Racismo y demografía: la ficción de la pureza cultural
La demografía constituye lo que podríamos llamar una “estructura dura” de la historia. Frente a la plasticidad de las ideologías o la maleabilidad de la política, los datos de natalidad, mortalidad y envejecimiento imponen límites objetivos que ninguna voluntad puede ignorar. Emmanuel Todd ha insistido en que los sistemas familiares y demográficos condicionan incluso la evolución política de las sociedades modernas. Dicho de otra manera: no se puede legislar contra la curva de la pirámide poblacional.
Este punto resulta esencial para comprender la paradoja contemporánea del racismo. Allí donde las sociedades envejecen y no producen suficientes nacimientos para sostener su población activa, la inmigración se convierte en un requisito estructural. No es una opción voluntaria, ni una concesión moral: es la consecuencia de una necesidad biológica y social. Como diría la biología, la naturaleza aborrece el vacío; y en lo social, ese vacío lo llenan los movimientos humanos.
La necesidad migratoria en sociedades envejecidas
Europa es un ejemplo paradigmático. Con tasas de natalidad por debajo del nivel de reemplazo, el continente afronta un envejecimiento acelerado que amenaza la sostenibilidad de sus sistemas de bienestar. Las pensiones, la atención sanitaria, el mantenimiento de un mercado laboral dinámico: todo ello requiere mano de obra y, por tanto, nuevos habitantes.
Sin embargo, al mismo tiempo que se reconoce esta necesidad, se multiplican las voces que reclaman fronteras cerradas o la “asimilación total” de quienes llegan. Es la contradicción central de nuestra época: necesitar inmigrantes, pero rechazarlos como amenaza. Como señalaba Stephen Castles, la migración transforma no solo a quienes se desplazan, sino también a las sociedades receptoras, que se reconfiguran en el proceso.
El racismo surge precisamente de esa tensión: del intento de negar la fuerza de un proceso demográfico que ya está en marcha y que, en última instancia, es imposible detener.
El mito de las sociedades monolíticas
A este dato se añade otro: la idea de que las sociedades nacionales fueron alguna vez homogéneas es, sencillamente, falsa. Benedict Anderson explicó que las naciones modernas son “comunidades imaginadas”, construidas a través de relatos retrospectivos. Eric Hobsbawm mostró cómo muchas de las tradiciones que consideramos ancestrales son, en realidad, “invenciones” recientes para consolidar identidades nacionales.
El mito de la homogeneidad cultural se construye siempre mirando hacia atrás, congelando una imagen del pasado en un instante arbitrario. Pero esa imagen es un espejismo: toda cultura es el resultado de intercambios, préstamos, migraciones y fusiones. La supuesta pureza cultural no es más que un corte en el tiempo dentro de un proceso continuo de mestizaje.
La historia como mestizaje constante
La historia de la humanidad confirma este punto con rotundidad. Grecia, a la que solemos considerar cuna de Occidente, se formó en estrecho contacto con Oriente. Roma fue un mosaico de pueblos: etruscos, latinos, griegos, sirios, egipcios… todos participaron en la construcción de una cultura imperial plural.
En la Edad Media y la Modernidad, Europa fue escenario de innumerables migraciones y desplazamientos: germanos, árabes, judíos, gitanos, esclavos africanos. Cada ola dejó huellas indelebles en la lengua, la música, la gastronomía o las costumbres. Pretender que existe una línea cultural pura e ininterrumpida es, en el mejor de los casos, una ilusión romántica.
Zygmunt Bauman, al hablar de la modernidad líquida, recordaba que las identidades no son bloques fijos, sino procesos abiertos, configurados por la movilidad y la interacción constante.
Racismo como negación de la historia y la demografía
El racismo es, en este sentido, una doble negación: niega la evidencia histórica del mestizaje y niega la realidad demográfica del presente. Aspira a detener el tiempo, a levantar muros frente a un flujo humano tan antiguo como la propia humanidad.
Hay además una contradicción apenas señalada en el debate público: muchos de los sectores que más se quejan de la inmigración forman parte de sociedades con tasas de natalidad ínfimas. Reclaman que la cultura nacional se conserve intacta, pero al mismo tiempo no contribuyen a su reproducción literal. No tienen hijos o no crean las condiciones sociales que permitirían tenerlos.
Es una paradoja difícil de sostener: quieren preservar una identidad colectiva mientras se desentienden de su base biológica. No se puede soplar y sorber a la vez. Quien decide no tener hijos —decisión respetable a nivel individual— renuncia también a prolongar culturalmente su identidad en términos generacionales. Si la natalidad no asegura la continuidad, esa cultura se desvanece, entra en minoría y sigue el proceso histórico natural de transformación. El vacío lo ocuparán otros, con sus lenguas, costumbres y memorias.
Conclusión: convivir con la diversidad, necesidad más que elección
De todo ello se desprende una lección clara: la convivencia intercultural no es solo una postura ética deseable, es una necesidad histórica. Las sociedades monolíticas son una ficción; el mestizaje es la norma de la historia humana. Allí donde la demografía empuja hacia la mezcla, el racismo no puede hacer más que retrasar lo inevitable a costa de generar tensiones y sufrimiento.
El reto verdadero de nuestro tiempo no consiste en conservar una identidad mítica, sino en aprender a habitar la pluralidad que ya somos. Europa, como otras regiones del mundo, tiene ante sí una encrucijada: abrazar la diversidad como motor de renovación o aferrarse a un espejismo de pureza condenado a desmoronarse por el peso de los números.
La demografía dicta sus leyes con el ritmo lento de las generaciones. Frente a ella, el racismo es apenas un grito que intenta negar la evidencia.
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