viernes, diciembre 23, 2005
miércoles, diciembre 21, 2005
"In our gradually shrinking world, everyone is in need of all the others. We must look for man wherever we can find him. When on his way to Thebes Oedipus encountered the Sphinx, his answer to its riddle was: «Man». That simple word destroyed the monster. We have many monsters to destroy. Let us think of the answer of Oedipus."
(Giorgos Seferis' speech at the Nobel Banquet at the City Hall in Stockholm, December 10, 1963)
(Giorgos Seferis' speech at the Nobel Banquet at the City Hall in Stockholm, December 10, 1963)
martes, diciembre 20, 2005
La leyenda de Martin O'Leary
A ciertas edades es difícil que uno pueda cambiar su forma de ser y conforme más viejo me hago más tiendo a pensar que debe ser así. Después de todo nos ha costado toda una vida forjarnos el carácter que tenemos y, como mínimo, debemos hacer ostentación de él antes de que los gusanos se lo coman con el resto del kit.
La leyenda de Martin O'leary ilustra perfectamente esta resistencia al cambio de la que hacemos gala a ciertas edades.
Martín O'Leary fue un legendario jugador de futbol irlandés. Defendió la camiseta verde en más de 50 ocasiones formando un muro infranqueable (todo lo infranqueable que podía ser el equipo irlandés en aquella época -que no era mucho-) con el no menos mítico Sean Thornton.
Tras jugar en diversos equipos de mitad de la tabla de la Primera división inglesa, O'Leary regresó a su Irlanda natal para dar sus últimas patadas alevosas a los delanteros incautos en el Limerick. Allí, y en su última temporada en activo, fue convocado por el seleccionador irlandés Norman Blackwell para un partido amistoso contra la Hungría de Kubala y Kocsis.
Blackwell, que había compartido vestuario y terreno de juego con O'Leary en la escuadra inglesa del Southtampton, decidió que ese podría ser el mejor homenaje a casi 19 años de carrera deportiva: el duro tallo de O'Leary (más duro que nunca entonces a sus 37 años) enfrentado a los finos estilistas húngaros, la espada contra la pluma.
El día del partido las cosas fueron de acuerdo con el guión.... húngaro.
Los voluntariosos futbolistas irlandeses corrían como pollos descabezados tras las camisetas rojas y ya estaban dos goles por debajo en el marcador.
Puskas, Csibor, Kocsis, ... escondían el balón y lo depositaban en la red de cuando en cuando ante la rabia callada de O'Leary que manchado de barro hasta en el blanco de los ojos no paraba de maldecir a diestro y siniestro entre constante amenaza de tarjeta roja y fulminante expulsión.
En un momento determinado, el veloz extremo Mike Finley recibió el balón y se internó por la banda ante la sorpresa del público y de sus propios compañeros. Con fortuna, el central húngaro Garaba desvió su envenenado centro a corner.
¡Cormer!
Palabra mágica en el fútbol británico de aquella época.
La auténtica proximidad del gol.
La democratización de la oportunidad marcar.
Su olor.
El público ya gritaba invocándolo.
En un momento dado, Blackwell salió del banquillo y ordenó a los centrales que subieran a rematar... y hacia allí fue O'Leary escupiendo enormes gargajos espesos de saliva sobre el cesped.
Los gritos se redoblaron a su llegada al área rival.
O'Leary se retiraba y jamás había marcado un gol para su querida Irlanda.
El propio Finley lanzó el corner.
En el área la pelea por una posición era encarnizada mientras el balón llegaba bien tocado en busca del punto de penalty... de pronto, como un titán, emergió la figura de O'Leary en majestuoso salto (que más parecía vuelo).
Los más viejos del lugar, entre pinta y pinta, aún recuerdan que algún infortunado jugador húngaro subía con él arrastrado por el poderoso impulso, enganchado en uno de sus brazos.
Se hizo el silencio en el estadio.
La cabeza de O'Leary buscaba la pelota y ésta iba hacia su cabeza.
Algunos rezaban, otros intentaban cerrar su boca abierta de par en par. El viejo O'Leary estaba a punto de hacer su parte por Irlanda.
El encuentro era inevitable y el cabezazo se produjo.
El balón salió despejado a la altura del medio campo.
Los húngaros no salían de su asombro.
Blackwell fue el primero en aplaudir.
