Una de las grandes lecciones que el holocausto nazi nos ofrece fue puesta en valor por Hannah Arendt mediante su idea de la banalidad del mal.
Arendt procesa este concepto durante su seguimiento del juicio que el estado de Israel hizo a Adolf Eichmann uno de los más importantes ejecutores de la solución final contra los judíos.
Para Arendt lo peor y, al mismo tiempo, lo más interesante de Eichmann es que no se trata del monstruo despiadado y brutal que las acusaciones pretenden hacer ver.
Muy al contrario, Eichmann se muestra como una persona normal, que simplemente se ha limitado a seguir al pie de la letra unas ordenes sin cuestionarlas. Eichmann obedece sin pensar e incluso considera que merece ser aplaudido y premiado por haber cumplido esas ordenes con eficiencia.
A partir de esa posición, Arendt construye su libro "Eichmann en Jerusalen" y en él ofrece una visión heterodoxa y critica de la normalidad.
En su opinión, la barbarie de los campos de exterminio fue llevada a cabo no solo por monstruos infames y sádicos sino también por probos ciudadanos que creían, como Eichmann, estar cumpliendo con su deber. Unos ciudadanos que, desde la normalidad, habían suspendido su capacidad moral de pensar y de juzgar las ordenes que recibían.
Sin embargo, tanto en el juicio de Nüremberg como en el de Jerusalen, prima la visión del criminal como un monstruo sádico e irracional y contra esta visión precisamente construye Eichmann su defensa, considerándose inocente y eximido de culpa por el simple hecho de sumarse con obediencia máxima a la mecánica legal y eficiente de un estado y de un régimen.
La derrota del nazismo hubiera sido una buena ocasión para poner en valor el cuestionamiento del poder del estado por parte de sus ciudadanos, destacando los actos de resistencia contra el nazismo, dando relevancia a la persona como ciudadano propietario del derecho inalienable a la resistencia pasiva o activa cuando un gobierno se pasa de la raya.
Pero en el cierre del nazismo como evento social y humano prima precisamente su consideración como algo que no es precisamente humano y en este cierre priman los intereses del poder que también eran los países miembros de la victoriosa coalición aliada.
Porque, y por encima del conflicto que se resuelve en el conflicto bélico, es mucho más importante la salvaguarda de unos principios de hegemonía y dominación que son de mucho más largo recorrido histórico.
Por eso no se pone en valor la resistencia y se acepta la sumisión de los alemanes a su gobierno, hiciera lo que hiciese, como una muy conveniente moraleja que impide, desde los propios estados, abrir la posibilidad a un cuestionamiento por parte de los ciudadanos.
Por eso, y a la luz de la historia, tienen más peso en esta lucha los ejércitos de los estados que las fuerzas populares de resistencia que surgieron por todos los lugares de la Europa ocupada.
Hannah Arendt, en línea con la visión pesimista que los pensadores de la Escuela de Frankfurt tenían de las sociedades democráticas, fue capaz de ver en esa banalidad del mal como una de las consecuencias del comportamiento desviado de un estado, de un poder. Un comportamiento desviado que convierte a sus ciudadanos obedientes y normales en monstruos al servicio de ese monstruoso poder.
Las contradicciones que generan las luchas por la protección de derechos, los descontentos que no debieran tener motivos para estarlo en nuestras sociedades abiertas, pudieran haber tenido su legitimación en un análisis de la victoria del nazismo que incluyera la desobediencia civil como un derecho inalienable del ciudadano. Pero, y como escribo, se prefirió justificar la obediencia de los muchos antes que poner en valor el sacrificio de unos pocos desobedientes.
Por eso los nombres de los alemanes que sacrificaron sus vidas para oponerse a lo injusto y cruel del nazismo no nos son, hoy en día, tan familiares como los nombres y apellidos de sus victimas.
La historia la escriben los vencedores y los estados que derrotaron al nazismo pusieron por encima de todo su carácter de estructuras de poder sobre la libertad de su ciudadanía prefiriendo no sentar el precedente de la desobediencia civil como arma a disposición de sus súbditos. Prefirieron también elogiar la sumisa obediencia de una mayoría frente a los desesperados actos de oposición basados en la reflexión y la conciencia.
