Es un tema interesante el de la locura.
Territorio incierto en el que psicología, sociología, medicina y poesía se entrecruzan para componer un paisaje cambiante en el que tiene mucho peso el punto de vista.
La tensión es evidente.
Por un lado, la que ejerce el orden social buscando siempre la conformidad de los individuos que forman parte de él, incluyendo la definición de un criterio de normalidad como parte esencial del mantenimiento de aquel. Sobre ésto ha escrito mucho el filósofo francés Michel Foucault: el poder no sólo determina lo que es justo y lo que es verdad, sino también lo que es normal.
Para todo colectivo es esencial para el buen funcionamiento y la convivencia del grupo la sintonía de todos sus miembros en torno a un similar criterio de lo que es justo, lo que es cierto y lo que es normal.
La estabilidad es fundamental para la construcción y para que aquella exista las normas deben abarcar el más amplio rango de posibilidades. Las excepciones deben ser tales.
Pero, y de la mano de las excepciones, viene el otro elemento fundamental de la ecuación: el cambio social.
La excepción abriendo un nuevo universo de sentido que compromete la aspiración a la totalidad que encierra todo orden instituido y convirtiéndose en un terreno magmático y rebaladizo donde sucede la lucha por el control de la verdad en la que todo orden instituido como sistema vivo que es intenta prolongar su supervivencia todo el tiempo que su poder y el poder de su contrincante se lo permiten.
Es en este terreno fronterizo donde asientan sus raíces conceptos tan variados como la heterodoxia, la herejía, la locura; conceptos que tienen en común su falta de alineación con lo que en cada orden social se define como normal y que son portados por individuos que tienen otras ideas, que exhiben otras actitudes, que desean otras cosas muy distintas a las que piensan, muestran o desean la gran mayoría de los habitantes de un determinado orden social.
En este escenario, el concepto de locura ocupa un lugar extremo: extremo por lo soportable que resulta esa actitud diferencial para el orden social (el individuo deja de ser funcional/utilizable/insertable para el sistema) y para el propio individuo (hay un grado de desestructuración en el modo en que el individuo procesa esa diferencialidad que la convierten en excesiva incluso para él mismo).
Este es un terreno complejo lleno de matices en el que resulta casi siempre imposible encontrar una causa única... salvo para el poder que, como Foucault sostiene, puede decidir unilateralmente lo que es normal y lo que no.
Es por ésto que en este terreno en el que lo analítico choca con la complejidad esencial de esa totalidad que llamamos "vida", el poder ha encontrado otro arma de sometimiento encerrando en el psiquiátrico a quienes se le oponían de una manera estructurada, recordemos el modo en que la Unión Soviética usaba los psiquiátricos o la manera en que el capitalismo de consumo usa la psiquiatria para resolver las abolladuras que produce en los individuos que lo padecen creyendo que lo disfrutan, pero tampoco es menos cierto que esa diferencia puede ser directamente desestructurada, un puro sin sentido consecuencia del exceso en la desgracia, del desgaste de una personalidad demasiado débil como para soportar la diferencia de una manera estructurada.
Y si algo tiene de interés "The devil & Daniel Johnston" es precisamente la puesta sobre el tapete de todos estos elementos mostrándonos ese "desastre personal" llamado Daniel Johnston.
Entrenados para encontrar causas iniciales, fundamentales, nuestros ojos son incapaces de percibir un sentido en un sinsentido que sin embargo nos muestra una verdad con arrasadora naturalidad: la verdad de la complejidad de las cosas que nos atañen.
Esa complejidad que los griegos llamaban destino y que con nuestra entrenada necesidad de encontrar causas únicas somos todavía más incapaces de comprender.
La verdad de una vida extrema en la que se manifiestan las intrincadas relaciones clientelares que sostienen el azar y la necesidad, sin que sepamos tampoco discernir la parte que le corresponde al uno y al otro.
Y seguramente quizá en eso que llamamos locura se manifieste con mayor intensidad esa insoportable levedad de nuestro ser, una levedad que nos acompaña como nuestra sombra, convertida en un incómodo compañero en nuestro también inevitable viaje hacia la construcción de la solidez de un sentido, un sentido que precisamente por el esfuerzo que nos supone encontrarlo tiende a parecernos definitivo y único.
En el complejo concepto de la locura, con todas sus extensiones y derivaciones, subyace esa duda que es un abismo negro en el que esos a los que llamamos locos les precipitamos, quieran o no, o, sencillamente, se precipitan.
