Hay algo, un espíritu, en el cine clásico que ya no existe en el cine moderno.
Seguramente se trata de la autenticidad natural de los pioneros... Por el mismo motivo por el que no es lo mismo ir a un festival de música que se celebra en una localidad llamada Woodstock, que ir a Woodstock, las viejas películas tienen el encanto de que nada se interpone entre el público y la historia. Se trata de contar y las primeras generaciones de cineastas se limitaban a relatar. A partir de la década de los 50, algunos de los niños cuya mirada quedó atrapada por el brillo cambiante y ardiente de las imágenes proyectadas se dedicaron a lo que más amaban, a hacer cine y entre el público y la historia interpusieron ese amor... Ya no sólo se contaban historias sino que también se hacía cine, se revisitaban historias, se resucitaban imágenes... Y apareció la retórica. El cine empezó a hablar de sí mismo, a convertirse en un punto de referencia desde el que abordar una narración. Las imágenes perdieron esa pureza primordial, porque empezarón a referir a otras imágenes. Ese amor por el cine también se relataba en esas historias, se desplegaba por entre los resquicios de los planos y las secuencias. Ya no se contaban historias usando imágenes. Se hacía cine.
Por eso es imposible volver a hacer películas como "Tres lanceros bengalíes", directas, potentes, emocionantes, llenas de vida, en la que parece que no se cuenta nada pero en la que, por contra, se habla de todo, de grandes sentimientos como el amor, la amistad, la fuerza de voluntad, la valentía y el honor, que son los que hacen posible la aventura.
Ver "Tres lanceros bengalíes" es reencontrar la irrepetible pureza del cine.
Encontrarse cara a cara con la mayor de sus verdades... la capacidad de construir algo muy parecido a la vida... pero diferente por su carácter inspirador y trascendente.
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