
Hacía tiempo que no veía una corrida de toros entera...
La grandeza del futbol está en días como hoy en los que lo imposible se ha producido.
El pequeño Getafe necesitaba golear al gran Barcelona para echarle de la Copa y acceder a la final.... y lo ha conseguido... y además lo ha hecho con una facilidad asombrosa, dominando el partido de principio a fín y arrollando al todopoderoso Barcelona en una asombrosa noche mágica que -seguramente- ninguno de los que asistieron al partido podrán olvidar.
Sólo en el fútbol, de cuando en cuando, se producen pequeños milagros que emocionan a las personas proporcionándoles una increíble victoria contra el destino y la adversidad.
Casi nunca suceden, pero la posibilidad siempre está ahí, latiendo indeleble en lo más profundo de unos espíritus forjados en la cotidiana desesperación de cada día.
Cuando todo parece estar en contra, el fútbol nos enseña que siempre existe una pequeña posibilidad de vencer. Sólo hay que intentarlo. Empezar metiendo un dedo por la pequeña grieta hasta ensancharla lo suficiente como para que quepa la mano y así hasta poder pasar al otro lado, el luminoso de la victoria.
El fútbol tiene éso... El poder evocador de lo imposible al alcance de la mano. La pagana trascendencia de la humana superación.
Ningún getafense aficionado al fútbol olvidará este partido. Ningún getafense permitirá que el olvido devore los nombres de los jugadores que compusieron esta alineación.
La trascendencia es sólo ésto.
Termino de leer "El libro de las ilusiones" y me sucede lo que casi siempre me pasa con las novelas de Paul Auster... Enseguida las olvido.
Sus textos no me dejan huella. No permanecen en mi memoria.
En absoluto, Paul Auster me parece un escritor deleznable. Suelo disfrutar sus obras como disfrutaría el buen funcionamiento de un mecanismo de relojería perfectamente diseñado.
Su talento para narrar es innegable.
Me habla, le escucho y en tanto lo hace me entretiene con su talento para construir y narrar una buena historia... pero nada más. Enseguida, sus imágenes se desvanecen. Carecen -a mi entender- de fuerza interior, de la sugerente y lacerante profundidad que tienen los autores realmente potentes, realmente clásicos.
Muy pronto olvidaré a Hector Mann... Ya ni recuerdo el nombre del auténtico protagonista de la búsqueda del desaparecido Hector.
Todo en Paul Auster es leve, ni siquiera los grandes temas merecen un aumento de la intensidad narrativa, de la emoción intrínseca al hecho de vivir. La emoción no es cabalgada sino mostrada con la frialdad de un entomólogo, clavada con precisión ante mis ojos con el alfiler del talento de Auster.
Quizá por eso olvido pronto... aunque la tragedia del protagonista, la tremenda pérdida que sufre, debiera haberme conmovido más.
Pero la música de su azar no se queda demasiado tiempo en mis oidos... aunque la disfrute mientras la escucho.
Es curioso.
El silencioso y eficaz Smiley de John le Carré tiene un homólogo en los servicios secretos norteamericanos.
¿Por qué?
PD: Si nadie, nunca -cosa que dudo- ha visto una película mala, debería ver este cliché desvaído que no es otra cosa que el recuerdo melancólico y desganado de una buena película y de un cine que ya no se puede volver a hacer.
Las películas malas también sirven para algo... para poder reconocer una película buena cuando sucede ante nuestros ojos.
Como una de mis abuelas decía: un tostón.
Esta larga y buena crítica la trata bien y con cariño, como deben ser tratadas las películas -pienso- aunque no nos gusten...
De siempre, ARCO ha tenido para mi un extraño punto de mercado persa, de feria de la provocación y de la sorpresa en la que los charlatanes campan a sus anchas y en la que, tambíén, de cuando en cuando, brilla la luz clara de algún estimulante encuentro.
Y eso mismo ha sucedido en la edición de este año...
En Arco los visitantes pasean los pasillos en busca del espejo que refleje con precisión el destello del propio deseo y uno tiene la sensación de que la mayoría termina por encontrarlo. Es cuestión de tiempo.
En mi caso, un oscuro montaje sobre una sangrienta pelea de gallos y una hipnótica pieza de videoarte compuesta de retazos de viejas películas en blanco y negro estaban esperándome... y también alguna extraña maravilla pergueñada por algún artista coreano: una delicada flor metálica de parsimoniosos movimientos, una orgía de peluches gigantes... Inquietante la sensibilidad de los coreanos para el arte.... Inquietante y muy diferente, tan diferente como su visión de la política con peleas a muerte entre parlamentarios incluidas.
Corea... Otra peninsula tan bizarra como la nuestra, aunque sin duda con un diferente sentido de la bizarrez.
No me olvido, por último, de los niños y de su relación tan directa y básica con el arte, con los colores y las formas.
Divirtiéndose a su manera y disfrutando como el que más.
Señalando y diciendo: "purpura".
Señalando y riendo.
Corriendo de un lado a otro.
Haciendo arte de la vida misma.
Perfecto.
Perfecto.
En el mismo territorio físico y espiritual donde Douglas Sirk situaba sus tremendos melodramas con lágrimas en Technicolor, el más que interesante Todd Field sitúa su segundo y último trabajo.
"Little Children" clava sus raíces en el imaginario del melodrama cinematográfico para mostrarnos con la precisión de un documentalista el espectáculo agridulce del ser humano en todo el esplendor de su contradicción.
Entre la realidad y el deseo, irremediablemente plantado entre esos dos lados casi siempre irreconciliables y sometido a la tectónica presión de esos dos impulso casi siempre contradictorios, está el ser humano. Y, en ciertas ocasiones, cuando la presión ejercida de un lado y de otro es insostenible, surge imparable la sismicidad de la emoción.
Todos los personajes de "Little Children" son victimas en algún momento de esa sismicidad que hace tambalear la estabilidad de sus vidas y Todd Field está allí para filmarlo.
La belleza del instante atrapado por una mirada certera y sensible, una mirada que ya demostró sus cualidades cazadoras-recolectoras en la anterior "In the room", otra película absolutamente recomendable.
En "Little Children" todos nos reconocemos.
Nos guste o no, somos así: caprichosos, austeros, infieles, fieles, capaces, incapaces,... y así hasta el infinito de los adjetivos calificativos.