ACTIVISTAS
Las sociedades, mientras van bien, son gestionadas por los ortodoxos, los fieles seguidores de la ley y de la norma, pero, cuando las cosas se estropean, éstos se convierten en un obstáculo con su inevitable apelación al respeto por la tradición y la norma, cuando no parte de la propia estructura ineficiente y progresivamente deslegitimada por acción convencida u omisión de crítica.
Pero son los heterodoxos, los activistas, los que nos sacan las castañas del fuego cuando las cosas se complican. Son ellos los que dan la cara, y se la juegan denunciando sociedades acabadas, legislaciones ineficientes y situaciones legítimas que son injustas.
Su atrevimiento y su apuesta son máximos. La victoria les convierte en héroes y la derrota en criminales, porque casi siempre se dan situaciones de todo o nada en las que el fin justifica los medios.
Su soledad también es máxima. Frente a ellos, los que son cuestionados y alrededor, los que no les entienden. Pero nadie más que los activistas se atreve o reacciona. Pocos consideran su visión, porque siempre hay algo de calma que perder. Y si alguno se atreve a mirar por las aperturas que muestran el nuevo mundo propuesto o exigido, los más convenientemente les juzgan atendiendo sólo a sus faltas.
Pero, y en cualquier caso, no estaría de más tener en cuenta su importancia en esta sociedad que se cree cómodamente instalada en la estabilidad inmutable del fin de la historia. Cuando se produce una situación injusta hay mucha gente que habla y muy poca gente que actúa. y el sistema, la ortodoxia, lo sabe.
Y en este sentido, las manifestaciones de los activistas pueden resultarnos extremas, a veces incomprensibles, siempre molestas. Después de todo nos asaltan en nuestra tranquilidad de cada día y nos obligan a posicionarnos, porque su sola presencia establece en la inane cotidianidad una frontera entre lo que está bien y lo que está mal, entre los que escuchan y los que no, entre los que permiten y los que no se dejan... y nosotros sin saberlo.
Nos enfrentan a la insospechada presencia de decisiones que han de tomarse en el momento de la verdad, decisiones que resultan incómodas para todos aquellos que si acaso nos conmovemos lo justo con la realidad que vivimos, cuidadosamente, con la inteligencia emocional lo suficiente como para evitar dejarnos otra opción que salir a la calle y engrosar las filas de un bando u otro, descubriendo así que la historia y el conflicto están ahí, descubriendo así la gran mentira de la tranquilidad, las sombras de control y dominación que se ocultan tras tanta paz y calma.
Siempre recuerdo lo que Hannah Arendt escribió en "Eichmann en Jerusalen", obra capital para entender el corazón de la opulenta cobardía que rige nuestros tiempos, a propósito de aquellos que, en los territorios ocupados por los nazis, hicieron resistencia activa contra el holocausto... civiles alemanes que cobijaron a judíos, militares que se negaron a cumplir con su deber de fusilar o arrestar, autoridades que dijeron no lisa y claramente a las demandas de colaboración para concentrar a los judíos de su territorio. Héroes anónimos que realmente se conmovieron, que cruzaron la línea entre el hablar y el hacer dispuestos a no consentir y a pagar el correspondiente precio.
Fueron pocos pero existieron.
Y nos falta la necesaria didáctica para una vida verdaderamente libre que encierra su posicionamiento, una didáctica que implica la negación de la unilateralidad e inevitabilidad de eso que los que la poseen llaman realidad. Porque siempre se puede hacer algo... si se está dispuesto a pagar un precio.
Y lo que es un escándalo es que no sepamos sus nombres ni en qué consistieron sus gestos, que solo hablemos de las victimas pero no de los que murieron resistiendo, anteponiendo la conmoción moral a cualquier otro interés o planteamiento.
Se juzgó y condenó a las bestias humanas. Es cierto. Pero hay algo oscuro en la evidencia de que no se pusiera el mismo esfuerzo en reivindicar la figura de estas personas que se les resistieron, portadores de lo mejor y más esencial del ser humano, de esa épica de la defensa de un planteamiento moral contra todo riesgo tan necesaria en todos los tiempos y en este sentido comparto con Arendt, la idea difícil de que esa cuidadosa y limitada conmoción de los muchos hace imposible la reivindicación del gesto de esos pocos, siempre para beneficio de los poderosos.
Y esa oscuridad existe porque vencedores y vencidos al final, cuanto todo pasases, nos querían mansos como ahora somos, fervientes defensores de las bondades de la obediencia, siempre bordeando la peligrosa frontera de la conmoción cuidadosa ante la injusticia.
Y luego llega el mecanismo de la negación dentro de cada individuo para tapar los huecos que queden por cubrir para que la dominación quede asegurada.
