jueves, octubre 15, 2009
















TAXI DRIVER

Es curioso.

"Taxi Driver" es ya un clásico. Han pasado más de 30 años desde su estreno y aún me cuesta imaginarla como tal... Supongo que la película y yo nos hacemos viejos

En "Taxi Driver" hay una cierta visión premoderna y bastante conservadora de la realidad que, entre otras cosas, concibe a la ciudad, el lugar donde sucede el misterio de la modernidad, como un lugar peligroso que, con su incomprensible e inabarcable novedad, pone a prueba a la gente y la pierde.

La ciudad es una bestia que todo lo devora y así está haciéndolo con Travis Bickle (Robert de Niro) y con Steensma (Jodie Foster), la prostituta infantil. Lejos del núcleo familiar, donde está el sentido que sirve de referencia para centrar a la individualidad, la psicología de Brickle se distorsiona, pierde pie en la orilla de un océano oscuro y profundo que le arrastra hacia su interminable e inagotable interior.

La historia nos muestra el final de ese proceso. Seguramente, antes de que la historia tenga lugar, Brickle ha salido a las calles de Nueva York intentando seguir el paso de sus habitantes. A su manera ha buscado su lugar en la máquina y el resultado es la sensación de angustia que Brickle trata de combatir manteniéndose ocupado al volante nocturno de su taxi.

La mirada que Brickle dirige a las aceras es la amarga mirada del rechazado a una ceremonia que se celebra sin él, de la que -por mor de su fracaso a la hora de insertarse- se ha convertido en observador externo.

En todo este planteamiento respiran con toda seguridad los planteamientos que Paul Schrader, autor de la historia, aprendió en su infancia dentro de una familia calvinista bastante ortodoxa. Se trata de la condena del mundo y, de algún modo, la mirada de Bickle también es la mirada de Schrader concibiéndose como un ser extraño al contraste entre las ideas aprendidas desde pequeño y la realidad en que el adulto Schrader se ve inmerso.

En Bickle anidan todos los pensamientos oscuros y extremos del autor asomándose al borde de su propio fracaso en un mundo contra el que sus padres seguramente le habían prevenido, lleno de pecado materialismo y ambición. No hay que olvidar que Schrader escribió el guión en un momento malo y bajo de su vida, tras un fracaso sentimental, arruinado, en plena depresión, enfrentado a misteriosos y desgarradores fantasmas cuyos rostros sólo Schrader pudo ver. Al borde de una locura que Bickle encarna en su afán por despreciar un mundo que, siente, le desprecia... un mundo cuya pura belleza deseada encarna metafóricamente el personaje de Betsy (Cybill Sheperd).

Tanto en Betsy como en Steensma, Brickle proyecta su propia realidad desesperada. En realidad, y cada vez que Brickle les cuenta qué ve en ellas, se está describiendo a si mismo y, lo que es más importante, su recalcitrante necesidad de redención. Porque hay algo bueno en Brickle que le impedirá llegar a la total destrucción. Su locura se construirá sobre la salvación del otro y no sobre la destrucción de sí mismo.

Y en ese disparo final que el sangrante y herido Brickle se administra una vez la orgía de sangre y muerte en la que rescata a Steensma ha terminado se encuentra el cierre de su propio circulo... La muerte del monstruo que tiene en su interior, el que estaba devorándole día a día, noche a noche.

La Redención materializada en la agradecida carta de unos padres colgando de la desconchada y desprovista pared de su habitación.

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