La Economía al Revés: De la Vida a la Cifra


La economía ya no nace de la vida, sino de la cifra.
Lo que antes se construía desde el trabajo, los salarios y el consumo, hoy se diseña desde los balances, los tipos de interés y la deuda.
La financiarización ha invertido el sentido de la economía: la macro gobierna desde arriba, la micro obedece desde abajo.
El resultado es un mundo donde los indicadores prosperan mientras las sociedades se empobrecen —y donde el crecimiento ya no es una promesa de bienestar, sino su sustituto.

Durante décadas, la economía fue la ciencia del bienestar: producir más, distribuir mejor, elevar el nivel de vida.

Hoy, su objetivo se ha desplazado. Ya no se mide por lo que mejora en la vida de las personas, sino por la tranquilidad que ofrece a los mercados.

La financiarización —esa palabra seca y técnica— ha transformado la economía en una arquitectura invertida: la macro gobierna desde arriba y la micro obedece desde abajo.

Antes, el progreso nacía en el trabajo, los salarios y el consumo.
Ahora nace en los balances, los tipos de interés y la deuda soberana.

La economía ha dejado de construirse desde la gente para empezar a edificarse desde las cifras.
Por eso, se puede decir que “va bien” mientras la mayoría vive mal: ya no se hace para las personas.

De la economía de las personas a la economía de los mercados

Durante buena parte del siglo XX, la política económica partía de la vida cotidiana.
Aumentar los salarios, expandir el empleo o reforzar el gasto social no eran medidas “populistas”, sino motores de crecimiento.
Si la gente vivía mejor, el país prosperaba.

La microeconomía era el punto de partida y la macroeconomía, la consecuencia.

Esa lógica se quebró cuando la economía dejó de depender del trabajo y se subordinó al capital financiero.
Los Estados ya no midieron su éxito por el bienestar de la población, sino por la reacción de los inversores.
El bienestar dejó de ser una causa y pasó a ser un efecto improbable.

El bienestar individual no era un residuo del crecimiento: era su motor.
Hoy, el motor está apagado.

Esta ruptura fue teorizada y promovida bajo el paraguas del neoliberalismo, que convirtió la disciplina fiscal y la desregulación financiera en los nuevos dogmas.

Ese proyecto adoptó formas distintas según el contexto:
la desregulación financiera en Estados Unidos y Reino Unido, que liberó a los bancos de cualquier restricción nacional;
la independencia de los bancos centrales, que desligó la política monetaria de los gobiernos electos;
y las reglas fiscales europeas, que impusieron la estabilidad presupuestaria como dogma constitucional.

En todos los casos, el resultado fue el mismo: la economía se emancipó de la política y los gobiernos empezaron a rendir cuentas ante los mercados antes que ante sus ciudadanos.

La ruptura: la financiarización

A partir de los años ochenta, el dinero empezó a multiplicarse sin pasar por la producción.
Los bancos se convirtieron en laboratorios de ingeniería financiera, las empresas en activos negociables y los Estados en emisores de deuda.

El crecimiento se separó de la economía real: ya no dependía de fábricas ni de salarios, sino de flujos de capital que cruzaban fronteras a la velocidad de un clic.

La macroeconomía, que antes resumía el movimiento de millones de vidas, se independizó de ellas.
Hoy puede crecer mientras los salarios se estancan, mientras el empleo se precariza, mientras la desigualdad aumenta.

El PIB sube sin que nadie lo note, porque ya no mide lo que sucede abajo, sino lo que circula arriba.

La economía ya no necesita prosperidad: solo estabilidad contable.

Esta desconexión no significa que la macroeconomía haya dejado de depender de la vida real, sino que puede prosperar durante largos periodos sin mejorarla.
Los flujos de capital, las exportaciones o los programas de estímulo europeo permiten mostrar cifras sólidas aunque el empleo o los salarios sigan estancados.

El vínculo no se ha roto del todo, pero se ha invertido el orden: antes el bienestar impulsaba el crecimiento; hoy el crecimiento solo promete, algún día, producir bienestar.