Una vez más O'Leary había despejado la pelota. 19 años sacando balones era demasiado tiempo, tanto que ya era demasiado tarde para cambiar.
Entre aplausos O'Leary regresó a su posición. Lo hizo sonriendo, encojiéndose de hombros, mientras Hungría recuperaba la posesión del balón de nuevo.
La selección húngara aún anotó dos goles más. Tampoco pudieron dejar de ser ellos mismos.
A ciertas edades es difícil que uno pueda cambiar su forma de ser y conforme más viejo me hago más tiendo a pensar que debe ser así. Después de todo nos ha costado toda una vida forjarnos el carácter que tenemos y, como mínimo, debemos hacer ostentación de él antes de que los gusanos se lo coman con el resto del kit.
La leyenda de Martin O'leary ilustra perfectamente esta resistencia al cambio de la que hacemos gala a ciertas edades.
Martín O'Leary fue un legendario jugador de futbol irlandés. Defendió la camiseta verde en más de 50 ocasiones formando un muro infranqueable (todo lo infranqueable que podía ser el equipo irlandés en aquella época -que no era mucho-) con el no menos mítico Sean Thornton.
Tras jugar en diversos equipos de mitad de la tabla de la Primera división inglesa, O'Leary regresó a su Irlanda natal para dar sus últimas patadas alevosas a los delanteros incautos en el Limerick. Allí, y en su última temporada en activo, fue convocado por el seleccionador irlandés Norman Blackwell para un partido amistoso contra la Hungría de Kubala y Kocsis.
Blackwell, que había compartido vestuario y terreno de juego con O'Leary en la escuadra inglesa del Southtampton, decidió que ese podría ser el mejor homenaje a casi 19 años de carrera deportiva: el duro tallo de O'Leary (más duro que nunca entonces a sus 37 años) enfrentado a los finos estilistas húngaros, la espada contra la pluma.
El día del partido las cosas fueron de acuerdo con el guión.... húngaro.
Los voluntariosos futbolistas irlandeses corrían como pollos descabezados tras las camisetas rojas y ya estaban dos goles por debajo en el marcador.
Puskas, Csibor, Kocsis, ... escondían el balón y lo depositaban en la red de cuando en cuando ante la rabia callada de O'Leary que manchado de barro hasta en el blanco de los ojos no paraba de maldecir a diestro y siniestro entre constante amenaza de tarjeta roja y fulminante expulsión.
En un momento determinado, el veloz extremo Mike Finley recibió el balón y se internó por la banda ante la sorpresa del público y de sus propios compañeros. Con fortuna, el central húngaro Garaba desvió su envenenado centro a corner.
¡Cormer!
Palabra mágica en el fútbol británico de aquella época.
La auténtica proximidad del gol.
La democratización de la oportunidad marcar.
Su olor.
El público ya gritaba invocándolo.
En un momento dado, Blackwell salió del banquillo y ordenó a los centrales que subieran a rematar... y hacia allí fue O'Leary escupiendo enormes gargajos espesos de saliva sobre el cesped.
Los gritos se redoblaron a su llegada al área rival.
O'Leary se retiraba y jamás había marcado un gol para su querida Irlanda.
El propio Finley lanzó el corner.
En el área la pelea por una posición era encarnizada mientras el balón llegaba bien tocado en busca del punto de penalty... de pronto, como un titán, emergió la figura de O'Leary en majestuoso salto (que más parecía vuelo).
Los más viejos del lugar, entre pinta y pinta, aún recuerdan que algún infortunado jugador húngaro subía con él arrastrado por el poderoso impulso, enganchado en uno de sus brazos.
Se hizo el silencio en el estadio.
La cabeza de O'Leary buscaba la pelota y ésta iba hacia su cabeza.
Algunos rezaban, otros intentaban cerrar su boca abierta de par en par. El viejo O'Leary estaba a punto de hacer su parte por Irlanda.
El encuentro era inevitable y el cabezazo se produjo.
El balón salió despejado a la altura del medio campo.
Los húngaros no salían de su asombro.
Blackwell fue el primero en aplaudir.
Una vez más O'Leary había despejado la pelota. 19 años sacando balones era demasiado tiempo, tanto que ya era demasiado tarde para cambiar.