En esta manera de abordar su victoria sobre los fascismos sentaban las bases de una nueva dominación, más inteligente y menos cruel; una dominación basada en la obediencia y la sumisión y en el concepto de normalidad, esa normalidad que tanto quiere Rajoy para su electorado, convertida en una de las Bellas Artes.
La normalidad de los que obedecen a ciegas, sin pensar, sin conciencia.
Arendt lo supo ver y también supo ver que los Estados Unidos, como punta de lanza de las democracias occidentales, derivaba hacia una suerte de despotismo asiático recubierto por el celofán de la sociedad de consumo y la democracia como táctica, abandonando lo más esencial de su alma: esa idea de República de ciudadanos libres que orientan sus decisiones en favor del bien común.
Es imposible entender la trampa de estas sociedades abiertas sin Hannah Arendt.
Es imposible entender nuestras sociedades hoy en día sin esa visión perversa y oscura de la normalidad.
¿Y cuál es el principal mal de la normalidad?
En sus "Origenes del totalitarismo" Arendt encabeza uno de sus capitulos con la frase de David Rousset, un líder de la resistencia, un hombre nada normal. Su frase dice lo siguiente: "Los hombres normales no saben que todo es posible".
La normalidad es conveniente porque los hombres normales se limitan a aceptar tranquilamente una realidad... y los mejores de ellos, como Eeichmann pensaba que era, a dar lo mejor de si mismos para mantenerla.
No saben que todo es posible, sólo conciben como posible esa normalidad que viven.
Y al final éso es lo que nos piden nuestros políticos ahora. Nos piden un poco de esa normalidad, que aceptemos sin pensar que las cosas son así y que no es posible cambiarlas.
No es nada buena la normalidad cuando hay dos millones de familias sin ingresos y algunos se lanzan por la ventana cuando están a punto de dejarles sin techo.
No es un valor en sí misma.
No lo es en absoluto.
Ciudadanos y hombres "normales" con conceptos antagónicos.
Arendt procesa este concepto durante su seguimiento del juicio que el estado de Israel hizo a Adolf Eichmann uno de los más importantes ejecutores de la solución final contra los judíos.
Para Arendt lo peor y, al mismo tiempo, lo más interesante de Eichmann es que no se trata del monstruo despiadado y brutal que las acusaciones pretenden hacer ver.
Muy al contrario, Eichmann se muestra como una persona normal, que simplemente se ha limitado a seguir al pie de la letra unas ordenes sin cuestionarlas. Eichmann obedece sin pensar e incluso considera que merece ser aplaudido y premiado por haber cumplido esas ordenes con eficiencia.
A partir de esa posición, Arendt construye su libro "Eichmann en Jerusalen" y en él ofrece una visión heterodoxa y critica de la normalidad.
En su opinión, la barbarie de los campos de exterminio fue llevada a cabo no solo por monstruos infames y sádicos sino también por probos ciudadanos que creían, como Eichmann, estar cumpliendo con su deber. Unos ciudadanos que, desde la normalidad, habían suspendido su capacidad moral de pensar y de juzgar las ordenes que recibían.
Sin embargo, tanto en el juicio de Nüremberg como en el de Jerusalen, prima la visión del criminal como un monstruo sádico e irracional y contra esta visión precisamente construye Eichmann su defensa, considerándose inocente y eximido de culpa por el simple hecho de sumarse con obediencia máxima a la mecánica legal y eficiente de un estado y de un régimen.
La derrota del nazismo hubiera sido una buena ocasión para poner en valor el cuestionamiento del poder del estado por parte de sus ciudadanos, destacando los actos de resistencia contra el nazismo, dando relevancia a la persona como ciudadano propietario del derecho inalienable a la resistencia pasiva o activa cuando un gobierno se pasa de la raya.
Pero en el cierre del nazismo como evento social y humano prima precisamente su consideración como algo que no es precisamente humano y en este cierre priman los intereses del poder que también eran los países miembros de la victoriosa coalición aliada.