Porque por encima de la deslegitimación moral de la Alemania Nazi siempre ha existido un bien superior: el respeto de la autoridad del estado. Por éso, nunca se ha puesto énfasis en el reconocimiento de quienes se negaron a acatar la voluntad de una autoridad desde una obediencia civil que a casi todos los costó la vida. Tenía ciertos incómodos efectos colaterales y, después de todo, con la terrible desgracia de las víctimas había suficiente lección.
De hecho, el propio Eichmann basó su defensa en el acatamiento ciego de un orden establecido, el del estado nación, pero ya era demasiado tarde para él. Se había convertido en metáfora de una barbarie y por lo tanto en un comportamiento extremo de esa obediencia que se nos desea a todos como la mayor de las bendiciones que puede recaer sobre un ciudadano... pero él esperaba ser entendido y salvarse anclado en esa banalización del mal que es esconderlo tras la legalidad.
Y precisamente lo que pone en valor la posición de Eichman es un tema importante: el de los límites de la obediencia a una ley y a un orden establecido, el de la desobediencia civil... No es casualidad que no haya trascendido dentro del imaginario de la resistencia al nazismo los episodios de resistencia y desobediencia civil dentro de la propia Alemania y del propio ejército alemán o de la resistencia a la voluntad nazi en bastantes territorios ocupados. Los casos de Bulgaria y Dinamarca a este respecto son sorprendentes por si alguien quiere investigar en ellos.
Por increíble que parezca, la desobediencia civil de los resistentes no era algo edificante. Se trataba de un peligroso precedente.
Esa y no otra es para mi la razón de la increíble falta de interés por rescatar y subir a los altares a los mil y un mártires de la resistencia civil bajo el dominio nazi. Hubiera sido más difícil rescatar la moralidad del resto del pueblo alemán, aquellos que obedientes hicieron lo correcto, no fueron activistas y dejaron de preguntarse de dónde veían las cenizas que les caían en el pelo, que se conmovieron lo justo, privándoles de un incómodo espejo en el que mirarse y en el que mirarnos las nuevas y futuras generaciones.
Y por eso no nos da demasiada vergüenza ahora, en estos tiempo, quedarnos en casa cuando tantas cosas están sucediendo.
Pero, y afortunadamente, están ellos. Si hay un mundo mejor, si alguna vez superamos todo ésto, el mundo futuro se lo deberemos a ellos, y no a nuestro diario silencio. Por eso, y por siempre, un respeto por los activistas, los que se atreven a pasar de las palabras a los hechos.
Ahora más que nunca.
El reino de los cielos de la verdadera libertad, no esta cosa vaga y lacia de la que disfrutamos mientras apenas la comprometemos, nace y muere con ellos.
Las sociedades, mientras van bien, son gestionadas por los ortodoxos, los fieles seguidores de la ley y de la norma, pero, cuando las cosas se estropean, éstos se convierten en un obstáculo con su inevitable apelación al respeto por la tradición y la norma, cuando no parte de la propia estructura ineficiente y progresivamente deslegitimada por acción convencida u omisión de crítica.
Pero son los heterodoxos, los activistas, los que nos sacan las castañas del fuego cuando las cosas se complican. Son ellos los que dan la cara, y se la juegan denunciando sociedades acabadas, legislaciones ineficientes y situaciones legítimas que son injustas.
Su atrevimiento y su apuesta son máximos. La victoria les convierte en héroes y la derrota en criminales, porque casi siempre se dan situaciones de todo o nada en las que el fin justifica los medios.
Su soledad también es máxima. Frente a ellos, los que son cuestionados y alrededor, los que no les entienden. Pero nadie más que los activistas se atreve o reacciona. Pocos consideran su visión, porque siempre hay algo de calma que perder. Y si alguno se atreve a mirar por las aperturas que muestran el nuevo mundo propuesto o exigido, los más convenientemente les juzgan atendiendo sólo a sus faltas.
Pero, y en cualquier caso, no estaría de más tener en cuenta su importancia en esta sociedad que se cree cómodamente instalada en la estabilidad inmutable del fin de la historia. Cuando se produce una situación injusta hay mucha gente que habla y muy poca gente que actúa. y el sistema, la ortodoxia, lo sabe.
Y en este sentido, las manifestaciones de los activistas pueden resultarnos extremas, a veces incomprensibles, siempre molestas. Después de todo nos asaltan en nuestra tranquilidad de cada día y nos obligan a posicionarnos, porque su sola presencia establece en la inane cotidianidad una frontera entre lo que está bien y lo que está mal, entre los que escuchan y los que no, entre los que permiten y los que no se dejan... y nosotros sin saberlo.
Nos enfrentan a la insospechada presencia de decisiones que han de tomarse en el momento de la verdad, decisiones que resultan incómodas para todos aquellos que si acaso nos conmovemos lo justo con la realidad que vivimos, cuidadosamente, con la inteligencia emocional lo suficiente como para evitar dejarnos otra opción que salir a la calle y engrosar las filas de un bando u otro, descubriendo así que la historia y el conflicto están ahí, descubriendo así la gran mentira de la tranquilidad, las sombras de control y dominación que se ocultan tras tanta paz y calma.
