Nadie como Pier Paolo Pasolini supo ver la tragedia que para la izquierda supuso el entregarse con armas y bagajes desde la década de los sesentas del siglo pasado a un proceso de aburguesamiento a su vez basado en el capitalismo de consumo y el estado del bienestar.
Siempre fue una mosca cojonera, una opinión minoritaria que aguaba esa fiesta de las cosas a la que el capital invitó a la clase obrera mediante un trasvase de renta motivado por la necesidad de evitar que se pasara realmente al bloque sovietico.
Pero lo cierto es que sus palabras iban en contra de aquella realidad.
Porque a estas alturas no cabe la menor duda de que los principales beneficiarios de la existencia del bloque soviético fueron los trabajadores occidentales, y no quienes padecieron la progresiva esclerotización y muerte de un régimen cuyo fracaso en mucha y bastante medida ganado a pulso es un desastre para la historia de la humanidad.
Y lo es porque la tristeza asesina del otro lado del telón de acero contrastaba con la paz opulenta del otro lado.
Fue haciéndose progresivamente imposible hablar en favor del lado sovietico y en contra del otro.
Y lo era porque efectivamente había muerte y desesperanza de un lado mientras que en el otro era cierto que había una fiesta a la que la izquierda se sumó.
Pasolini tiene grandes y hermosas líneas valientes hablando del desastre espiritual que para los humillados y ofendidos supone pensar que han dejado de serlo sólo porque pueden comprar y vender.
En cualquier caso es cierto que hubo una fiesta y no es menos cierto que esa fiesta termina con la caída del telón de acero y la desaparición de esa alternativa real que podía competir como opción política real, competencia que sucedió desde el final de la segunda guerra mundial fundamentalmente en el tercer mundo aunque se inició en la Europa del Sur con la guerra civil griega y esas brutales elecciones italianas de 1948.
Pero, y desde la caída del muro de Berlín, el competidor desaparece y es entonces cuando el ganador inicia un lento proceso de recuperación del terreno cedido, un proceso que inicialmente es ideológico con teorías estratégicas y globales como el neoliberalismo y el final de la historia o teorías más tácticas, destinadas a ganar determinadas batallas como la teoría de la gobernanza.
Los últimos en abandonar esa fiesta fueron los partidos de la izquierda tradicional porque los liberales hacía tiempo que se habían retirado a la biblioteca a planificar cómo recuperar ese terreno cedido.
Privatizaciones, desregulación, financierizacion de la economía... pero lo peor ha sido la configuración de un nuevo imaginario simbólico, esa gran teta de la que nuestra sociedad extrae las herramientas de significación con lo que construir y, lo que es más importante, entender la realidad de cada día.
Y es aquí donde el capital consigue la definitiva victoria que convierte su victoria en total.
Y todo a espaldas de una izquierda incapaz de desligarse del horror sovietico, demasiado ocupada en ser el capataz de la plantación, en hacer la fiesta lo más placentera posible para los suyos.
Porque lo cierto es que nuestra realidad de hoy en día se construye con elementos simbólicos e ideológicos que son de parte.
Esa realidad que tan incuestionable ve Rajoy lo es porque es suya, está tramada con elementos que constituyen su propia manera de pensar.
Y uno de esos elementos ideológicos es la gobernanza.
La gobernanza sustenta la percepción de unidad social, de ausencia de visiones contradictorias que no pueden ser conciliadas y reduce a la política a la mera gestión tecnocrática de los recursos dado que ya no son posibles las discrepancias estratégicas, la discrepancia en lo esencial.
El concepto se despliega en dos direcciones.
Por un lado, rebaja el nivel del estado a la posición de un interlocutor más (su plasmación definitva son los tratados como el TTIP) y por otro reduce la política a la posición del administrador de una sociedad detenida en el mismo final de la historia.
Una vez que la historia termina con la caida del muro de Berlin, desaparecen los grandes relatos alternativos. Sólo queda uno, el capitalista-liberal y por lo tanto todos debemos estar de acuerdo en lo esencial.
Y por eso mismo el acuerdo político para la gestión de la sociedad es siempre posible y la responsabilidad de un político es buscarlo para garantizar la gobernabilidad de una maquinaria que por si misma ya funciona sola.
No obstante, el ir demasiado lejos del capital en sus reclamaciones en este proceso de recuperación del terreno perdido está devolviendo a nuestras sociedades a situaciones previas a las dos guerras mundiales desde el punto de vista de la precariedad y la desigualdad.
Este proceso está conduciendo a una sociedad peligrosa y desigual en la que todos los dias se juega una siniestra lotería de la exclusión que en muchos casos puede ser definitiva y mortal.
Este proceso nos está llevando a descubrir que también hay muerte y horror de este lado, una muerte y un horror diferentes, desde la riqueza y mucho más azaroso y descontrolado que la sovietica planificación del horror que a todos afectaba.
Así, y desde la responsabilidad con los tuyos, es imposible estar de acuerdo con alguien que propone políticas económicas que pueden producir este tipo de situaciones, mortales de necesidad para las personas.
La responsabilidad implica precisamente no estar de acuerdo, discrepar.
Lo irresponsable es coincidir en lo que te mata con tu verdugo.
Pero, y sin embargo, la maquinaria de los medios de comunicación social no examina la posibilidad de ese sentido de la responsabilidad.
Usando la gobernanza como herramienta de sentido reproducen la ideología neoliberal y legitiman el acuerdo a cualquier precio... que siempre se paga,
La idea de las diferencias irreconciliables dentro de una sociedad es imposible.
La historia ha terminado.
Es intolerable la idea de una sociedad quebrada entre perjudicadores y perjudicados, la idea de una ruptura inevitable en el seno de la comunidad, en el hogar común en esa visión tan burguesa de las cosas
Pero mucho más intolerable es la posibilidad de que ese desacuerdo pueda ser entendido no desde la locura del que se queja de manera intencionada y exagerada, sino desde el exceso del que está yendo demasiado lejos en sus reclamaciones territoriales simbólicas y materiales.
Sólo las victimas van demasiado lejos.
Y la fantasía tecnocrática de la gobernanza, del eterno acuerdo perpetuo, está al servicio de su represión.
La historia no puede volver a arrancar.
Y esta obsesión por el acuerdo, por mantener viva por lo civil o lo penal, la fantasía de esa arcadia opulenta y consumista, desplaza el debate de lo que es para mi un punto esencial: la necesidad imperiosa de expresar la discrepancia sobre modelos de sociedad.
Porque cuando el capitalismo va demasiado lejos siempre hay victimas y forma parte de ese ir demasiado lejos exigir a esas victimas la invisibilidad entre otras formas a través de negarles la posibilidad de querer un mundo distinto expresando el desacuerdo.
No construir mayorías a cualquier precio es un acto de responsabilidad.
Discrepar y no pactar según con quién también.
No se si hay que asaltar los cielos, pero esta realidad incuestionable desde luego debe ser asaltada y una de las primeras fases de ese asalto es reconocer que empiezan a existir políticas que trazan líneas en el suelo, líneas que por dignidad y responsabilidad no se pueden cruzar y que definen a unos unos y a unos otros.