Porque, y por encima del conflicto que se resuelve en el conflicto bélico, es mucho más importante la salvaguarda de unos principios de hegemonía y dominación que son de mucho más largo recorrido histórico.
Por eso no se pone en valor la resistencia y se acepta la sumisión de los alemanes a su gobierno, hiciera lo que hiciese, como una muy conveniente moraleja que impide, desde los propios estados, abrir la posibilidad a un cuestionamiento por parte de los ciudadanos.
Por eso, y a la luz de la historia, tienen más peso en esta lucha los ejércitos de los estados que las fuerzas populares de resistencia que surgieron por todos los lugares de la Europa ocupada.
Hannah Arendt, en línea con la visión pesimista que los pensadores de la Escuela de Frankfurt tenían de las sociedades democráticas, fue capaz de ver en esa banalidad del mal como una de las consecuencias del comportamiento desviado de un estado, de un poder. Un comportamiento desviado que convierte a sus ciudadanos obedientes y normales en monstruos al servicio de ese monstruoso poder.
Las contradicciones que generan las luchas por la protección de derechos, los descontentos que no debieran tener motivos para estarlo en nuestras sociedades abiertas, pudieran haber tenido su legitimación en un análisis de la victoria del nazismo que incluyera la desobediencia civil como un derecho inalienable del ciudadano. Pero, y como escribo, se prefirió justificar la obediencia de los muchos antes que poner en valor el sacrificio de unos pocos desobedientes.
Por eso los nombres de los alemanes que sacrificaron sus vidas para oponerse a lo injusto y cruel del nazismo no nos son, hoy en día, tan familiares como los nombres y apellidos de sus victimas.
La historia la escriben los vencedores y los estados que derrotaron al nazismo pusieron por encima de todo su carácter de estructuras de poder sobre la libertad de su ciudadanía prefiriendo no sentar el precedente de la desobediencia civil como arma a disposición de sus súbditos. Prefirieron también elogiar la sumisa obediencia de una mayoría frente a los desesperados actos de oposición basados en la reflexión y la conciencia.
En esta manera de abordar su victoria sobre los fascismos sentaban las bases de una nueva dominación, más inteligente y menos cruel; una dominación basada en la obediencia y la sumisión y en el concepto de normalidad, esa normalidad que tanto quiere Rajoy para su electorado, convertida en una de las Bellas Artes.
La normalidad de los que obedecen a ciegas, sin pensar, sin conciencia.
Arendt lo supo ver y también supo ver que los Estados Unidos, como punta de lanza de las democracias occidentales, derivaba hacia una suerte de despotismo asiático recubierto por el celofán de la sociedad de consumo y la democracia como táctica, abandonando lo más esencial de su alma: esa idea de República de ciudadanos libres que orientan sus decisiones en favor del bien común.
Es imposible entender la trampa de estas sociedades abiertas sin Hannah Arendt.
Es imposible entender nuestras sociedades hoy en día sin esa visión perversa y oscura de la normalidad.
¿Y cuál es el principal mal de la normalidad?
En sus "Origenes del totalitarismo" Arendt encabeza uno de sus capitulos con la frase de David Rousset, un líder de la resistencia, un hombre nada normal. Su frase dice lo siguiente: "Los hombres normales no saben que todo es posible".
La normalidad es conveniente porque los hombres normales se limitan a aceptar tranquilamente una realidad... y los mejores de ellos, como Eeichmann pensaba que era, a dar lo mejor de si mismos para mantenerla.
No saben que todo es posible, sólo conciben como posible esa normalidad que viven.
Y al final éso es lo que nos piden nuestros políticos ahora. Nos piden un poco de esa normalidad, que aceptemos sin pensar que las cosas son así y que no es posible cambiarlas.
No es nada buena la normalidad cuando hay dos millones de familias sin ingresos y algunos se lanzan por la ventana cuando están a punto de dejarles sin techo.
No es un valor en sí misma.
No lo es en absoluto.
Ciudadanos y hombres "normales" con conceptos antagónicos.
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