Se habla poco de la Gran Guerra y demasiado de su consecuencia, la Segunda Guerra Mundial.
Sin duda, y como he comentado en el post anterior, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que inequivocamente puede ser considerada como una causa justa.
La terrible existencia del holocausto fácilmente posibilita la transformación del conflicto bélico en una lucha del bien contra el mal, entendiendo ese bien como algo que puede ser concebido de manera objetiva y no de parte, puesto que en toda guerra hay un bien y un mal que se enfrentan, identidades que cambian según desde el lugar de la trinchera desde el que se mira.
La victoria final en esa lucha del bien contra el mal he terminado convirtiendo a la conflagración bélica en un mito legitimador de nuestro estilo de vida en su totalidad, incluidas por supuesto sus sombras y contradicciones. Una continuidad democrática del "one man's burden" colonial que nos coloca en una posición de superioridad en el mundo, legitimando automáticamente nuestra visión frente a otros puntos de vista negros, amarillos, musulmanes, indios, zulúes.
De nuestro lado está la civilización y frente a nosotros la barbarie cuya máxima expresión de muerte industrializada ya vencimos una vez.
Y por supuesto en ese paquete de legitimidad vienen incluidos los inconfesables intereses económicos para cuya oscuridad voraz estas verdades han servido de mito legitimador y conveniente fachada.
Nosotros no podemos ser genocidas porque los genocidas ya fueron vencidos y grandes verdades como la libertad, la igualdad y la fraternidad presiden el espíritu de todos nuestros actos.
Y es en este minuto donde se entiende el silencio entorno a la Gran Guerra.
Por un lado, se trata de una guerra (por así decirlo) normal, es decir, una guerra donde no es tan fácil construir un discurso de buenos y malos que resista el juicio de la historia y, por otro, un conflicto bélico que encierra en sí mismo la existencia de un inconfesable holocausto.
Un holocausto que el hombre blanco se hizo a sí mismo y que fue el holocausto del soldado.
Ernest Jünger escribe "Tempestades de Acero", sus memorias como oficial prusiano en el frente occidental de la Gran Guerra, y en ella consigna la horrible fascinación que le produce las oleadas de seres humanos lanzados a la antigua usanza militar contra el nuevo mundo tecnológico encarnado por la ametralladora.
En esas páginas resume de manera metonimica ese gran holocausto del soldado que fue la Primera Guerra Mundial.
De manera transversal y con independencia del bando, la Gran Guerra muestra la indiferencia aristocrática por la vida del soldado de una oficialidad que en absoluto fue capaz de adaptar sus maneras de hacer la guerra a las nuevas posibilidades de matar que ofrecía la tecnología y que parecía no concebir que el soldado fuese un ser humano del que cuidarse.
El resultado fue la matanza y la carnicería y, como directa consecuencia de aquellas, el bloqueo, el hundimiento en la tierra, la trinchera y consiguiente absurda lucha por media hectárea de barro y vísceras.
Esta situación está muy bien descrita por el cineasta Sstanley Kubrick en "Senderos de Gloria"
Y esta indiferencia aristocrática consecuencia de un conflicto de clase subyacente llevó a la existencia de motines en todo el frente, motines importantes de los que apenas se habla en los que los soldados se negaban a obedecer a sus oficiales, cuando no los mataban directamente.
Durante la Gran Guerra el soldado comprendió que había otra guerra además de la del frente, la guerra de ellos contra una oficialidad para quienes ellos no eran otra cosa que prescindible carne de cañón.
Esto tuvo consecuencias posteriores que han llegado prácticamente hasta nuestros días. Desde el nacimiento de la Unión Soviética hasta la transformación de las monarquías prusianas y austriacas en repúblicas regidas por socialdemócratas, pasando por la generación del sufragio universal por todo el largo y ancho de Europa.
Algo había que dar a esos soldados a cambio de que no se tomaran el todo como sucedió en Rusia.
Pero la Segunda Guerra Mundial permitió cerrar esa herida con su incuestionable carácter de causa justa.
Todo ese esfuerzo que apenas 25 años más tarde se pidió a la carne de cañón fue un esfuerzo para hacer el bien y por un momento, que ha durado mas de 50 años, pareció que todos, a este lado del telón de acero, estábamos en el mismo barco.
Pero no es así.
La indiferencia aristocrática ha vuelto, pero no ha regresado a los campos de batalla sino en la vida cotidiana, en los efectos que tiene la gestión macroeconómica sobre la vida de las personas.
E igual que los generales y mariscales que dirigían las grandes masas de hombres en la batalla, aquellos que hoy en día toman esas decisiones en absoluto padecen las consecuencias.
Se habla demasiado poco de la Gran Guerra y no es por casualidad, hablar sobre ella conduce directamente a la desligitimación y el cuestionamiento, a la conciencia de una identidad transversal que se manifiesta en el consenso que permitió ese partido de futbol entre soldados alemanes y británicos en Belgica.
Después de todo, todas las vidas que se sacrificaron por salvar al soldado Ryan lo fueron por una buena razón.
