viernes, mayo 06, 2011















Hacía tiempo que no estaba en un lugar donde la experiencia del cielo fuese tan importante.
Aún existiendo tierra firme bajo los pies, la línea del horizonte parece estar continuamente abajo, como vencida por el enorme e invencible peso de un inmenso cielo azul, gris, nublado, casi ártico.
El hombre y la materia que pisa, de la que extrae el sentido y la fuerza, parecen poca cosa, aplastados bajo una inmensidad que se proyecta infinita en la distancia, confundiéndose con el mar y sumiendo a la mirada que observa en esa incertidumbre milenaria y metafísica de no saber a ciencia cierta si serán suficientes la propia fuerza sumada a la de todos frente a la oscuridad, el sinsentido primigenio que proyecta el ineludible e inflexible suceder de los días y de las cosas.
Y ante esa duda se hace lo que se puede.
Y generalmente se convocan mánticos heraldos.
Primero el fuego y luego la palabra pronunciada en su derrededor, engarzándose en cerrados anillos de ficciones en los que encerrarnos y dejar fuera a lo incierto, nos vienen iluminando desde aquel entonces inicial, pero su resplandor jamás termina de llegar lo suficientemente lejos.
Siempre habrá oscuridad y sin sentido, como hay horizonte, mar y cielo.
Siempre lo hemos sabido, aunque hagamos que lo desconocemos.
A la razón se le escapa siempre un pedazo de alguno de ellos.
Y uno siempre se levanta con hambre de la mesa.
Y se escucha el estómago mientras por entre los visillos le busca la blanca y tibia mano del sueño.
La alargada sombra imposible de todo lo que le falta, sabiendo mucho más que su propio dueño.
El otro lado del horizonte.
El otro lado del espejo.

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