Ese desfase se prolonga porque las sociedades, más fragmentadas y desorganizadas, protestan menos y aguantan más lo que les echan.
La precariedad, la deuda personal y el miedo a la pérdida actúan como nuevas formas de control social: la estabilidad económica se impone a cambio del silencio político.

Cómo la deuda sometió —y troceó— a los Estados

La financiarización no solo cambió el modo en que circula el capital; cambió el modo en que se gobierna.
El instrumento decisivo fue la deuda pública: el vínculo que ata a los Estados a los mercados que dicen vigilar.

Hasta mediados del siglo XX, los gobiernos podían endeudarse en su propia moneda, fijar su política fiscal y decidir el ritmo de su gasto según prioridades sociales.
La deuda era una herramienta para construir, invertir y redistribuir.

Con la globalización financiera, esa deuda se transformó en un mercado: se compra, se vende, se califica, se especula con ella.
Y quien compra deuda, compra poder.

Los Estados, necesitados de financiación constante, dependen de la confianza de los inversores.
Esa confianza no se mide en votos, sino en diferenciales de rendimiento: la prima de riesgo.
Cuanto más obediente se muestra un país a las reglas del capital financiero —austeridad, reformas estructurales, disciplina fiscal—, menor interés paga por su deuda.
Cuanto más intente recuperar autonomía política, mayor es el castigo.

El mercado ya no espera a las elecciones para castigar: lo hace en tiempo real, con una subasta.

Pero la deuda no solo disciplina: abre el camino al despiece.
Los mismos fondos que prestan a los gobiernos compran, después, lo que esos gobiernos se ven obligados a vender.
Lo público es canibalizado por el capital que supuestamente lo financia.

Infraestructuras, energía, transporte, vivienda, agua, salud: todo lo que fue inversión colectiva se convierte en activo financiero.

Es un ciclo perfecto:

  1. endeudamiento,

  2. disciplina,

  3. privatización,

  4. concentración de capital,

  5. nuevo endeudamiento.

La deuda crea el problema, la privatización ofrece la solución, y el capital financiero cobra por ambas cosas.

Los mercados prestan para comprar lo que sus préstamos obligan a vender.

Así, la financiarización no solo captura a los Estados: los vacía.
Les extrae soberanía primero, patrimonio después.
Y lo que fue política —el manejo de lo común— se convierte en gestión patrimonial de terceros.

La deuda ya no financia el futuro: lo liquida en partes.

La economía desde arriba

El Estado moderno, atrapado en esa red, ya no gobierna desde el territorio ni desde la sociedad, sino desde los indicadores.
Su tarea principal es mantener la calma de los mercados.
El objetivo ya no es producir riqueza, sino evitar el pánico financiero.

Por eso, la política económica se ha invertido: se construye desde arriba.
Primero se tranquiliza a los acreedores, luego —si queda margen— se piensa en los ciudadanos.

La economía se ha convertido en un sistema jerárquico donde la estabilidad de los balances importa más que la estabilidad de las vidas.

Se ha cambiado la promesa de bienestar por la promesa de estabilidad.

La macro sin micro

La macroeconomía contemporánea es autorreferencial: se alimenta de sí misma.
Crece porque se financia; se financia porque inspira confianza.
El dinero circula entre bancos, fondos e instituciones, sin pasar por el circuito del trabajo y el consumo.

Por eso puede afirmarse que la economía “va bien” aunque las calles digan lo contrario.
Los agregados suben, pero el pulso social se enfría.
Los países aprenden a crecer sin tocar el suelo.

La economía ya no es la suma de las vidas, sino su sustituto.

La paradoja contemporánea

Hoy los gobiernos presumen de crecimiento mientras la desigualdad se expande.
La macro prospera porque la micro se contiene: salarios disciplinados, gasto social recortado, consumo prudente.

La disciplina fiscal sustituye al contrato social.
El Estado ya no redistribuye: administra confianza.

Y mientras los informes celebran el éxito, la sensación de estancamiento se vuelve universal.
La política económica ha logrado lo imposible: construir una economía que crece sin repartir.

