Mientras las cosas fueron bien en Europa fue posible vivir bajo la idea de esa fantasía tecnocrática del fin de la historia.
El desmoronamiento del bloque socialista generó un vencedor único y con él llegó la absoluta imposibilidad de las diferencias irreconciliables en la gestión de las sociedades.
El dinero y la acumulación infinita eran el único dios y el neoliberalismo su profeta.
En ese contexto era posible dar pábulo a la fantasía de la mera gestión tecnocrática, casi administrativa, de las sociedades mientras el capitalismo funcionaba por sí sólo, casi como una máquina de movimiento perpetuo, que se regulaba a sí misma y sobre cuyo funcionamiento no era necesario intervenir.
El político devino a gestor, mero administrador de una opulencia que en lo que a los países occidentales se refería existía de manera tangible, materializada incluso para los no demasiado afortunados en un estado del bienestar de mayor o menor envergadura.
Otra cosa era lo que pasaba en el resto del mundo, fuera de la ciudadela, donde era imposible mantener la ilusión de una sociedad unida en lo esencial y en donde las desigualdades en lo fundamental eran el pan nuestro de cada día.
Sociedades desiguales que pertenecían a un mundo subdesarrollado y dependiente cuyas contradicciones servían para alimentar el equilibrio del mundo en el interior de la ciudadela.
Pero la utopía loca del capitalismo, con su fantasía delirante del crecimiento infinito, de la acumulación incesante, no tiene amigos y sus propias contradicciones han socavado los muros de esa ciudadela.
Su crisis de rentabilidad en la economía real y la necesaria e inevitable financierización y virtualización de la economía para mantener porcentajes razonables de beneficios han cambiado las reglas de juego.
La ciudadela se ha hecho líquida, virtual y ya por el hecho de ser europeo u occidental no se tienen privilegios.
Ahora los elegidos son transversales al mundo y las sociedades europeas se encuentran en un proceso de transformación hacia desigualdad que las acerca a las sociedades subdesarrolladas en bastantes aspectos: trabajadores pobres, procesos de marginación estructurales...
Sólo los restos de un espléndido pasado nos salva a los occidentales de no parecernos mucho más a esos otros mundos que creíamos tan alejados de nosotros.
Y uno de esos restos es la política, su discurso cada vez más retórico de derechos y libertades, su planteamiento tecnocrático de la gestión de los asuntos de una sociedad de cuyo seno el conflicto había sido expulsado.
Por eso el discurso de que nada es lo suficientemente importante como para rechazar un pacto de gobernabilidad existe.
Por eso son posibles discursos que consideran posible el pacto entre formaciones políticas que sostienen planteamientos económicos contradictorios.
Antes daba igual.
Los bárbaros no habian franquado los muros de lo ciudadela.
Pero ahora ya están aquí y hay políticas que garantizan de manera directa o indirecta un mundo de trabajadores pobres o bolsas estructurales de inclusión por considerarlas inevitables, parte de una realidad incuestionable que todos los días se nos ofrece como el cuerpo y la sangre de cristo para comulgar.
Y no es posible pactar si las consecuencias son esas, tan serias y relevantes para aquellos que corren el mayor riesgo de sufrir esas consecuencias que se venden como colaterales e inevitables a la fiesta perpetua del consumo.
El conflicto está aquí y es consecuencia de la progresiva constitución de dos visiones de la realidad que son contradictorias: la que fabrica débiles y les condena por serlo y la que cree que el fuerte es fuerte no precisamente por pensar en sí mismo sino por cargar con esos débiles todo el camino.
Si la economía como sostiene Piketty regresa a posicionamientos de principios del pasado siglo XX es lógico que la política lo haga con ella generando una division irreconciliable entre los que utilizan y tiran y los que son utilizados y tirados.
Es lógico que tengamos política en serio, de verdad.
Por eso no es tan fácil pactar.
La conciencia de la diferencia irreconciliable existe, emerge y cada vez es más consistente.
Los bárbaros están aquí, entre nosotros... eso sí, bien lavados y afeitados, vistiendo trajes de mil euros y diciendo todo el rato que nada puede cambiarse mientras acumulan casas, coches y piscinas, una para cada día de la semana, una para cada hora del día.
Cada vez es más evidente que esa ilusión tecnocrática de un mundo sin diferencias irreconciliables es siempre a costa de alguien.
Antes, fue posible ceder, vender el alma al diablo a cambio de unas migajas de opulencia, pero ahora, que es más que evidente para los potenciales humillados y ofendidos la imposibilidad de obtener algo a cambio, lo normal es que empiece a ser imposible ponerse de acuerdo sobre ciertos aspectos.
La fuerza de trabajo que se intercambia, que se trae y se lleva, no es una abstracción: procede de seres humanos que quieren ser tratados como tales.
Y es cuestión de tiempo que esos seres humanos se planteen la viabilidad de una sociedad de la que forman parte y que a cambio solo les ofrece la tristeza de una realidad que no se puede cambiar.
El desmoronamiento del bloque socialista generó un vencedor único y con él llegó la absoluta imposibilidad de las diferencias irreconciliables en la gestión de las sociedades.
El dinero y la acumulación infinita eran el único dios y el neoliberalismo su profeta.
