La fe como coartada

La fe como coartada

Pasolini, el cristianismo domesticado y la fealdad del mundo real


El espejismo del avance

Las redes hierven de indignación cristiana ante la transformación del Valle de Cuelgamuros. Hablan de profanación, de fealdad, de “odio a la belleza”. Se sienten sitiados por un mundo que ya no comparte su sensibilidad estética ni su lenguaje sagrado. Pero lo que realmente duele no es una grieta en la piedra: es el espejo que esa grieta les devuelve.

Pier Paolo Pasolini habría entendido esta escena mejor que nadie. En los Scritti corsari denunció el nuevo fascismo que nacía bajo el disfraz del bienestar. Un poder que ya no imponía censura ni represión, sino consumo y conformismo. Lo terrible —decía— es que ese poder había hecho suyos a los católicos. Los había vuelto devotos de un cristianismo sin Evangelio, adaptado al confort y al mercado.

Para Pasolini, la Iglesia había perdido el alma precisamente cuando se integró en el mundo moderno. Ya no se oponía al poder, sino que lo bendecía. Dejó de ser escándalo y se volvió costumbre. Mientras los obreros eran despedidos y los campesinos expulsados del campo, la nueva moral cristiana se debatía entre el aborto y el decoro, entre la forma y la pureza. Una religión que había hecho las paces con la injusticia.

Basta mirar alrededor: la cruz sigue en alto, pero ya no señala el Calvario, sino el centro comercial. Los mismos que lloran por la supuesta “fealdad” del nuevo monumento viven cómodamente en un sistema que produce miseria, soledad y alienación. No les ofende el capitalismo, sino su ausencia de ornamento. No buscan redención, sino elegancia moral.

Pasolini veía en esa conversión del cristianismo en estética —en gusto, en nostalgia— una tragedia mayor que la secularización. Porque lo que desaparecía no era la fe, sino su potencia revolucionaria: la capacidad de ponerse del lado de los últimos. Por eso podía afirmar que Cristo estaba más presente en los marginados que en las sacristías.

Slavoj Žižek, desde otro tiempo y otro lenguaje, llega a la misma conclusión. En Violencia señala que muchas formas contemporáneas de religiosidad funcionan como compensación ideológica: permiten sentirse moralmente puros mientras se perpetúan las condiciones que generan sufrimiento. “Defienden la vida porque no soportan mirarla”, escribe. El gesto es idéntico: proteger la inocencia del símbolo para no enfrentar la brutalidad del mundo.

La polémica del Valle revela justamente eso: una religiosidad que ya no cuestiona el poder, sino que lo decora. Una fe convertida en patrimonio, incapaz de mirar a los vivos porque sigue rezando por los muertos.

Pasolini no pedía volver a la Iglesia del pasado, sino a su verdad: la de un mensaje que escandaliza porque exige justicia. Quizá por eso su crítica sigue siendo necesaria. Porque sin ella, lo que queda del cristianismo europeo es sólo una retórica melancólica: amor a la belleza, indiferencia ante el dolor. Muy preocupados por el niño indefenso dentro del seno de la madre, y no tan preocupados por los niños indefensos en cientos de lugares del mundo cuando nacen: en la guerra, en el hambre, en la explotación o en la miseria cotidiana que ya no les conmueve.

“El poder os ha hecho más católicos que Cristo y menos humanos que nunca.”

— Pier Paolo Pasolini

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