Supremacía tecnológica en duda: el talón de Aquiles de la doctrina militar de la OTAN
Durante décadas, la doctrina militar de la OTAN ha descansado sobre una convicción firme: la superioridad tecnológica garantiza la victoria. Desde la Guerra del Golfo en 1991 hasta Libia en 2011, el patrón se repitió: bombardeos de precisión, supremacía aérea indiscutida, operaciones rápidas con pocas bajas propias y la desorganización total del adversario. La alianza se acostumbró a concebir la guerra como un choque breve, donde la combinación de satélites, cazas furtivos y misiles guiados bastaba para doblegar a cualquier enemigo.
Esa doctrina puede resumirse en varios pilares:
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Supremacía tecnológica y dominio del espectro: controlar el aire, el ciberespacio y el espacio orbital como llave de la victoria.
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Guerra en red: interconectar sensores, drones, aviones y tropas terrestres para ver antes, decidir antes y golpear antes.
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Interoperabilidad multinacional: integrar ejércitos de distintos países en operaciones conjuntas, bajo mando unificado.
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Minimización de bajas propias: sustituir riesgo humano por tecnología, con drones y bombardeos quirúrgicos.
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Guerras rápidas y limitadas: apostar por la estrategia del shock and awe, la conmoción inicial que desorganiza al rival en cuestión de semanas.
Detrás de estos principios había supuestos que parecían indiscutibles en los años 90 y 2000: que Occidente siempre tendría una ventaja tecnológica insalvable, que sus adversarios carecerían de industria para sostener un conflicto largo, que la opinión pública toleraría campañas cortas pero no guerras prolongadas, y que el dominio de la red equivalía al control absoluto del campo de batalla.
El problema es que esos supuestos ya no se cumplen. Rusia ha demostrado en Ucrania que puede resistir un régimen de sanciones sin precedentes, reactivar su industria militar y mantener un flujo constante de armamento y tropas durante años. Lejos de colapsar, su economía se adaptó al modo de guerra, y su ejército aprendió rápidamente a neutralizar armas occidentales con guerra electrónica masiva. Lo que en 2022 parecía una ventaja definitiva de drones y proyectiles de precisión se vio contestado en 2023 por sistemas capaces de interferir GPS, cegar satélites y degradar la eficacia de los equipos más avanzados de la OTAN.
China, por su parte, ha pasado de ser una potencia terrestre con aspiraciones regionales a erigirse en un rival estratégico capaz de disputar el Pacífico. Su marina ya es la más grande del mundo en número de buques, sus cazas furtivos J-20 patrullan regularmente, y el desarrollo de enjambres de drones baratos amenaza con saturar defensas occidentales muchísimo más costosas. En un hipotético escenario de Taiwán, la combinación de proximidad geográfica, capacidad industrial y guerra electrónica convierte la idea de una intervención rápida estadounidense en un riesgo casi suicida.
Y el propio historial de la OTAN ofrece lecciones incómodas. Afganistán fue la prueba más clara: veinte años de ocupación, trillones de dólares invertidos, la mayor coalición militar de la historia… y, al final, una retirada precipitada que devolvió el poder a los talibanes en cuestión de semanas. Ni la tecnología ni la superioridad militar fueron suficientes frente a un enemigo dispuesto a resistir indefinidamente, mientras las sociedades occidentales perdían la voluntad política de sostener el conflicto.
La guerra de Ucrania es, de hecho, la demostración práctica de esta vulnerabilidad. La OTAN volcó en Kiev un arsenal sin precedentes de armamento avanzado —tanques Leopard y Abrams, sistemas Patriot y NASAMS, misiles Storm Shadow, drones de última generación— bajo la premisa de que la superioridad tecnológica inclinaría la balanza. Sin embargo, Rusia no solo ha resistido, sino que ha neutralizado gran parte de ese material mediante una combinación de guerra electrónica, adaptaciones tácticas y producción masiva de drones y munición. Lo que se esperaba que fuera un conflicto breve de “conmoción y pavor” se ha convertido en una guerra de desgaste industrial, donde la capacidad de producir barato y en grandes cantidades resulta más decisiva que contar con sistemas punteros en número limitado. Ucrania se ha transformado así en un espejo incómodo: un recordatorio de que la doctrina OTAN, pensada para guerras rápidas contra enemigos débiles, no ofrece soluciones frente a un rival dispuesto a sostener la lucha durante años y con capacidad para absorber golpes mientras devuelve otros de manera constante.
La alianza atlántica ha tomado nota de estas limitaciones y comienza a plantear cambios: aumento sustancial del gasto militar, apuesta por una doctrina multidominio que combine tierra, mar, aire, ciberespacio y espacio, e incorporación de nuevas capacidades tecnológicas conjuntas. Se trata de una revisión doctrinal necesaria, pero que llega tarde y con una diferencia crucial: Rusia y China ya operan bajo esos parámetros. Moscú ha convertido su industria en una maquinaria de guerra capaz de sostener años de desgaste, mientras Pekín lleva dos décadas preparando una fuerza armada pensada para la saturación y la resiliencia. La OTAN, en cambio, discute todavía cómo adaptarse a un escenario que sus adversarios han convertido en realidad.
El contraste es evidente: la OTAN sigue planificando como si viviera en los 90, con guerras breves y victorias tecnológicas rápidas. Pero la realidad del presente muestra lo contrario: adversarios capaces de sostener guerras largas, de producir en masa armas baratas y de neutralizar las ventajas occidentales mediante guerra electrónica, saturación y resiliencia industrial.
¿Quién en su sano juicio cree que una guerra convencional contra Rusia o China va a ser corta?
📌 La gran contradicción es esta: la doctrina militar de la OTAN es trasnochada. Descansa en supuestos improbables o ya falsos: que la guerra será corta, que la tecnología bastará, que el adversario se rendirá pronto. La guerra de Ucrania, la modernización militar de China y la experiencia de Afganistán y Ucrania demuestran que el futuro de los conflictos será largo, industrial y de desgaste.
Seguir creyendo lo contrario no solo es ingenuo: es un error estratégico que puede costar muy caro.
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