¿Cómo se abordan las peculiaridades en una democracia?
Recordemos que en las últimas elecciones generales del 2011, el porcentaje de votantes a partidos en favor del referendum fueron más o menos los mismos que los votos de los partidos en contra de ese derecho a decidir. Y no hablemos de los resultados de las últimas elecciones autonómicas.
De esta distribución de voto debería deducirse que la distribución de ese deseo a decidir en Cataluña es diferente de manera consistente a la distribución de ese deseo en el resto de España.
En una sociedad abierta, la mayoría debería tener en cuenta el deseo de esa consistente peculiaridad local y, como mínimo, permitir su expresión.
La calidad de la democracia está también en el modo en que ésta tiene en cuenta la voluntad de las minorías a las que un tema atañe de manera más clara y directa que el resto de la colectividad y que expresan con consistencia una diferencia.
No se trata de un capricho sino de la voluntad de una buena parte de los más directamente afectados.
Por eso, tendría todo el sentido que el Congreso Español, atendiendo a lo peculiar de la especificidad del deseo de los catalanes, permitiera ese referendum y ayudase a llevarlo a cabo.
No se trata de que las minorías se impongan a las mayorías sino permitir que las minorías se expresen y, lo que es más importante, que demuestren que son tal.
Por eso, no es un tema de respeto a la ley.
Hay una clara voluntad de expresar una idea contraria escondiéndose bajo la máscara del respeto a la ley, porque cuando hay acuerdo las leyes no son un problema. Se cambian.
Y si bien es cierto que una de las formas en que se expresa la democracia es el respeto a la ley, no es menos cierto que reducirlo todo al inflexible respeto a la ley implica un importante tic autoritario porque, y como digo, cuando conviene y hay acuerdo, las ayer inflexibles e inamovibles leyes, hoy se cambian.
Una vez más el debate político es hipócrita.
Las voluntades se esconden tras las formalidades y los temas se confunden y mezclan equiparando el derecho a expresarse con la definitiva expresión.
Subyaciendo además el definitivo tic autoritario que reduce el derecho a expresión directa a unas elecciones cada cuatro años, elecciones precedidas de quince días de campaña electoral en los que se promete cualquier cosa a cualquier precio, campañas basadas en un programa que pocas veces se cumple y contra esas mentiras e incumplimientos el ciudadano se encuentra indefenso una vez que firma el cheque en blanco de su voto.
Durante esos cuatro años el ciudadano no puede expresar su acuerdo o desacuerdo en puntuales temas críticos cuya decisión queda en manos de sus representantes.
Y todo esto estaría bien si, al depender esos cuatro años, de esos quince días de campaña electoral, los partidos quedasen legalmente obligados a cumplir lo hablado o prometido, pero ni eso.
Por ahora quieren tenerlo todo.
Por ahora lo tienen.
Y por lo visto ni los matices ni las peculiaridades son relevantes en una democracia.
Recordemos que en las últimas elecciones generales del 2011, el porcentaje de votantes a partidos en favor del referendum fueron más o menos los mismos que los votos de los partidos en contra de ese derecho a decidir. Y no hablemos de los resultados de las últimas elecciones autonómicas.
De esta distribución de voto debería deducirse que la distribución de ese deseo a decidir en Cataluña es diferente de manera consistente a la distribución de ese deseo en el resto de España.
En una sociedad abierta, la mayoría debería tener en cuenta el deseo de esa consistente peculiaridad local y, como mínimo, permitir su expresión.
La calidad de la democracia está también en el modo en que ésta tiene en cuenta la voluntad de las minorías a las que un tema atañe de manera más clara y directa que el resto de la colectividad y que expresan con consistencia una diferencia.
No se trata de un capricho sino de la voluntad de una buena parte de los más directamente afectados.
Por eso, tendría todo el sentido que el Congreso Español, atendiendo a lo peculiar de la especificidad del deseo de los catalanes, permitiera ese referendum y ayudase a llevarlo a cabo.
No se trata de que las minorías se impongan a las mayorías sino permitir que las minorías se expresen y, lo que es más importante, que demuestren que son tal.
Por eso, no es un tema de respeto a la ley.
Hay una clara voluntad de expresar una idea contraria escondiéndose bajo la máscara del respeto a la ley, porque cuando hay acuerdo las leyes no son un problema. Se cambian.
Y si bien es cierto que una de las formas en que se expresa la democracia es el respeto a la ley, no es menos cierto que reducirlo todo al inflexible respeto a la ley implica un importante tic autoritario porque, y como digo, cuando conviene y hay acuerdo, las ayer inflexibles e inamovibles leyes, hoy se cambian.
Una vez más el debate político es hipócrita.
Las voluntades se esconden tras las formalidades y los temas se confunden y mezclan equiparando el derecho a expresarse con la definitiva expresión.
Subyaciendo además el definitivo tic autoritario que reduce el derecho a expresión directa a unas elecciones cada cuatro años, elecciones precedidas de quince días de campaña electoral en los que se promete cualquier cosa a cualquier precio, campañas basadas en un programa que pocas veces se cumple y contra esas mentiras e incumplimientos el ciudadano se encuentra indefenso una vez que firma el cheque en blanco de su voto.
Durante esos cuatro años el ciudadano no puede expresar su acuerdo o desacuerdo en puntuales temas críticos cuya decisión queda en manos de sus representantes.
Y todo esto estaría bien si, al depender esos cuatro años, de esos quince días de campaña electoral, los partidos quedasen legalmente obligados a cumplir lo hablado o prometido, pero ni eso.
Por ahora quieren tenerlo todo.
Por ahora lo tienen.
Y por lo visto ni los matices ni las peculiaridades son relevantes en una democracia.