El crecimiento ya no es el reflejo del bienestar, sino su coartada.

Argentina: el laboratorio de la macro

Argentina es el ejemplo extremo de esta mutación.
Allí, la financiarización no es tendencia: es sistema.

El país vive pendiente del riesgo país, del tipo de cambio, de los desembolsos del FMI.
La política económica no busca desarrollo, busca respiración: evitar el colapso, mantener abierto el crédito.

Cada ajuste fiscal, cada congelación salarial, cada promesa de austeridad se formula para un interlocutor externo: los acreedores.

En diciembre de 2023, el gobierno argentino anunció un recorte drástico de subsidios energéticos.
Antes del mediodía, el riesgo país cayó 150 puntos.
Los medios financieros celebraron: “Argentina envía señales al mercado.”
El FMI aplaudió la “responsabilidad fiscal”.
Los analistas de Wall Street mejoraron sus proyecciones.

Dos meses después, las tarifas se triplicaron.
Las familias redujeron consumo, los pequeños comercios cerraron, los salarios se hundieron.
Pero los balances fiscales mejoraron y los inversores respiraron: la macro sonreía.

Primero se miró la pantalla de Bloomberg. Después, la calle.
El orden importa: así se gobierna desde arriba.

El pueblo vota cada cuatro años; los mercados, cada mañana.
Y su voto pesa más.

España: la obediencia como modelo

España representa la versión sofisticada del mismo mecanismo que en otros países opera de forma brutal.
Aquí, la deuda no ahoga: disciplinó.

El colapso de 2010 enseñó a los gobiernos que la supervivencia política dependía de la calma de los mercados.
Desde entonces, la prioridad no ha sido crecer, sino no inquietar.

La macroeconomía española es una historia de éxito técnico: un logro que ha evitado los colapsos de deuda más temidos, pero cuya microeconomía cuenta otra historia.

Crecimiento del PIB por encima de la media europea, prima de riesgo estable en torno a 70 puntos, déficit en descenso, rating “A-” y deuda moderándose hacia el 106 % del PIB.
Los mercados aplauden, Bruselas felicita, los titulares celebran.

Pero la microeconomía cuenta otra historia.
El salario real apenas ha crecido, el alquiler absorbe más del 40 % del ingreso medio, el consumo doméstico se enfría y la precariedad laboral sigue instalada como norma.
La vivienda se ha convertido en activo financiero y la energía, en un negocio regulado por los mismos fondos que compran deuda del Estado.
La economía crece, sí, pero su propiedad se desplaza cada año un poco más hacia arriba.

El despiece español no se hizo a golpe de decreto, sino de reforma estructural.
Telecomunicaciones, energía, infraestructuras, sanidad, pensiones: todo se reconfigura para atraer capital inversor.
No se llama privatización, se llama “colaboración público-privada”.
No se habla de venta, sino de “participación del mercado”.

El resultado es el mismo: el Estado conserva la fachada, pero pierde el control.

España demuestra que la subordinación no requiere crisis ni castigo: basta con la obediencia anticipada.
La austeridad se ha convertido en cultura, la estabilidad en religión.
El país ya no teme a los mercados: piensa como ellos.

El éxito de España es haber aprendido a gobernarse como un fondo de inversión: minimizar el riesgo, maximizar la confianza, ignorar la vida.

Conclusión: la economía sin sujeto

La financiarización ha producido una economía sin pueblo.
La macro se ha convertido en el sustituto moral de la política: si los números van bien, nadie pregunta por las vidas.

La política, al convertirse en mera gestora de la confianza de los mercados, pierde su capacidad de ofrecer alternativas o de responder a las demandas sociales.
Pero ningún sistema puede sostenerse mucho tiempo sobre esa fractura.

Cuando los indicadores prosperan y las sociedades se empobrecen, la legitimidad se agota.
Si la economía no vuelve a construirse desde abajo, lo que colapsará no será el mercado, sino la política misma.

La economía nació para sostener la vida.
Ahora la vida sobrevive para sostener la economía.

Y, entre tanto, los mercados siguen comprando las ruinas del Estado.

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