con brillantez cuando pueden controlar el caos. La clave táctica está en quién impone el ritmo: si el equipo estructurado lo consigue, domina el partido. Si el rival impone fluidez, desorganiza al sistema y lo deja sin respuestas. Lo que Northampton hizo ante Leinster fue precisamente esto: acelerar el ritmo, obligar al rival a jugar fuera de estructura y explotar un punto débil que, en sistemas lentos y pesados, no puede disimularse: la bisagra.