“Cada cuerpo contado es una victoria.” Esa
fue, en esencia, la lógica que rigió buena parte de la estrategia militar
estadounidense en la Guerra de Vietnam. Frente a un enemigo móvil, que evitaba
el combate frontal y se disolvía entre la población civil, el alto mando buscó
un indicador cuantificable que justificara el esfuerzo bélico: el número de
enemigos muertos. A eso se le llamó body count. Pero cuando la guerra se mide
en cadáveres, el éxito deja de ser una cuestión política o moral y pasa a ser
una tabla numérica en un informe.
Ahí comienza la banalización del mal.
El
body count no fue un simple subproducto estadístico; se convirtió en
brújula operativa. En una guerra sin líneas de frente estables, el Comando de
Asistencia Militar en Vietnam (MACV) integró el recuento de bajas enemigas
dentro de un amplio panel de métricas —más de 180 indicadores—, pero sobre el
terreno la cifra de enemigos abatidos se transformó en la medida
tangible del rendimiento de unidades y mandos. La presión por presentar
resultados cuantificables incentivó misiones agresivas orientadas a producir
bajas y, en muchos casos, a inflar o manipular las cifras. Cuando una métrica
se convierte en objetivo, deja de medir lo que pretendía medir.
La
distorsión tuvo consecuencias: aldeanos muertos fueron reportados como
combatientes, heridos rematados para asegurar un “confirmado”, y operaciones
planificadas menos por su valor estratégico que por su potencial de generar
números. Investigaciones posteriores mostraron discrepancias flagrantes —como
recuentos masivos de supuestos enemigos frente a un número mínimo de armas
recuperadas— y patrones de presión estadística desde escalones superiores.
La filósofa Hannah
Arendt, al informar sobre el juicio a Adolf Eichmann, acuñó la expresión “la
banalidad del mal” para describir cómo crímenes monstruosos podían ser
ejecutados por individuos moralmente corrientes que se ocultaban tras la rutina
burocrática, la obediencia reglamentaria y el lenguaje administrativo. Eichmann
no aparecía como un demonio ideológico, sino como un funcionario eficaz que
cumplía procedimientos sin pensar en las consecuencias humanas de las
deportaciones que organizaba.
La
banalización del mal, en Arendt, no trivializa el crimen: denuncia la suspensión
del juicio moral cuando la acción se reduce a trámite. Ese desplazamiento
del pensamiento ético por la ejecución técnica encuentra un ejemplo paradigmático en
el body count. Oficiales evaluados por cifras; soldados que reciben
órdenes de “buscar y destruir”; reportes en los que desaparecen nombres, edades
y contextos, sustituidos por totales. El acto de matar queda encapsulado en un
parte estadístico.
El
concepto de Arendt nace del análisis del aparato nazi: deportaciones
registradas, transportes programados, categorías codificadas, lenguaje
eufemístico (Evakuierung, Umsiedlung) y una cadena administrativa
que convertía la aniquilación en gestión logística.
En
los campos, la reducción de personas a números de prisionero —tatuados
en Auschwitz y usados para el control de mano de obra, distribución de raciones
y registros de muerte— ejemplifica cómo la identidad humana se disuelve en un
sistema contable. Quien muere deja de ser “alguien” para convertirse en
“entrada” o “baja” en un libro.
Los
informes estadísticos nazis sobre la “Solución Final”, como el Informe
Korherr, agregaban seres humanos en categorías procesadas, ocultando el
asesinato masivo bajo fórmulas cuantitativas aceptables para la jerarquía. Este
velo técnico-administrativo permitió coordinar operaciones de exterminio a
escala continental con una apariencia de neutralidad burocrática.
No se trata de equiparar el genocidio planificado por el aparato nazi y la guerra de contrainsurgencia estadounidense en Vietnam, sino de señalar una lógica estructural compartida: la conversión de la muerte en una operación técnica, organizada desde estructuras burocráticas que permiten suspender el juicio moral.
En el caso nazi, el sistema de campos convirtió la aniquilación en una tarea de gestión: deportaciones organizadas como traslados administrativos, identidades suprimidas en favor de números tatuados, ejecuciones registradas como “procesamientos” en informes estadísticos. De ahí surge, precisamente, el concepto de banalización del mal formulado por Hannah Arendt: el horror no como exceso de odio, sino como resultado de la obediencia reglamentaria y la ejecución profesionalizada del crimen.
El body count opera sobre esa misma matriz moderna. En Vietnam, la muerte también se convirtió en cifra, y la lógica operativa priorizó la producción de bajas cuantificables por encima de cualquier consideración ética o estratégica. Como en los campos, la víctima desaparece tras el número: el cuerpo deja de ser humano para volverse “confirmado”, “neutralizado”, “resultado”. La cadena de mando recompensa la eficacia, no la compasión.
