La realidad es el muro.
Todos los defensores del status quo de este orden democrático de consumo siempre acaban refugiados tras él cuando la batalla de las ideas, o lo que sea, se vuelve complicada.
Occidente construyó todo su imaginario simbólico también a los pies de un muro, el de Berlin.
Los soviéticos construyeron el muro para que los berlineses de la zona oriental no se pasaran a la más confortable y desarrollada zona occidental. Los occidentales fomentaron la sociedad de consumo, el trasvase democrático de renta a la clase obrera promoviendo lo que la izquierda llamó aburguesamiento de la clase obrera, precisamente para evitar que nadie se pasase al otro lado.
Ese muro, de manera física, representaba precisamente el límite exterior de dos realidades porque al final los ordenes sociales se traducen en una determinada realidad que aspira a la legitimidad total trastocando esa legitimidad simbólica en pura fisicidad.
Nada más económico que la tautología para expresar un argumento de poder: las cosas son así porque así son las cosas... o mucho mejor, el camino de vuelta: las cosas son así porque así son las cosas.
Y al final todos los discursos políticos siempre pueden ser reducidos según ese máximo común divisor a esa especie de unidad máxima de legitimidad.
El orden político tiene como máxima aspiración la posesión de lo real aprovechándose precisamente del hecho incuestionable de que lo real siempre es una construcción simbólica.
El premio es que esa realidad, alienada de su origen, regrese como un heraldo negro que confirma de manera evidente e incontrovertible el discurso que la describe.
Y una cosa es que la silla exista, que esté ahí, que la podamos tocar y otra muy diferente lo que queremos o podemos hacer con esa silla. Es diferente que sólo pueda sentarse uno y los demás siempre se queden en pie al hecho de que todos podamos compartirla sentándonos por turno.
Lo perverso está en quienes te dicen que la silla existe y sólo pueden sentarse ellos. Añadiendo a las propiedades que configuran la incuestionable fisicidad de la silla el derecho inalienable a sentarse en ella.
Al final, la lucha política y el cambio social se reduce a esto: los ordenes establecidos como sistemas que son intentan prolongar su existencia como estructuras que vivas que son y un elemento esencial es la identificación de ese orden con el incuestionable orden natural de las cosas.
Así quienes lo cuestionan devienen en locos que cuestionan el mismo tejido de la realidad.
Así quienes lo cuestionan proponen siempre el caos puesto que sólo puede existir un orden natural. La naturaleza sólo es una, su personalidad ordenada no puede ser múltiple.
Desde siempre, la historia siempre ha sido la lucha por derribar realidades con esa aspiración de totalidad, por derribar muros y una vez caído el muro de Berlín como por otra parte no podía ser de otra forma, la expansión sin límites, libre de predadores del sistema capitalista ha generado una nueva realidad que tiene unos límites que no se pueden cruzar.
Un nuevo muro al que todavía no le hemos puesto nombre.
Pero no es de extrañar que una vez caído el muro en el mismo Berlín donde nació la intelligentsia neoliberal y capitalista se apresurase a declarar el fin de la historia.
Después de todo, uno de los primeras consecuencias del mecanismo de la historia es precisamente su desaparición.
Todos los ordenes establecidos tienen vocación de eternidad, de perfección, de confusión inextricable con lo real.
Son portadores de una verdad eterna, de una paz de mil años, de un paraíso de la clase trabajadora y en este sentido la concepción dialéctica de la historia no hace otra cosa que susurrar al oído de ese momento transfigurado de eternidad que es obra humana y como tal está sujeto al tiempo.
Y en cualquier caso, la explotación al máximo de las posibilidades de un sistema, de un orden establecido, en su eterno presente con vocación de confusión con la real, genera conflictos y contradicciones que siempre acaban concretándose en un concepto de realidad como frontera, como muro que no se puede traspasar.
Y en el caso del capitalismo de las democracias de consumo que por supuesto se nos presenta eterno e indivisible respecto de lo real ese muro también existe.
Abolir la historia siempre ha sido el máximo acto de vanidad de los vencedores.
