Hay que olvidarse de una paz y una estabilidad que sean para siempre.
Por una cosa o por otra, bien por lo peor del ser humano, bien por la presencia de los caminantes, no es posible permanecer por mucho tiempo en un lugar. Quedarse quieto en el nuevo mundo en que la desconocida epidemia ha transformado la vida en la tierra para los humanos quedarse quieto supone siempre una invitación a los problemas y al desastre.
En esta cuarta temporada, los sufridos y esforzados protagonistas de "The Walking Dead" se ven abocados a un nuevo y doloroso proceso de desencantamiento por el que, otra vez, la posibilidad de regresar a una vida que se parezca a la vida que llevaban antes se les escapa entre los dedos viéndose lanzados a lo que se revela una norma de vida nómada, siempre a la fuga de los mil y un peligros que les acechan.
Sin duda, y para mi gusto, esta nueva entrega de la serie es la mejor de todas, añadiendo a la habitual situación interminable de huida y amenaza que viven los personajes una interesante densidad dramática basada en la reflexión que los personajes, cada uno a su manera, sobre lo que les sucede, quienes fueron y lo que ahora son; densidad dramática que en mi opinión está mucho más conseguida que en la segunda temporada donde quizá falló una equivocada imbricación con la acción que nos pilló a todos con el pie cambiado tras una trepidante primera temporada.
Ese inevitable proceso de animalización que sufren todos los personajes como consecuencia de la aplicación exitosa del instinto de supervivencia a la situación que diariamente viven se manifiesta de una forma agravada, pero también -y esto es lo más interesante de la propuesta de esta cuarta temporada- sigue perviviendo con esporádicas ráfagas de conciencia que son la base de esa densidad dramática, puertas de entrada a ese conflicto entre animalidad y humanidad que los protagonistas llevan consigo convirtiéndose en un compañero de viaje tan persistente e inevitable como la amenaza de los caminantes.
Ya he escrito más de una vez que este es un tema que parece interesar a Frank Darabont, el creador de la serie. Buena parte de las historias que ha llevado al cine tiene que ver con personajes sometidos a una desconsiderada presión de las circunstancias que pone en tela de juicio los pilares que sostienen el edificio de su persona.
En este sentido, la cuarta temporada de "The Walking Dead" somete al grupo de protagonistas a una brutal vuelta de tuerca más propia de una reality cuyo objetivo es mostrar hasta cuándo y hasta dónde un ser humano puede mantener una cierta cordura racional y emocional, la suficiente como para permanecer fiel a sus principios.
Y lo que se construye poco a poco es un melancólico relato de pérdida en el que aquel que fueron se convierte en un imposible ideal que recuerdan en los pocos momentos de paz que el entorno les procura mientras el resto del tiempo lo dedican a sobrevivir y descubrir, con mayor o menor asombro, con mayor o menor disgusto, la nueva clase de persona en que se han convertido.
Y la diferencia pasa a ser evidente.
La separación entre humanidad y animalidad que el personaje de Rick como líder del grupo pretendía preservar ya es un imposible que sólo puede ser echado de menos.
Ahora, la diferencia entre maldad y bondad radica en la posición que la animalidad ocupa en la manera de ser de las personas. Por así decirlo, la animalidad como una táctica es algo razonable e incluso aceptable, mientras que la frontera entre el bien y el mal se traslada al caso de la animalidad convertida en estrategia, en manera de ser como es el caso del gobernador o el grupo de moteros que Daryl encuentra en su camino.
Inevitablemente el listón se ha rebajado y sentir culpabilidad es una incontrovertible señal de debilidad que los fuertes procesan mirando el fulgor cambiante de una hoguera mientras están pendientes de cualquier sonido proviniente de la acechante oscuridad.
Y la duda está ahí, flotando, sobre cada capítulo de esta cuarta temporada: ¿forma parte de una supuesta debilidad abandonarse al animal que todos llevamos dentro?
