Eduardo Punset, ese magnífico divulgador científico en un país donde escasea la ciencia, ya se ha encargado de dejar claro que dentro de nuestra cabeza existen tres cerebros independientes.
Convirtiendo nuestra evolución como especie en un proceso acumulativo de sedimentación, estos tres cerebros existen, por así decirlo, uno encima del otro.
Cada uno, entre otras cosas, con su propia inteligencia, su propia subjetividad individual, su propio sentido del tiempo y el espacio y su propia memoria.
Estos tres cerebros están interconectados a nivel neuronal y bioquímico y cada uno controla distintas funciones de nuestro cuerpo, desde las más primarias a las más complejas.
Por orden de evolución, estos tres cerebros son el reptiliano, el límbico y el neocórtex.
Al principio de todo está el reptiliano que es el más primario de todos regulando aspectos animales básicos como las funciones fisiológicas involuntarias de nuestro cuerpo y estando a su cargo la parte más primitiva de reflejo-respuesta.
Su tarea no es pensar ni sentir sino actuar en respuesta a las necesidades corporales básicas: control hormonal y de la temperatura, hambre, sed, motivación reproductiva, respiración…
En este sentido, el cerebro reptiliano nos conecta con lo que de animal hay esencialmente en nosotros, esa fuerza natural de la que somos parte y con la que siempre hemos mantenido una relación ambivalente, de amor u odio, entregándonos o intentando apartarnos de ella en una lucha constante que constituye seguramente nuestra identidad antropológica como especie... si alguna otra especie inteligente pudiera observarnos y analizarnos con la objetividad del observador
Ese conflicto eterno mientras existamos está presente en nuestros relatos, lugares específicos para generar ese sentido que tanto precisamos para entender y entendernos.
Y las figura de Godzilla conecta con todo ésto en el imaginario colectivo de la sociedad de consumo.
Ese enorme monstruo encarna en su inmensa magnitud bestial lo poderoso y arrasador que tiene la naturaleza como pura fuerza bruta incontrolable que nos muestra la tremenda distancia que, en nuestra neurosis antropológica de especie, nos separa de lo que reralmente somos de lo que creemos que somos.
Criaturas como Godzilla emergen de nuestro esfuerzo por dotar de sentido incluso a lo que no puede tenerlo para encarnar toda esa parte de oscuridad y sombra que directamente tiene que ver con los límites de nuestras capacidades para entender y hacer.
Lo fantástico siempre nos expone a nuestros límites.
Dicho ésto, la película no tiene demasiado interés para mi.
No quiero repetirme.
"Godzilla" es un eficaz Frankenstein construido con pedazos de otras películas, algunas de las cuales se reconocen fácilmente, especialmente el principio, tremendamente deudor de la spilberiana "Encuentros en la tercera fase".
Un Frankenstein que en algunos momentos se hace un poco largo y en el que brilla alguna secuencia como la del salto halo sobre la reventada ciudad de San Francisco, convertida en campo de batalla entre Godzilla y sus otros enemigos milenarios.
Buena parte de la magia de esa secuencia descansa en el talento de Alexandre Desplat para construir bandas sonoras, aspecto esencial para el buen funcionamiento de la película, en general y como producto ya que aporta la emocionalidad que suele faltar en este tipo de cine como consecuencia del descuido del trabajo actoral, siempre sepultado bajo toneladas de píxeles.
En este sentido, "Godzilla", muy deudora de la manera spilberiana de contar historias, recupera así un aspecto esencial de la puesta en imágenes del director norteamericano: su colaboración con el talentoso músico John Williams capaz de componer partituras que subrayan la emocionalidad siempre en riesgo a la luz de la fría mirada de ese aparejador de historias que es Steven Spielberg, el otrora Rey Midas de Hollywood.
Entretenida y por encima de la media... que no es decir mucho si le pides al cine algo más que tener la mirada ocupada durante unas horas.
Convirtiendo nuestra evolución como especie en un proceso acumulativo de sedimentación, estos tres cerebros existen, por así decirlo, uno encima del otro.
Cada uno, entre otras cosas, con su propia inteligencia, su propia subjetividad individual, su propio sentido del tiempo y el espacio y su propia memoria.
Estos tres cerebros están interconectados a nivel neuronal y bioquímico y cada uno controla distintas funciones de nuestro cuerpo, desde las más primarias a las más complejas.
Por orden de evolución, estos tres cerebros son el reptiliano, el límbico y el neocórtex.
Al principio de todo está el reptiliano que es el más primario de todos regulando aspectos animales básicos como las funciones fisiológicas involuntarias de nuestro cuerpo y estando a su cargo la parte más primitiva de reflejo-respuesta.
Su tarea no es pensar ni sentir sino actuar en respuesta a las necesidades corporales básicas: control hormonal y de la temperatura, hambre, sed, motivación reproductiva, respiración…
En este sentido, el cerebro reptiliano nos conecta con lo que de animal hay esencialmente en nosotros, esa fuerza natural de la que somos parte y con la que siempre hemos mantenido una relación ambivalente, de amor u odio, entregándonos o intentando apartarnos de ella en una lucha constante que constituye seguramente nuestra identidad antropológica como especie... si alguna otra especie inteligente pudiera observarnos y analizarnos con la objetividad del observador
Ese conflicto eterno mientras existamos está presente en nuestros relatos, lugares específicos para generar ese sentido que tanto precisamos para entender y entendernos.
Y las figura de Godzilla conecta con todo ésto en el imaginario colectivo de la sociedad de consumo.
Ese enorme monstruo encarna en su inmensa magnitud bestial lo poderoso y arrasador que tiene la naturaleza como pura fuerza bruta incontrolable que nos muestra la tremenda distancia que, en nuestra neurosis antropológica de especie, nos separa de lo que reralmente somos de lo que creemos que somos.
Criaturas como Godzilla emergen de nuestro esfuerzo por dotar de sentido incluso a lo que no puede tenerlo para encarnar toda esa parte de oscuridad y sombra que directamente tiene que ver con los límites de nuestras capacidades para entender y hacer.
Lo fantástico siempre nos expone a nuestros límites.
Dicho ésto, la película no tiene demasiado interés para mi.
No quiero repetirme.
"Godzilla" es un eficaz Frankenstein construido con pedazos de otras películas, algunas de las cuales se reconocen fácilmente, especialmente el principio, tremendamente deudor de la spilberiana "Encuentros en la tercera fase".
Un Frankenstein que en algunos momentos se hace un poco largo y en el que brilla alguna secuencia como la del salto halo sobre la reventada ciudad de San Francisco, convertida en campo de batalla entre Godzilla y sus otros enemigos milenarios.
Buena parte de la magia de esa secuencia descansa en el talento de Alexandre Desplat para construir bandas sonoras, aspecto esencial para el buen funcionamiento de la película, en general y como producto ya que aporta la emocionalidad que suele faltar en este tipo de cine como consecuencia del descuido del trabajo actoral, siempre sepultado bajo toneladas de píxeles.
En este sentido, "Godzilla", muy deudora de la manera spilberiana de contar historias, recupera así un aspecto esencial de la puesta en imágenes del director norteamericano: su colaboración con el talentoso músico John Williams capaz de componer partituras que subrayan la emocionalidad siempre en riesgo a la luz de la fría mirada de ese aparejador de historias que es Steven Spielberg, el otrora Rey Midas de Hollywood.
Entretenida y por encima de la media... que no es decir mucho si le pides al cine algo más que tener la mirada ocupada durante unas horas.