Aunque parezca mentira, no hay mucho que decir.
Lo que sucedió anoche, además del puro hecho de conseguir la copa del mundo por primera vez, fue un instante translúcido de éxtasis y transfiguraciones, grandes o pequeñas, en las ventanas o en las aceras, de todo modo y por todas partes; instantes en los que se entrelazaban en un mismo abrazo los vivos con los muertos, los hallados con los perdidos, los alegres con los tristes, las sirenas con Ulises, los nuncas con los siempres.
Y cada uno con el suyo, acompañado pero a solas consigo mismo, con su personal e intransferible alegría.
Remontándose río arriba hasta el impenetrable territorio de las más profundas causas.
Por eso no hay mucho que decir.
Sólo sentir.
Y nunca podremos estar más agradecidos a nuestro rival, Holanda, a su decisión de plantearnos un partido duro e intenso, de defensa desesperada y hasta el último hombre que convirtió la final en algo más que un partido, en una nueva edición del eterno conflicto entre el bien y el mal en el que, y para variar (y en un mundo donde suelen triunfar los malos), ganaron los buenos y su compleja propuesta simple de jugar.
Sin parar, sin fingir, sin romper, sin destruir.
Sólo jugar.
Sólo ser.
Liberando del castigo a ese niño que todos llevamos dentro para que sobrevuele el inmenso y árido territorio de las obligaciones y responsabilidades de un solo salto profundo, largo e intenso.
No todos los días suceden cosas que no se olvidan nunca.
No todos los días se saborea lo excepcional a labios llenos.
No siempre se desencadena la alegría para hacernos inmortales librándonos de la cotidiana muerte, de la puntualidad de los relojes y de la precisa tiranía de las agendas.
Porque de la victoria de ayer importa, conmueve tanto el cómo como el qué.
Porque el deporte, y pese a todas sus circunstancias, todavía demuestra ser un lugar para las pequeñas trascendencias laicas que, con sus grandes o pequeños dones, y a falta de esperanzas mayores, hacen más tolerables los inevitables rigores de la cotidiana existencia, esos rigores que poco a poco nos apartan de ese niño capaz de alegrarse con lo que de verdad importa y que sólo en ocasiones tan especiales y puntuales como ésta es posible recobrar.
La verdadera alegría es un asunto muy serio y no es fácil de encontrar... Pero tampoco es fácil de olvidar cuando se encuentra.
Tampoco es difícil reconocerla porque, a su lado, el tiempo no cuenta.
Si alguna vez hemos sido portadores de valores universales y eternos, lo somos ahora, con algo tan aparentemente insustancial como un balón en los pies.