martes, septiembre 20, 2011

EL ÁRBOL DE LA VIDA

Pienso en “El árbol de la vida” y pienso en la obra poética de Walt Whitman.

Estoy convencido de que la relación entre ambas es total y absoluta y la película no es otra cosa que un inmenso, emocionado y emocionante poema visual que bebe de las mismas aguas de las que bebió el poeta nortemericano.

Frente al proceso de urbanización e industrialización que experimentan los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, proceso que implica la aparición de las grandes ciudades y las grandes industrias y en las que a los ojos del poeta el hombre parece perderse, Whitman eleva su voz para cantar un mensaje deísta y humanista que reivindica la santidad de la naturaleza y del hombre mismo como parte de aquella.

Sobre el humo y el ruido de las calles, Whitman evoca una arcadia de valores humanistas que prenden como velas al sincronizarse con el eterno ritmo de la vida.

Whitman intuye al hombre perdido en una espiral materialista que jamás tendrá fin y en la que aquel empieza a pensar que su valor está en lo que puede llegar a poseer o conseguir y no en lo que ya tiene.

Whitman sabe al hombre buscándose en el lugar equivocado, lejos del océano y de los bosques, desconectado del ritmo eterno que resuena en su propio interior, entregado a una tarea que poco a poco va agotando lo mejor de sí mismo.

Y absolutamente borracho de estas aguas, Malick crea lleno de inspiración esta obra que trasciende al mero cine para convertirse en una obra de arte absoluta.

Al comienzo de la película el niño que protagoniza la película, hecho hombre e interpretado por Sean Penn, reflexiona en voz alta asomado frente a la ventana que le ofrece el paisaje gris de la ciudad . Dice que el hombre se ha vuelto codicioso y cada vez la cosa va a peor.

El personaje se sabe perdido, lejos de una luz que poco a poco recupera con el melancólico y sentido recuerdo de su hermano y a través de él de la madre, portadora de ese discurso moral de amor y entrega total que se contrapone al discurso del padre, más centrado en el esfuerzo de construir esa gran ciudad, esa gran industria.

Ambos son personajes arquetípicos que representan valores contrapuestos y a ello dedica Malick los primeros minutos de la película. A describirlos y a través de ellos describir esas dos distintas actitudes que terminarán reproduciéndose en los dos hermanos.

Y resulta conmovedor el modo lento y sufrido en que ese discurso del amor se abre camino padeciendo la violencia que ejercen padre y hermano sobre madre y hermano pequeño. El modo en que aquellos termina pidiendo perdón y el modo tan maravilloso en que estos lo aceptan. Para mi mirada este proceso resulta lo más conmovedor de la película que se convierte así en una maravillosa descripción del esfuerzo que supone esa actitud de sacrificio basado en el amor incondicional a las otros, de la que Andrei Tarkovski escribió tanto.

Porque, y al final, “El árbol de la vida” nos cuenta el lento camino que separa la oscuridad de la luz y el encuentro final en la misma, maravillosamente expresada en esa secuencia de personajes descalzos buscándose y encontrándose entre las faldas del mar.

“El árbol de la vida” es otro esfuerzo, el enésimo, que la belleza hace por recuperarnos para su causa.

Whitman, Tarkovsky, Malick…

“El árbol de la vida” es algo más que una obra maestra... que lo es. Es una llamada a lo mejor que todos tenemos dentro de nosotros mismos, como dice ese maravilloso personaje para la historia del cine que es la madre, esa parte que es capaz de emocionarse y asombrarse con la luz de cada nuevo día.