Ambos casos muestran cómo la modernidad técnica y burocrática no solo no impide la violencia extrema, sino que puede hacerla funcional, procesable, justificable. La muerte se transforma en dato, el crimen en rendimiento. La obediencia ciega, el lenguaje administrativo y la presión por resultados permiten que la barbarie se ejecute sin remordimiento. En eso consiste, justamente, su banalidad.
La banalización de la muerte que produjo el body count no fue una abstracción estadística sin consecuencias. Fue, en muchos casos, una condición estructural de los crímenes de guerra cometidos por el ejército estadounidense en Vietnam. La presión por aumentar las cifras incentivó ejecuciones sumarias, asesinatos de civiles reportados como enemigos abatidos, torturas sistemáticas en centros de detención y bombardeos indiscriminados sobre zonas densamente pobladas. El lenguaje operativo y la lógica de rendimiento encubrieron masacres como la de Mỹ Lai (1968), en la que fueron asesinados más de 500 civiles desarmados, incluidos mujeres, ancianos y niños, muchos de ellos ejecutados a quemarropa o violados antes de morir. El suceso fue inicialmente presentado como una victoria: un “éxito táctico” con “128 enemigos muertos”.
Pero Mỹ Lai no fue un caso aislado. Informes desclasificados y testimonios recogidos por periodistas como Seymour Hersh o investigadores como Nick Turse documentaron numerosos episodios de asesinatos masivos, violaciones, uso deliberado de armas químicas (napalm y agente naranja), ejecuciones de prisioneros, destrucción sistemática de aldeas y represalias indiscriminadas contra poblaciones enteras. Operaciones como Speedy Express (1968–69), en el delta del Mekong, dejaron miles de muertos civiles bajo el pretexto de enfrentamientos con el Viet Cong: según algunas estimaciones internas del Ejército, por cada arma recuperada había hasta 14 cadáveres sin identificar.
Estas prácticas no fueron excepcionales. Investigaciones posteriores —militares, periodísticas y académicas— documentaron patrones sistemáticos de violaciones del derecho internacional humanitario, consistentes con los principios definidos en los Convenios de Ginebra de 1949: falta de distinción entre civiles y combatientes, trato inhumano a prisioneros, ataques desproporcionados y uso de armas que causan sufrimiento innecesario. Sin embargo, Estados Unidos nunca fue juzgado como Estado por estos crímenes, y los pocos juicios realizados dentro del propio ejército derivaron en penas simbólicas o indultos.
El caso más emblemático es el del teniente William Calley, único condenado por la masacre de Mỹ Lai. Sentenciado a cadena perpetua por la ejecución directa de decenas de civiles, fue liberado tras menos de cuatro años de arresto domiciliario, en un contexto de presión política y apoyo popular. Otros altos mandos implicados fueron exonerados, trasladados o jubilados anticipadamente.
En este contexto, resulta significativo que Estados Unidos se haya negado sistemáticamente a reconocer la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional (TPI) desde su fundación en 2002. Aunque no se puede reducir esa negativa a una sola causa, muchos analistas coinciden en que el temor a una rendición de cuentas retroactiva —particularmente por Vietnam, pero también por Irak o Afganistán— y a una restricción futura de su autonomía militar global fue un factor decisivo. La impunidad estructural en la que se asentó la doctrina del body count no ha sido superada: sigue proyectando efectos jurídicos, políticos y éticos hasta hoy.
La guerra, cuando se libra sin juicio ni memoria, se hereda como derecho. Y el crimen, cuando no se nombra, se convierte en estrategia aceptable.
El agotamiento psicológico de la tropa —alimentado por una guerra impopular, rotaciones breves, racismo interno y una estrategia percibida como absurda— generó un clima generalizado de frustración y alienación. En ese contexto, la lógica del body count jugó un papel central: reducía la experiencia del combate a una métrica inhumana, donde los soldados eran instrumentos prescindibles en función del rendimiento operativo de sus mandos.
La obsesión con las cifras producía órdenes que muchos consideraban temerarias o directamente suicidas, como “búsquedas y destrucciones” orientadas no a tomar posiciones, sino a engordar partes estadísticos. Este tipo de operaciones, repetitivas y sin propósito comprensible, desvinculaban emocionalmente al combatiente de la misión, erosionando los códigos de lealtad y sentido del deber. La guerra, para muchos, dejó de tener justificación ideológica o nacional; se convirtió en supervivencia desnuda.
En ese vacío de sentido, el consumo de drogas se expandió como una forma de resistencia íntima. Marihuana y heroína ofrecían una vía de escape, no solo del miedo al combate, sino también de la sensación de ser utilizado como “carne de cañón” por oficiales obsesionados con “subir el número”. Las anfetaminas, distribuidas incluso dentro del equipamiento estándar de campaña, cumplían el efecto opuesto: mantener la alerta en contextos de agotamiento físico y mental extremos.