Imprescindible.
Territorio incierto en el que psicología, sociología, medicina y poesía se entrecruzan para componer un paisaje cambiante en el que tiene mucho peso el punto de vista.
La tensión es evidente.
Por un lado, la que ejerce el orden social buscando siempre la conformidad de los individuos que forman parte de él, incluyendo la definición de un criterio de normalidad como parte esencial del mantenimiento de aquel. Sobre ésto ha escrito mucho el filósofo francés Michel Foucault: el poder no sólo determina lo que es justo y lo que es verdad, sino también lo que es normal.
Para todo colectivo es esencial para el buen funcionamiento y la convivencia del grupo la sintonía de todos sus miembros en torno a un similar criterio de lo que es justo, lo que es cierto y lo que es normal.
La estabilidad es fundamental para la construcción y para que aquella exista las normas deben abarcar el más amplio rango de posibilidades. Las excepciones deben ser tales.
Pero, y de la mano de las excepciones, viene el otro elemento fundamental de la ecuación: el cambio social.
La excepción abriendo un nuevo universo de sentido que compromete la aspiración a la totalidad que encierra todo orden instituido y convirtiéndose en un terreno magmático y rebaladizo donde sucede la lucha por el control de la verdad en la que todo orden instituido como sistema vivo que es intenta prolongar su supervivencia todo el tiempo que su poder y el poder de su contrincante se lo permiten.
Es en este terreno fronterizo donde asientan sus raíces conceptos tan variados como la heterodoxia, la herejía, la locura; conceptos que tienen en común su falta de alineación con lo que en cada orden social se define como normal y que son portados por individuos que tienen otras ideas, que exhiben otras actitudes, que desean otras cosas muy distintas a las que piensan, muestran o desean la gran mayoría de los habitantes de un determinado orden social.
En este escenario, el concepto de locura ocupa un lugar extremo: extremo por lo soportable que resulta esa actitud diferencial para el orden social (el individuo deja de ser funcional/utilizable/insertable para el sistema) y para el propio individuo (hay un grado de desestructuración en el modo en que el individuo procesa esa diferencialidad que la convierten en excesiva incluso para él mismo).
Este es un terreno complejo lleno de matices en el que resulta casi siempre imposible encontrar una causa única... salvo para el poder que, como Foucault sostiene, puede decidir unilateralmente lo que es normal y lo que no.
Es por ésto que en este terreno en el que lo analítico choca con la complejidad esencial de esa totalidad que llamamos "vida", el poder ha encontrado otro arma de sometimiento encerrando en el psiquiátrico a quienes se le oponían de una manera estructurada, recordemos el modo en que la Unión Soviética usaba los psiquiátricos o la manera en que el capitalismo de consumo usa la psiquiatria para resolver las abolladuras que produce en los individuos que lo padecen creyendo que lo disfrutan, pero tampoco es menos cierto que esa diferencia puede ser directamente desestructurada, un puro sin sentido consecuencia del exceso en la desgracia, del desgaste de una personalidad demasiado débil como para soportar la diferencia de una manera estructurada.
Y si algo tiene de interés "The devil & Daniel Johnston" es precisamente la puesta sobre el tapete de todos estos elementos mostrándonos ese "desastre personal" llamado Daniel Johnston.
Entrenados para encontrar causas iniciales, fundamentales, nuestros ojos son incapaces de percibir un sentido en un sinsentido que sin embargo nos muestra una verdad con arrasadora naturalidad: la verdad de la complejidad de las cosas que nos atañen.
Esa complejidad que los griegos llamaban destino y que con nuestra entrenada necesidad de encontrar causas únicas somos todavía más incapaces de comprender.
La verdad de una vida extrema en la que se manifiestan las intrincadas relaciones clientelares que sostienen el azar y la necesidad, sin que sepamos tampoco discernir la parte que le corresponde al uno y al otro.
Y seguramente quizá en eso que llamamos locura se manifieste con mayor intensidad esa insoportable levedad de nuestro ser, una levedad que nos acompaña como nuestra sombra, convertida en un incómodo compañero en nuestro también inevitable viaje hacia la construcción de la solidez de un sentido, un sentido que precisamente por el esfuerzo que nos supone encontrarlo tiende a parecernos definitivo y único.
En el complejo concepto de la locura, con todas sus extensiones y derivaciones, subyace esa duda que es un abismo negro en el que esos a los que llamamos locos les precipitamos, quieran o no, o, sencillamente, se precipitan.
Imprescindible.