En ese contexto era posible dar pábulo a la fantasía de la mera gestión tecnocrática, casi administrativa, de las sociedades mientras el capitalismo funcionaba por sí sólo, casi como una máquina de movimiento perpetuo, que se regulaba a sí misma y sobre cuyo funcionamiento no era necesario intervenir.
El político devino a gestor, mero administrador de una opulencia que en lo que a los países occidentales se refería existía de manera tangible, materializada incluso para los no demasiado afortunados en un estado del bienestar de mayor o menor envergadura.
Otra cosa era lo que pasaba en el resto del mundo, fuera de la ciudadela, donde era imposible mantener la ilusión de una sociedad unida en lo esencial y en donde las desigualdades en lo fundamental eran el pan nuestro de cada día.
Sociedades desiguales que pertenecían a un mundo subdesarrollado y dependiente cuyas contradicciones servían para alimentar el equilibrio del mundo en el interior de la ciudadela.
Pero la utopía loca del capitalismo, con su fantasía delirante del crecimiento infinito, de la acumulación incesante, no tiene amigos y sus propias contradicciones han socavado los muros de esa ciudadela.
Su crisis de rentabilidad en la economía real y la necesaria e inevitable financierización y virtualización de la economía para mantener porcentajes razonables de beneficios han cambiado las reglas de juego.
La ciudadela se ha hecho líquida, virtual y ya por el hecho de ser europeo u occidental no se tienen privilegios.
Ahora los elegidos son transversales al mundo y las sociedades europeas se encuentran en un proceso de transformación hacia desigualdad que las acerca a las sociedades subdesarrolladas en bastantes aspectos: trabajadores pobres, procesos de marginación estructurales...
Sólo los restos de un espléndido pasado nos salva a los occidentales de no parecernos mucho más a esos otros mundos que creíamos tan alejados de nosotros.
Y uno de esos restos es la política, su discurso cada vez más retórico de derechos y libertades, su planteamiento tecnocrático de la gestión de los asuntos de una sociedad de cuyo seno el conflicto había sido expulsado.
Por eso el discurso de que nada es lo suficientemente importante como para rechazar un pacto de gobernabilidad existe.
Por eso son posibles discursos que consideran posible el pacto entre formaciones políticas que sostienen planteamientos económicos contradictorios.
Antes daba igual.
Los bárbaros no habian franquado los muros de lo ciudadela.
Pero ahora ya están aquí y hay políticas que garantizan de manera directa o indirecta un mundo de trabajadores pobres o bolsas estructurales de inclusión por considerarlas inevitables, parte de una realidad incuestionable que todos los días se nos ofrece como el cuerpo y la sangre de cristo para comulgar.
Y no es posible pactar si las consecuencias son esas, tan serias y relevantes para aquellos que corren el mayor riesgo de sufrir esas consecuencias que se venden como colaterales e inevitables a la fiesta perpetua del consumo.
El conflicto está aquí y es consecuencia de la progresiva constitución de dos visiones de la realidad que son contradictorias: la que fabrica débiles y les condena por serlo y la que cree que el fuerte es fuerte no precisamente por pensar en sí mismo sino por cargar con esos débiles todo el camino.
Si la economía como sostiene Piketty regresa a posicionamientos de principios del pasado siglo XX es lógico que la política lo haga con ella generando una division irreconciliable entre los que utilizan y tiran y los que son utilizados y tirados.
Es lógico que tengamos política en serio, de verdad.
Por eso no es tan fácil pactar.
La conciencia de la diferencia irreconciliable existe, emerge y cada vez es más consistente.
Los bárbaros están aquí, entre nosotros... eso sí, bien lavados y afeitados, vistiendo trajes de mil euros y diciendo todo el rato que nada puede cambiarse mientras acumulan casas, coches y piscinas, una para cada día de la semana, una para cada hora del día.
Cada vez es más evidente que esa ilusión tecnocrática de un mundo sin diferencias irreconciliables es siempre a costa de alguien.
Antes, fue posible ceder, vender el alma al diablo a cambio de unas migajas de opulencia, pero ahora, que es más que evidente para los potenciales humillados y ofendidos la imposibilidad de obtener algo a cambio, lo normal es que empiece a ser imposible ponerse de acuerdo sobre ciertos aspectos.
La fuerza de trabajo que se intercambia, que se trae y se lleva, no es una abstracción: procede de seres humanos que quieren ser tratados como tales.
Y es cuestión de tiempo que esos seres humanos se planteen la viabilidad de una sociedad de la que forman parte y que a cambio solo les ofrece la tristeza de una realidad que no se puede cambiar.
Desgraciadamente, las mentiras todavía se siguen imponiendo a la realidad, pero llegará un tiempo en el que la radical y terrible mentira que encierra la loca utopía del capitalismo sea imposible de ocultar.
Estamos solo en el principio del final.
Por eso no pactar puede ser inevitable.
Puede ser incluso necesario como parte de un proceso en el que ya es imposible la mentira total que lo oculta todo.
Por eso no pactar puede ser inevitable.
Puede ser incluso necesario como parte de un proceso en el que ya es imposible la mentira total que lo oculta todo.