Las de la Gran Guerra, no tanto.
Sin duda, y como he comentado en el post anterior, la Segunda Guerra Mundial es una de las pocas guerras que inequivocamente puede ser considerada como una causa justa.
La terrible existencia del holocausto fácilmente posibilita la transformación del conflicto bélico en una lucha del bien contra el mal, entendiendo ese bien como algo que puede ser concebido de manera objetiva y no de parte, puesto que en toda guerra hay un bien y un mal que se enfrentan, identidades que cambian según desde el lugar de la trinchera desde el que se mira.
La victoria final en esa lucha del bien contra el mal he terminado convirtiendo a la conflagración bélica en un mito legitimador de nuestro estilo de vida en su totalidad, incluidas por supuesto sus sombras y contradicciones. Una continuidad democrática del "one man's burden" colonial que nos coloca en una posición de superioridad en el mundo, legitimando automáticamente nuestra visión frente a otros puntos de vista negros, amarillos, musulmanes, indios, zulúes.
De nuestro lado está la civilización y frente a nosotros la barbarie cuya máxima expresión de muerte industrializada ya vencimos una vez.
Y por supuesto en ese paquete de legitimidad vienen incluidos los inconfesables intereses económicos para cuya oscuridad voraz estas verdades han servido de mito legitimador y conveniente fachada.
Nosotros no podemos ser genocidas porque los genocidas ya fueron vencidos y grandes verdades como la libertad, la igualdad y la fraternidad presiden el espíritu de todos nuestros actos.
Y es en este minuto donde se entiende el silencio entorno a la Gran Guerra.
Por un lado, se trata de una guerra (por así decirlo) normal, es decir, una guerra donde no es tan fácil construir un discurso de buenos y malos que resista el juicio de la historia y, por otro, un conflicto bélico que encierra en sí mismo la existencia de un inconfesable holocausto.
Un holocausto que el hombre blanco se hizo a sí mismo y que fue el holocausto del soldado.
Ernest Jünger escribe "Tempestades de Acero", sus memorias como oficial prusiano en el frente occidental de la Gran Guerra, y en ella consigna la horrible fascinación que le produce las oleadas de seres humanos lanzados a la antigua usanza militar contra el nuevo mundo tecnológico encarnado por la ametralladora.
En esas páginas resume de manera metonimica ese gran holocausto del soldado que fue la Primera Guerra Mundial.
De manera transversal y con independencia del bando, la Gran Guerra muestra la indiferencia aristocrática por la vida del soldado de una oficialidad que en absoluto fue capaz de adaptar sus maneras de hacer la guerra a las nuevas posibilidades de matar que ofrecía la tecnología y que parecía no concebir que el soldado fuese un ser humano del que cuidarse.
El resultado fue la matanza y la carnicería y, como directa consecuencia de aquellas, el bloqueo, el hundimiento en la tierra, la trinchera y consiguiente absurda lucha por media hectárea de barro y vísceras.
Esta situación está muy bien descrita por el cineasta Sstanley Kubrick en "Senderos de Gloria"
Y esta indiferencia aristocrática consecuencia de un conflicto de clase subyacente llevó a la existencia de motines en todo el frente, motines importantes de los que apenas se habla en los que los soldados se negaban a obedecer a sus oficiales, cuando no los mataban directamente.
Durante la Gran Guerra el soldado comprendió que había otra guerra además de la del frente, la guerra de ellos contra una oficialidad para quienes ellos no eran otra cosa que prescindible carne de cañón.
Esto tuvo consecuencias posteriores que han llegado prácticamente hasta nuestros días. Desde el nacimiento de la Unión Soviética hasta la transformación de las monarquías prusianas y austriacas en repúblicas regidas por socialdemócratas, pasando por la generación del sufragio universal por todo el largo y ancho de Europa.
Algo había que dar a esos soldados a cambio de que no se tomaran el todo como sucedió en Rusia.
Pero la Segunda Guerra Mundial permitió cerrar esa herida con su incuestionable carácter de causa justa.
Todo ese esfuerzo que apenas 25 años más tarde se pidió a la carne de cañón fue un esfuerzo para hacer el bien y por un momento, que ha durado mas de 50 años, pareció que todos, a este lado del telón de acero, estábamos en el mismo barco.
Pero no es así.
La indiferencia aristocrática ha vuelto, pero no ha regresado a los campos de batalla sino en la vida cotidiana, en los efectos que tiene la gestión macroeconómica sobre la vida de las personas.
E igual que los generales y mariscales que dirigían las grandes masas de hombres en la batalla, aquellos que hoy en día toman esas decisiones en absoluto padecen las consecuencias.
Se habla demasiado poco de la Gran Guerra y no es por casualidad, hablar sobre ella conduce directamente a la desligitimación y el cuestionamiento, a la conciencia de una identidad transversal que se manifiesta en el consenso que permitió ese partido de futbol entre soldados alemanes y británicos en Belgica.
Después de todo, todas las vidas que se sacrificaron por salvar al soldado Ryan lo fueron por una buena razón.
Las de la Gran Guerra, no tanto.