Siempre recuerdo lo que Hannah Arendt escribió en "Eichmann en Jerusalen", obra capital para entender el corazón de la opulenta cobardía que rige nuestros tiempos, a propósito de aquellos que, en los territorios ocupados por los nazis, hicieron resistencia activa contra el holocausto... civiles alemanes que cobijaron a judíos, militares que se negaron a cumplir con su deber de fusilar o arrestar, autoridades que dijeron no lisa y claramente a las demandas de colaboración para concentrar a los judíos de su territorio. Héroes anónimos que realmente se conmovieron, que cruzaron la línea entre el hablar y el hacer dispuestos a no consentir y a pagar el correspondiente precio.
Fueron pocos pero existieron.
Y nos falta la necesaria didáctica para una vida verdaderamente libre que encierra su posicionamiento, una didáctica que implica la negación de la unilateralidad e inevitabilidad de eso que los que la poseen llaman realidad. Porque siempre se puede hacer algo... si se está dispuesto a pagar un precio.
Y lo que es un escándalo es que no sepamos sus nombres ni en qué consistieron sus gestos, que solo hablemos de las victimas pero no de los que murieron resistiendo, anteponiendo la conmoción moral a cualquier otro interés o planteamiento.
Se juzgó y condenó a las bestias humanas. Es cierto. Pero hay algo oscuro en la evidencia de que no se pusiera el mismo esfuerzo en reivindicar la figura de estas personas que se les resistieron, portadores de lo mejor y más esencial del ser humano, de esa épica de la defensa de un planteamiento moral contra todo riesgo tan necesaria en todos los tiempos y en este sentido comparto con Arendt, la idea difícil de que esa cuidadosa y limitada conmoción de los muchos hace imposible la reivindicación del gesto de esos pocos, siempre para beneficio de los poderosos.
Y esa oscuridad existe porque vencedores y vencidos al final, cuanto todo pasases, nos querían mansos como ahora somos, fervientes defensores de las bondades de la obediencia, siempre bordeando la peligrosa frontera de la conmoción cuidadosa ante la injusticia.
Y luego llega el mecanismo de la negación dentro de cada individuo para tapar los huecos que queden por cubrir para que la dominación quede asegurada.
Porque por encima de la deslegitimación moral de la Alemania Nazi siempre ha existido un bien superior: el respeto de la autoridad del estado. Por éso, nunca se ha puesto énfasis en el reconocimiento de quienes se negaron a acatar la voluntad de una autoridad desde una obediencia civil que a casi todos los costó la vida. Tenía ciertos incómodos efectos colaterales y, después de todo, con la terrible desgracia de las víctimas había suficiente lección.
De hecho, el propio Eichmann basó su defensa en el acatamiento ciego de un orden establecido, el del estado nación, pero ya era demasiado tarde para él. Se había convertido en metáfora de una barbarie y por lo tanto en un comportamiento extremo de esa obediencia que se nos desea a todos como la mayor de las bendiciones que puede recaer sobre un ciudadano... pero él esperaba ser entendido y salvarse anclado en esa banalización del mal que es esconderlo tras la legalidad.
Y precisamente lo que pone en valor la posición de Eichman es un tema importante: el de los límites de la obediencia a una ley y a un orden establecido, el de la desobediencia civil... No es casualidad que no haya trascendido dentro del imaginario de la resistencia al nazismo los episodios de resistencia y desobediencia civil dentro de la propia Alemania y del propio ejército alemán o de la resistencia a la voluntad nazi en bastantes territorios ocupados. Los casos de Bulgaria y Dinamarca a este respecto son sorprendentes por si alguien quiere investigar en ellos.
Por increíble que parezca, la desobediencia civil de los resistentes no era algo edificante. Se trataba de un peligroso precedente.
Esa y no otra es para mi la razón de la increíble falta de interés por rescatar y subir a los altares a los mil y un mártires de la resistencia civil bajo el dominio nazi. Hubiera sido más difícil rescatar la moralidad del resto del pueblo alemán, aquellos que obedientes hicieron lo correcto, no fueron activistas y dejaron de preguntarse de dónde veían las cenizas que les caían en el pelo, que se conmovieron lo justo, privándoles de un incómodo espejo en el que mirarse y en el que mirarnos las nuevas y futuras generaciones.
Y por eso no nos da demasiada vergüenza ahora, en estos tiempo, quedarnos en casa cuando tantas cosas están sucediendo.
Pero, y afortunadamente, están ellos. Si hay un mundo mejor, si alguna vez superamos todo ésto, el mundo futuro se lo deberemos a ellos, y no a nuestro diario silencio. Por eso, y por siempre, un respeto por los activistas, los que se atreven a pasar de las palabras a los hechos.
Ahora más que nunca.
El reino de los cielos de la verdadera libertad, no esta cosa vaga y lacia de la que disfrutamos mientras apenas la comprometemos, nace y muere con ellos.