Brillante.
Por una cosa o por otra, bien por lo peor del ser humano, bien por la presencia de los caminantes, no es posible permanecer por mucho tiempo en un lugar. Quedarse quieto en el nuevo mundo en que la desconocida epidemia ha transformado la vida en la tierra para los humanos quedarse quieto supone siempre una invitación a los problemas y al desastre.
En esta cuarta temporada, los sufridos y esforzados protagonistas de "The Walking Dead" se ven abocados a un nuevo y doloroso proceso de desencantamiento por el que, otra vez, la posibilidad de regresar a una vida que se parezca a la vida que llevaban antes se les escapa entre los dedos viéndose lanzados a lo que se revela una norma de vida nómada, siempre a la fuga de los mil y un peligros que les acechan.
Sin duda, y para mi gusto, esta nueva entrega de la serie es la mejor de todas, añadiendo a la habitual situación interminable de huida y amenaza que viven los personajes una interesante densidad dramática basada en la reflexión que los personajes, cada uno a su manera, sobre lo que les sucede, quienes fueron y lo que ahora son; densidad dramática que en mi opinión está mucho más conseguida que en la segunda temporada donde quizá falló una equivocada imbricación con la acción que nos pilló a todos con el pie cambiado tras una trepidante primera temporada.
Ese inevitable proceso de animalización que sufren todos los personajes como consecuencia de la aplicación exitosa del instinto de supervivencia a la situación que diariamente viven se manifiesta de una forma agravada, pero también -y esto es lo más interesante de la propuesta de esta cuarta temporada- sigue perviviendo con esporádicas ráfagas de conciencia que son la base de esa densidad dramática, puertas de entrada a ese conflicto entre animalidad y humanidad que los protagonistas llevan consigo convirtiéndose en un compañero de viaje tan persistente e inevitable como la amenaza de los caminantes.
Ya he escrito más de una vez que este es un tema que parece interesar a Frank Darabont, el creador de la serie. Buena parte de las historias que ha llevado al cine tiene que ver con personajes sometidos a una desconsiderada presión de las circunstancias que pone en tela de juicio los pilares que sostienen el edificio de su persona.
En este sentido, la cuarta temporada de "The Walking Dead" somete al grupo de protagonistas a una brutal vuelta de tuerca más propia de una reality cuyo objetivo es mostrar hasta cuándo y hasta dónde un ser humano puede mantener una cierta cordura racional y emocional, la suficiente como para permanecer fiel a sus principios.
Y lo que se construye poco a poco es un melancólico relato de pérdida en el que aquel que fueron se convierte en un imposible ideal que recuerdan en los pocos momentos de paz que el entorno les procura mientras el resto del tiempo lo dedican a sobrevivir y descubrir, con mayor o menor asombro, con mayor o menor disgusto, la nueva clase de persona en que se han convertido.
Y la diferencia pasa a ser evidente.
La separación entre humanidad y animalidad que el personaje de Rick como líder del grupo pretendía preservar ya es un imposible que sólo puede ser echado de menos.
Ahora, la diferencia entre maldad y bondad radica en la posición que la animalidad ocupa en la manera de ser de las personas. Por así decirlo, la animalidad como una táctica es algo razonable e incluso aceptable, mientras que la frontera entre el bien y el mal se traslada al caso de la animalidad convertida en estrategia, en manera de ser como es el caso del gobernador o el grupo de moteros que Daryl encuentra en su camino.
Inevitablemente el listón se ha rebajado y sentir culpabilidad es una incontrovertible señal de debilidad que los fuertes procesan mirando el fulgor cambiante de una hoguera mientras están pendientes de cualquier sonido proviniente de la acechante oscuridad.
Y la duda está ahí, flotando, sobre cada capítulo de esta cuarta temporada: ¿forma parte de una supuesta debilidad abandonarse al animal que todos llevamos dentro?
Brillante.