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Había salido cruz.
No huiría.
Por un momento, le reconfortó haber recuperado su vida: su ático, su negocio, su mulata… Todo estaba allí, volvía a pertenecerle. Por un instante se lo había negado a si mismo entregándoselo a la ciega voluntad de la suerte, pero ésta le acababa de permitir recuperarlo en un fugaz golpe de moneda.
Y compartía esa decisión.
Era maravilloso estar vivo en Concepción, coincidiendo con la suerte una vez más, tumbado junto a los espumosos y perfumados pies del mar eterno e inmutable que como un ojo azul de mirada profunda le miraba desde los jardines más recónditos de la historia.
No se marcharía. Eso estaba claro. Pero aún le quedaban cosas por decidir.
La moneda voló hacia el cielo como un extraño pájaro gris.
Ahora Da Silva debía decidir si se presentaba ante sus buscadores, cruz, o si serían ellos quienes tendrían que encontrarle, cara.
El efímero vuelo de la moneda no tardó en terminar en su punto de partida, en la profundidad de su puño bien cerrado.
Decidió que todavía no debía saber nada.
Sentado en una tumbona de su terraza, la mirada se le había perdido en algún lugar entre la última fila de olas y el horizonte. Se preguntó que habría allí que tanto la atraía y también, acto seguido, se preguntó si se trataba de una más o de la nueva y última mañana más importante de su vida.
Nadie solía saberlo, como muy pronto, hasta la noche siguiente. Y con un bostezo despachó el amargo regusto de la incertidumbre. No estaba dispuesto a que su simple posibilidad le amargase la certeza de aquel momento pleno que estaba viviendo con la moneda atrapada en su mano.
Sonrió.
One more time… sólo para hacerlo, como siempre, más difícil.
Volvió a lanzar.
Quizás, éste que acababa de ver nacer fuese uno de esos días diferentes en que todo cambiaba para mal o para bien, pero, enseguida dejó de preocuparse, porque él seguía siendo el mismo.
La moneda regresó tan fiel como el más fiel de los perros.
Ninguna gaviota se la había llevado prendida del pico.
Cara.
Cruz.
Enseguida dejó de preocuparse.
Cuando apareció brillando como una estrella de navidad sobre su palma, lo hizo desde su cara, el sesudo perfil clásico de algún antiguo presidente que ya nadie recordaba. Quizá, el liberador de todo el territorio. Seguramente algún importante reformador del pasado siglo. En cualquier caso, historia pasada escrita con tiempo por los vencedores de siglos de guerras centenarias.
La suerte estaba por completo echada y también le complacía.
Volvió a sonreír una de sus peligrosas sonrisas afiladas.
Serían ellos los que tendrían que buscarle.
Y tenía gracia, porque, después de todo, eso era lo que habían venido a hacer. Cebrián se lo había comunicado con la gravedad con que el viejo marica comunicaba las cosas importantes.
Y, después de todo, el propio Cebrián ya era una auténtica y verdadera línea recta trazada en el espacio de Concepción hacia él. Un auténtico disparo que buscaba su corazón y que no tardaría en alcanzarle.
La curiosidad de saber el por qué le buscaban también vibraba aleteante en algún lugar no muy apartado de su conciencia. Más allá del horizonte, de las velas, del vaso de vino tinto, de las gaviotas …
Iría al chiringuito y allí les esperaría.
Bebiendo y siguiendo sobre el despejado cielo las blancas estelas de los aviones comerciales, que cuando estaba emporrado siempre le parecían el absurdo entramado de la invisible red que sostenía al mundo evitando que éste se desplomara sobre la oscuridad como una hoja muerta sobre un charco.