Informes militares de la época y estudios posteriores —como los de Christian Appy, Nick Turse o el Vietnam Veterans Against the War— mostraron cómo la combinación de lógica estadística, violencia sin propósito claro y jerarquías fracturadas alimentó una cultura de desafección, consumo y sabotaje informal. El fragging, como expresión violenta de esa ruptura, no fue un fenómeno aislado, sino parte de una atmósfera donde el mando ya no era respetado, sino temido u odiado.
En definitiva, el body count, lejos de fortalecer la moral combativa, contribuyó a su desintegración, al transformar a los soldados en piezas anónimas dentro de una maquinaria que contabilizaba cuerpos sin nombres. Cuando la misión pierde sentido, la vida pierde valor, y la evasión química se convierte en forma de protesta muda, en signo de quiebre ético colectivo.
Las cifras varían porque el Departamento de Defensa solo registraba sistemáticamente los incidentes con explosivos a partir de 1969, y muchos casos nunca se investigaron a fondo. Datos citados en audiencias del Congreso y estudios posteriores ofrecen rangos aproximados:
· 1969: 96 incidentes reportados; 37 muertes (principalmente oficiales/NCOs).
· 1970: 209 incidentes; 34 muertes.
· Hasta julio de 1972: 551 incidentes acumulados; 86 muertos y más de 700 heridos (solo casos con explosivos).
· Investigación de George Lepre: entre 600 y 850 casos en el Ejército; 42 soldados muertos confirmados (Army) + 15 Marines en 94 incidentes USMC; admite subregistro.
· Estimación de Gabriel & Savage: hasta 1.017 incidentes; 86 muertos y 714 heridos (mayoría oficiales/Suboficiales).
Aunque los totales difieren, todos los estudios coinciden en dos puntos: (1) el fenómeno se disparó cuando la moral cayó y la retirada ya estaba en marcha; (2) los blancos más frecuentes fueron mandos percibidos como temerarios, racistas o obsesionados con “subir el body count”.
El caso del body count revela una lección más amplia y más incómoda: la banalización del mal no es un rasgo exclusivo del totalitarismo nazi, ni un fenómeno del pasado. Es, como advirtió Hannah Arendt, una posibilidad latente en cualquier sistema moderno que disocie la acción del juicio, la técnica de la ética, la obediencia de la conciencia. La maquinaria de exterminio nazi llevó esta lógica al extremo, pero la misma racionalidad instrumental —burocrática, eficiente, despersonalizada— puede operar en contextos formalmente democráticos y bajo propósitos distintos, como lo demostró la estrategia estadounidense en Vietnam.
Allí, también, la muerte fue absorbida por el lenguaje técnico: partes de operaciones, indicadores de rendimiento, informes cruzados, cuadros de mando. El acto de matar —como en los campos— quedó encubierto por la neutralidad del procedimiento, por la cadena de decisiones fragmentadas, por la jerga operativa que sustituía a la palabra “asesinato” por términos como “confirmado”, “neutralizado”, “resultado operativo”.
Zygmunt Bauman lo expresó sin rodeos: la modernidad no impide la barbarie; puede hacerla más eficiente. La racionalidad técnico-administrativa no es enemiga del crimen, sino una de sus condiciones de posibilidad cuando la política abdica del juicio moral. El body count no fue una desviación patológica, sino el producto lógico de una guerra dirigida como si fuera una hoja de cálculo.
En otra realidad posible —esa en la que los principios universales no se negocian con la geopolítica— comandos secretos del sudeste asiático podrían haber secuestrado a Robert McNamara en Buenos Aires, y haberlo trasladado a Hanoi para juzgarlo por crímenes de guerra.
McNamara, secretario de Defensa de Estados Unidos entre 1961 y 1968, fue el principal arquitecto de la escalada militar en Vietnam y uno de los diseñadores del sistema de métricas operativas que convirtió la guerra en un experimento cuantitativo.
Pero la historia real eligió otra forma de banalización: la de no juzgar a nadie.
El body
count no fue solo un error de estrategia militar; fue un fracaso moral que destruyó la moral del propio ejército invasor norteamericano.
Transformó la violencia en estadística y permitió que asesinatos de civiles
—como la masacre de Mỹ Lai, inicialmente reportada como “enemigos
muertos”— se camuflaran como éxito operacional. Cuando los muertos se cuentan
pero no se miran, la humanidad desaparece del cálculo.
·
Hannah Arendt, Eichmann en
Jerusalén: Informe sobre la banalidad del mal.
·
Zygmunt Bauman, Modernidad y
Holocausto.
·
Christian G. Appy, Working-Class
War: American Combat Soldiers and Vietnam.
·
Greg Daddis, No Sure
Victory: Measuring U.S. Army Effectiveness and Progress in the Vietnam War.
·
Nick Turse, Kill Anything
That Moves: The Real American War in Vietnam.
·
George Lepre, Fragging: Why
U.S. Soldiers Assaulted Their Officers in Vietnam.
(Las obras
listadas dialogan con las fuentes citadas en esta entrada y amplían el análisis
histórico, ético y sociológico del tema.)