Todos los defensores del status quo de este orden democrático de consumo siempre acaban refugiados tras él cuando la batalla de las ideas, o lo que sea, se vuelve complicada.
Occidente construyó todo su imaginario simbólico también a los pies de un muro, el de Berlin.
Los soviéticos construyeron el muro para que los berlineses de la zona oriental no se pasaran a la más confortable y desarrollada zona occidental. Los occidentales fomentaron la sociedad de consumo, el trasvase democrático de renta a la clase obrera promoviendo lo que la izquierda llamó aburguesamiento de la clase obrera, precisamente para evitar que nadie se pasase al otro lado.
Ese muro, de manera física, representaba precisamente el límite exterior de dos realidades porque al final los ordenes sociales se traducen en una determinada realidad que aspira a la legitimidad total trastocando esa legitimidad simbólica en pura fisicidad.
Nada más económico que la tautología para expresar un argumento de poder: las cosas son así porque así son las cosas... o mucho mejor, el camino de vuelta: las cosas son así porque así son las cosas.
Y al final todos los discursos políticos siempre pueden ser reducidos según ese máximo común divisor a esa especie de unidad máxima de legitimidad.
El orden político tiene como máxima aspiración la posesión de lo real aprovechándose precisamente del hecho incuestionable de que lo real siempre es una construcción simbólica.
El premio es que esa realidad, alienada de su origen, regrese como un heraldo negro que confirma de manera evidente e incontrovertible el discurso que la describe.
Y una cosa es que la silla exista, que esté ahí, que la podamos tocar y otra muy diferente lo que queremos o podemos hacer con esa silla. Es diferente que sólo pueda sentarse uno y los demás siempre se queden en pie al hecho de que todos podamos compartirla sentándonos por turno.
Lo perverso está en quienes te dicen que la silla existe y sólo pueden sentarse ellos. Añadiendo a las propiedades que configuran la incuestionable fisicidad de la silla el derecho inalienable a sentarse en ella.
Al final, la lucha política y el cambio social se reduce a esto: los ordenes establecidos como sistemas que son intentan prolongar su existencia como estructuras que vivas que son y un elemento esencial es la identificación de ese orden con el incuestionable orden natural de las cosas.
Así quienes lo cuestionan devienen en locos que cuestionan el mismo tejido de la realidad.
Así quienes lo cuestionan proponen siempre el caos puesto que sólo puede existir un orden natural. La naturaleza sólo es una, su personalidad ordenada no puede ser múltiple.
Desde siempre, la historia siempre ha sido la lucha por derribar realidades con esa aspiración de totalidad, por derribar muros y una vez caído el muro de Berlín como por otra parte no podía ser de otra forma, la expansión sin límites, libre de predadores del sistema capitalista ha generado una nueva realidad que tiene unos límites que no se pueden cruzar.
Un nuevo muro al que todavía no le hemos puesto nombre.
Pero no es de extrañar que una vez caído el muro en el mismo Berlín donde nació la intelligentsia neoliberal y capitalista se apresurase a declarar el fin de la historia.
Después de todo, uno de los primeras consecuencias del mecanismo de la historia es precisamente su desaparición.
Todos los ordenes establecidos tienen vocación de eternidad, de perfección, de confusión inextricable con lo real.
Son portadores de una verdad eterna, de una paz de mil años, de un paraíso de la clase trabajadora y en este sentido la concepción dialéctica de la historia no hace otra cosa que susurrar al oído de ese momento transfigurado de eternidad que es obra humana y como tal está sujeto al tiempo.
Y en cualquier caso, la explotación al máximo de las posibilidades de un sistema, de un orden establecido, en su eterno presente con vocación de confusión con la real, genera conflictos y contradicciones que siempre acaban concretándose en un concepto de realidad como frontera, como muro que no se puede traspasar.
Y en el caso del capitalismo de las democracias de consumo que por supuesto se nos presenta eterno e indivisible respecto de lo real ese muro también existe.
Abolir la historia siempre ha sido el máximo acto de vanidad de los vencedores.