Entre aplausos O'Leary regresó a su posición. Lo hizo sonriendo, encojiéndose de hombros, mientras Hungría recuperaba la posesión del balón de nuevo.
La selección húngara aún anotó dos goles más. Tampoco pudieron dejar de ser ellos mismos.
jueves, diciembre 15, 2005
martes, diciembre 13, 2005
No deja de mirarlos a todos mientras se apoya en la pared.
Paciente o impacientemente, según la circunstancia vital que a cada uno de ellos les ha tocado vivir en esa concreta hora del día, aguardan la inminente y ruidosa entrada del tren en la atestada estación.
Después de todo son seres humanos igual que él... o por lo menos así lo parecen.
Se plantea que quizá debiera sentir algo por ellos,
compartir alguna especie de sentimiento solidario,
una cierta simpatía procedente de un animoso esfuerzo empático
pero no siente nada.
El esfuerzo de sentir se le escapa de entre las manos como si fuera agua.
Los labios de su corazón permanecen callados.
Sólo les observa con descuido,
sin realmente ver los árboles.
Ante el bosque.
Paciente o impacientemente, según la circunstancia vital que a cada uno de ellos les ha tocado vivir en esa concreta hora del día, aguardan la inminente y ruidosa entrada del tren en la atestada estación.
Después de todo son seres humanos igual que él... o por lo menos así lo parecen.
Se plantea que quizá debiera sentir algo por ellos,
compartir alguna especie de sentimiento solidario,
una cierta simpatía procedente de un animoso esfuerzo empático
pero no siente nada.
El esfuerzo de sentir se le escapa de entre las manos como si fuera agua.
Los labios de su corazón permanecen callados.
Sólo les observa con descuido,
sin realmente ver los árboles.
Ante el bosque.
domingo, diciembre 04, 2005
Veo en Canal Historia un documental muy interesante sobre la Rumanía de Ceaucescu.
Con imágenes inéditas filmadas por los medios de comunicación del dictador, el programa reconstruye el largo viaje hacia la locura emprendido por Ceaucescu, llevando consigo al propio pueblo rumano hasta casi la destrucción.
Hay muchas cosas interesantes dentro del documental: la megalómana construcción del palacio presidencial, la exposición de frutas y verduras hechas de madera que el dictador pasa revista como si fueran reales, el loco culto a la personalidad de la primera dama, .... pero lo que más me ha atraído es el momento en que se produce el motín que supuso la caída y posterior muerte de Ceaucescu.
La sorpresa que muestra su rostro ante los crecientes abucheos.
No sabría decir si Ceaucescu se sorprende de que el pueblo de Bucarest abuchee a su Conducator o de que se atreva hacerlo.
Me pregunto si el dictador pensaba que tenían motivos, si conocía la realidad cruel sobre la que se imponía su poder total o la ignoraba viviendo en el mejor de los mundos que producía su propio aparato de comunicación.
No lo tengo claro.
Me pregunto si los propios tiranos son víctimas también de sus propias mentiras y, después de ver el rostro de Ceaucescu no lo muy tengo claro... Aunque, y en cualquier caso, seguro que no se lo esperaba.
Con imágenes inéditas filmadas por los medios de comunicación del dictador, el programa reconstruye el largo viaje hacia la locura emprendido por Ceaucescu, llevando consigo al propio pueblo rumano hasta casi la destrucción.
Hay muchas cosas interesantes dentro del documental: la megalómana construcción del palacio presidencial, la exposición de frutas y verduras hechas de madera que el dictador pasa revista como si fueran reales, el loco culto a la personalidad de la primera dama, .... pero lo que más me ha atraído es el momento en que se produce el motín que supuso la caída y posterior muerte de Ceaucescu.
La sorpresa que muestra su rostro ante los crecientes abucheos.
No sabría decir si Ceaucescu se sorprende de que el pueblo de Bucarest abuchee a su Conducator o de que se atreva hacerlo.
Me pregunto si el dictador pensaba que tenían motivos, si conocía la realidad cruel sobre la que se imponía su poder total o la ignoraba viviendo en el mejor de los mundos que producía su propio aparato de comunicación.
No lo tengo claro.
Me pregunto si los propios tiranos son víctimas también de sus propias mentiras y, después de ver el rostro de Ceaucescu no lo muy tengo claro... Aunque, y en cualquier caso, seguro que no se lo esperaba.
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