La insoportable gravedad del Este: Kaja Kallas como síntoma

La pesadumbre histórica del Este convertida en brújula política y militar de Occidente.

El nacionalismo báltico no es un fenómeno reciente ni un capricho político: es el legado de un territorio moldeado por la inestabilidad y el miedo. Kaja Kallas expresa esa tradición con una pureza casi quirúrgica, y la OTAN ha decidido convertirla en brújula estratégica. El resultado: una alianza nuclear pilotada por los traumas de sus miembros más inquietos.

En el Este de Europa las fronteras nunca han sido líneas, sino heridas. Movidas, partidas, borradas, rehechas una y otra vez según el imperio de turno. Esa inestabilidad dejó una huella política compartida: nacionalismos inseguros, reivindicativos y siempre atentos a la amenaza del vecino más grande. No es una intuición contemporánea: es un diagnóstico histórico sólido.

El politólogo Timothy Snyder describe la región como “tierra de sangre”, un espacio donde la autoridad estatal nunca terminó de arraigar y donde la violencia moldeó la identidad nacional. En Dark Continent, Mark Mazower subraya que las naciones del Este nacieron “contra” un Estado mayor —ruso, soviético, imperial—, no con él. Y Tony Judt señala que su memoria colectiva descansa en agravios encadenados más que en proyectos compartidos.

Todos coinciden en una idea básica: los nacionalismos del Este no son expansivos; son reactivos. Y por eso nunca están satisfechos. Su política exterior es una prolongación de un miedo que deriva en agresividad, casi siempre verbal (si se trata del vecino ruso).

Kaja Kallas no es una excepción. Su discurso es la expresión más limpia del nacionalismo báltico posterior a la ocupación soviética: advertencia constante, desconfianza estructural y sensación de vulnerabilidad permanente. Estonia es un país pequeño, fronterizo, con memoria fresca de dominación y con una minoría rusófona significativa. En ese contexto, la política hacia Rusia no puede ser otra que la alarma continua. No por táctica, sino por identidad.

Ese marco produce además un reflejo automático agresivo: cualquier rastro cultural ligado al vecino se ve como una amenaza, y de ahí emerge un impulso de apartheid nada simbólico y muy real, de exclusión y sospecha sistemática hacia todo lo que recuerde al poder que una vez los dominó. Las leyes de ciudadanía que tras la independencia dejaron apátridas a decenas de miles de rusófonos, las restricciones lingüísticas en educación y administración pública, y la marginación política de partidos que representaban a esa minoría son ejemplos concretos de esa dinámica. El propio Concepto de Seguridad Nacional de Estonia (2023) define a Rusia como una “amenaza existencial y de largo plazo” que exige una doctrina de “resistencia permanente”. Es política de Estado.

Ese nacionalismo reivindicativo, construido sobre traumas reales, olvida que Rusia está ahí y seguirá estando. Olvida que la geografía no cambia por voluntad, que el equilibrio regional no puede sostenerse sobre un discurso de resistencia eterna y que las potencias pequeñas no pueden guiar a las grandes sin consecuencias. Precisamente porque Rusia es más grande, más fuerte y ha dominado históricamente la región, estos nacionalismos nacen como reacción estructural. Pero esa asimetría real no hace que el miedo resultante sea un buen fundamento para la estrategia de una alianza nuclear.

Y aquí entra la OTAN.

En lugar de imponer prudencia, la Alianza ha preferido subirse al coche y dejar el volante en manos de quienes viven en ese estado de delirante hipervigilancia geopolítica. Coherente con los más o menos confesables fines; imprudente desde lo estratégico y la lógica descarnada del poder en las relaciones internacionales (aún no se ha descubierto la forma eficiente de intimidar a una potencia nuclear). La OTAN no inventa el miedo báltico: lo convierte en política. Ha elegido avanzar sin cuestionar, apoyar a nacionalismos que, por definición, no pueden estar satisfechos porque nacen del recuerdo vivo de derrotas y dominaciones inevitables.

Y todavía hay más.

Estos nacionalismos no solo condicionan a la OTAN; son peones clave en su expansión pasivo-agresiva hacia el Este. Su ansiedad histórica encaja como un guante en la lógica expansiva de la Alianza. John Mearsheimer lleva años advirtiendo que la ampliación hacia el entorno postsoviético creó “un incentivo estructural para que los Estados más temerosos pidieran más protección y para que la Alianza la ofreciera sin medir costes”. Barry Posen los definió como “demandeurs naturales de seguridad”, pequeños estados cuya vulnerabilidad es útil para justificar avances sucesivos. Serhii Plokhy lo resume con precisión: la inseguridad de los estados fronterizos funciona como “combustible para agendas más amplias”. La Alianza convierte ese miedo en política.

La dinámica, además, es circular: las políticas de exclusión hacia la minoría rusófona —señaladas reiteradamente por la OSCE, Amnistía Internacional y el CERD como discriminación estructural— generan vulnerabilidades internas que Rusia explota, lo que alimenta de nuevo el discurso de amenaza existencial. El miedo produce vigilancia; la vigilancia produce exclusión; la exclusión produce más miedo. Es la profecía autocumplida sobre la que la OTAN ha construido su narrativa defensiva.

Por eso, cuando Kallas sube el tono, la OTAN escucha. Su relato —el de la amenaza absoluta y constante— sirve tanto para tranquilizar a los bálticos como para justificar un avance que siempre parece reactivo. No hay conflicto entre ambos discursos, sino coincidencia de intereses.

El problema es que esa estrategia no es sostenible. La OTAN ha terminado adoptando el marco emocional de sus miembros más inquietos como si fuera un marco estratégico, y eso es un error de diseño. Ha convertido nacionalismos de frontera —entendibles, pero nerviosos por naturaleza— en brújulas para tomar decisiones de enorme alcance.

Kallas no es la anomalía. Es el síntoma. El síntoma de una región que vive de la memoria del peligro y de una Alianza que ha encontrado en ese miedo un motor perfecto para avanzar.

Lo preocupante no es que Estonia hable como habla. Es que la OTAN actúe como si ese fuese el lenguaje natural de Europa entera.

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