Cuando Roma temía a los bárbaros y vivía gracias a ellos
Una de las paradojas más notables del Imperio romano tardío fue la relación con los llamados barbari. Por un lado, se los necesitaba desesperadamente: para repoblar territorios vacíos, para cultivar la tierra, y sobre todo para sostener unas legiones cada vez más vacías de ciudadanos romanos. Por otro, se los despreciaba, se los temía, se los señalaba como amenaza cultural y política.
El término barbarus no era neutro. No designaba solo a un extranjero, sino a alguien “incivilizado”, ajeno a la romanitas. Incluso cuando luchaban y morían por el imperio, seguían siendo tachados de “otros”. El racismo romano no siempre se manifestaba como odio frontal: muchas veces era más sutil, una tolerancia condescendiente, una integración vigilada donde el bárbaro podía hablar latín, vestir la toga, servir en la guardia imperial… pero nunca dejar de ser recordado como extranjero.
Ya en el siglo IV, el historiador Amiano Marcelino observa con crudeza la transformación del ejército:
“La antigua disciplina militar se ha corrompido; los romanos ya no quieren soportar la fatiga de las armas. Así, los bárbaros llenan nuestras filas, y aunque combatimos con su fuerza, seguimos llamándolos enemigos” (Res Gestae 31, 16).
Este testimonio muestra la contradicción: Roma se sostenía gracias a aquellos que consideraba indignos de ser romanos. Era un racismo práctico: necesitaba del bárbaro, pero al mismo tiempo lo estigmatizaba como una amenaza.
El desprecio hacia ellos era profundo. En otra célebre descripción, Amiano pinta a los hunos con trazos casi deshumanizadores:
“No tienen fuego, ni comida cocinada, se alimentan de raíces silvestres y de la carne medio cruda de cualquier animal. Sin hogar, sin leyes, sin dioses, viven como bestias salvajes” (Res Gestae 31, 2).
Y ese desprecio no quedaba solo en palabras: se traducía en violencia recurrente. Tras la caída en desgracia de Estilicón en el 408, multitudes romanas masacraron en Italia a mujeres e hijos de soldados bárbaros, un auténtico pogromo narrado por Orosio (Historiarum adversum paganos VII, 38). Poco antes, en Constantinopla (400), la población se lanzó contra los godos que residían en la ciudad, asesinando a miles tras la ejecución del general Gainas (Zósimo, Historia Nova 5, 20). En Marsella, en 413, los visigodos asentados fueron igualmente objeto de linchamientos colectivos. Estos episodios revelan hasta qué punto el racismo contra los bárbaros no era solo un prejuicio cultural, sino una violencia social organizada: estallaba con fuerza cada vez que el miedo o la propaganda política necesitaban un enemigo.
Fronteras fortificadas y porosas
Los romanos fortificaron sus fronteras en el Rin y el Danubio, con campamentos, torres y barreras, como hoy Europa levanta fronteras en el Mediterráneo. Pero esas defensas eran siempre porosas, porque la necesidad se imponía. El Codex Theodosianus regula una y otra vez las condiciones en que podían asentarse pueblos bárbaros dentro del imperio: cuántas tierras se les otorgaban, bajo qué estatus jurídico quedaban, cómo debían integrarse en el ejército.
Esa insistencia legal revela un hecho incómodo: las migraciones no se podían detener. No eran un “problema de seguridad” que pudiera resolverse con una muralla más alta, sino un fenómeno demográfico imparable, resultado de presiones de población, crisis climáticas, guerras en la periferia y la atracción de un centro económico más rico.
Los ejemplos son claros. En el 376, decenas de miles de godos cruzaron el Danubio, empujados por el avance de los hunos. Roma intentó controlarlos, pero la magnitud del flujo desbordó cualquier capacidad administrativa. En el 406, vándalos, suevos y alanos atravesaron el Rin helado y acabaron instalándose en Hispania y el norte de África. En todos esos casos, las murallas y los ejércitos se vieron superados por una dinámica más fuerte: pueblos enteros en movimiento, buscando refugio y sustento.
