Con independencia de los resultados que se produzcan en unas elecciones es una obligación de los propios políticos el generar entornos estables de gobierno.
Pero aquí, en España, esa necesidad se traslada a los ciudadanos y sobrevuela en muchos discursos mediáticos el hedor de una idea nada democrática: votar bien es votar mayorías estables.
La obsesión que en España hay por la estabilidad es otra herencia del franquismo que está presente en el régimen democrático del 78. Una obsesión que nos lleva a ponernos la venda antes de la herida y generar precisamente el escenario para que se produzcan esos desacuerdos.
¿Por qué?
Pues porque el partido que gane unas elecciones tiene que tener mayoría suficiente para gobernar, aspecto que el votante tiene que tener en cuenta a la hora de emitir su voto. Es la idea tan siniestra del voto útil que en este país se procesa con tanta normalidad. Y digo siniestra porque al final el votante, y a la hora de decidir su voto, no está a solas con su pensamiento sino también con las posibles consecuencias de su voto para la gobernabilidad del país.
La idea del voto útil forma parte del régimen bipartidista del 78.
No es lo primero el voto en conciencia, sino el voto en conciencia filtrado por sus posibles consecuencias ya que, como nuestros políticos son incapaces de dialogar y llegar a acuerdos, le trasladan al elector la necesidad de un resultado claro, que les ponga las cosas fáciles y que evite la necesidad de negociar unos programas electorales en algunos casos inexistentes.
Déjate de tonterías votante y vota al PSOE o al PP.
Mejor así.
Ahora, en España, damos por hecho que el desacuerdo es más posible que el acuerdo, lo cual no está demasiado alejado de la realidad dentro de una cultura política donde negociar significa dos cosas: o bien que el otro acepte todo mi planteamiento sin rechistar, o bien ceder en lo irrelevante (y no en todo porque a ver si se van a pensar que somos débiles). Pero no deja de llamar la atención el reproche encubierto que algunos hacen, casi siempre de manera inconsciente, a los fragmentados resultados de las municipales.
No hay nada más democrático que armonizar las voluntades de diferentes sensibilidades, que por cierto debería ser lo normal en una sociedad abierta, en un contexto civilizado de cultura de la comunicación en el sentido habermasiano del término: personas que se comunican, que tienen en cuenta tanto los intereses propios como los de los otros, que no se mienten y que reflexionan,
Todo lo contrario que votar lideres absolutos cada cuatro años.
Y sin embargo son los valores más democráticos los que se cuestionan en favor de planteamientos más autoritarios recubiertos con el venenoso celofán embellecedor de una retórica de democracia y libertades.
Nos lo tendríamos que hacer mirar.
Pero aquí, en España, esa necesidad se traslada a los ciudadanos y sobrevuela en muchos discursos mediáticos el hedor de una idea nada democrática: votar bien es votar mayorías estables.
La obsesión que en España hay por la estabilidad es otra herencia del franquismo que está presente en el régimen democrático del 78. Una obsesión que nos lleva a ponernos la venda antes de la herida y generar precisamente el escenario para que se produzcan esos desacuerdos.
¿Por qué?
Pues porque el partido que gane unas elecciones tiene que tener mayoría suficiente para gobernar, aspecto que el votante tiene que tener en cuenta a la hora de emitir su voto. Es la idea tan siniestra del voto útil que en este país se procesa con tanta normalidad. Y digo siniestra porque al final el votante, y a la hora de decidir su voto, no está a solas con su pensamiento sino también con las posibles consecuencias de su voto para la gobernabilidad del país.
La idea del voto útil forma parte del régimen bipartidista del 78.
No es lo primero el voto en conciencia, sino el voto en conciencia filtrado por sus posibles consecuencias ya que, como nuestros políticos son incapaces de dialogar y llegar a acuerdos, le trasladan al elector la necesidad de un resultado claro, que les ponga las cosas fáciles y que evite la necesidad de negociar unos programas electorales en algunos casos inexistentes.
Déjate de tonterías votante y vota al PSOE o al PP.
Mejor así.
Ahora, en España, damos por hecho que el desacuerdo es más posible que el acuerdo, lo cual no está demasiado alejado de la realidad dentro de una cultura política donde negociar significa dos cosas: o bien que el otro acepte todo mi planteamiento sin rechistar, o bien ceder en lo irrelevante (y no en todo porque a ver si se van a pensar que somos débiles). Pero no deja de llamar la atención el reproche encubierto que algunos hacen, casi siempre de manera inconsciente, a los fragmentados resultados de las municipales.
No hay nada más democrático que armonizar las voluntades de diferentes sensibilidades, que por cierto debería ser lo normal en una sociedad abierta, en un contexto civilizado de cultura de la comunicación en el sentido habermasiano del término: personas que se comunican, que tienen en cuenta tanto los intereses propios como los de los otros, que no se mienten y que reflexionan,
Todo lo contrario que votar lideres absolutos cada cuatro años.
Y sin embargo son los valores más democráticos los que se cuestionan en favor de planteamientos más autoritarios recubiertos con el venenoso celofán embellecedor de una retórica de democracia y libertades.
Nos lo tendríamos que hacer mirar.
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