El emperador Teodosio I llegó a pactar con los godos su asentamiento dentro del imperio, admitiendo en privado lo inevitable:
utiliter pacem simulamus — “fingimos paz por conveniencia” (Zósimo, Historia Nova 4, 34).
Era un pragmatismo cínico, pero revelador: Roma no integraba por voluntad, sino porque no tenía alternativa.
Migraciones imparables
Lo mismo sucede hoy. Ninguna política de fronteras ha detenido nunca de manera absoluta los flujos migratorios. A lo sumo, los desplaza, los encarece, los hace más mortales. Como entonces, la presión demográfica y la necesidad económica desbordan la capacidad de cualquier política restrictiva.
Hoy, el Mediterráneo cumple el mismo papel simbólico y trágico que entonces el Rin o el Danubio. Las guerras en Siria, Afganistán o Sudán, el colapso climático en el Sahel, la desigualdad estructural entre África y Europa generan flujos humanos que no pueden simplemente bloquearse. Ninguna patrulla marítima, ningún muro ni acuerdo migratorio con terceros países detiene de verdad esos movimientos: solo los encarece y los vuelve más mortales, como prueban los miles de cadáveres anónimos en el mar.
La paradoja es idéntica a la romana: sociedades que dependen del trabajo de quienes llegan, pero los convierten en chivos expiatorios. En España, sin inmigrantes no habría agricultura intensiva en el sureste, ni cuidados para una población envejecida, ni mano de obra en sectores de baja remuneración que los nacionales rehúyen. Sin ellos, literalmente, muchos sectores económicos colapsarían en semanas. Y sin embargo, el discurso público insiste en representarlos como un exceso, un lujo que podría evitarse, casi como si la sociedad funcionara mejor sin su presencia. Es un delirio colectivo: negar lo que es evidente a simple vista, ocultar que la supervivencia cotidiana depende de aquellos a los que se acusa de amenazarla.
La contradicción es brutal: se levantan discursos políticos contra la “invasión” mientras se firman contratos temporales en origen para asegurar la recogida de la fresa en Huelva o la vendimia en La Rioja. Se pide expulsión desde la tribuna parlamentaria y, al mismo tiempo, se regularizan silenciosamente contingentes de trabajadores porque sin ellos los hospitales, las residencias o los invernaderos simplemente no podrían seguir funcionando. Como en Roma, la retórica pública se alimenta del rechazo, mientras la práctica diaria se sostiene en la dependencia.
La lección de Roma
La descomposición del Imperio romano no puede reducirse a la cuestión de los bárbaros: fue el resultado de múltiples factores —crisis políticas, económicas, militares y sociales—. Sin embargo, la relación con ellos revela un síntoma profundo: Roma tardó en reconocer que su mundo ya era mestizo y que su fuerza residía, en buena medida, en esa mezcla. Mientras defendía una pureza idealizada, la realidad cotidiana mostraba que vivía sostenida por aquellos a quienes llamaba extranjeros.
El espejo romano devuelve una enseñanza clara: las migraciones no se gestionan desde la ilusión de detenerlas, sino desde la aceptación de su inevitabilidad. La vida política romana supo manipular el racismo para movilizar miedos y enemistades, pero al mismo tiempo admitió, a veces con sabiduría pragmática, que esos bárbaros despreciados podían ser necesarios y valiosos. Basta recordar que generales como Estilicón (de origen vándalo) o Ricimero (de ascendencia sueva) ocuparon los más altos mandos militares del imperio, y que pueblos enteros fueron asentados para revitalizar provincias despobladas y defender fronteras exhaustas. Roma sobrevivió mientras fue capaz de convertir esa presencia inevitable en un recurso útil.
Europa corre hoy un riesgo similar: vivir en la contradicción de necesitar a quienes llegan y despreciarlos en público. Pero también puede aprender de ese espejo: no se trata de temer la llegada de otros, sino de reconocer que su presencia puede ser fuente de fuerza y de continuidad, si se afronta con la sabiduría de convertir lo inevitable en una oportunidad.
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