la migración europea: del imperialismo colonial a la Europa fortaleza
Europa se mira hoy como una fortaleza sitiada. El discurso político y mediático repite la idea de “invasión migratoria”: hay que reforzar fronteras, externalizar controles en el Mediterráneo, blindar aeropuertos, criminalizar a quienes ayudan a migrantes. La imagen de barcazas y alambradas se ha convertido en símbolo de un continente que teme al otro.
Pero la paradoja es inevitable: durante cuatro siglos, Europa no solo no temió a la migración, sino que hizo de la emigración masiva el motor de su expansión imperialista y colonial. La Europa que hoy se protege de quienes llaman a sus puertas es la misma que, desde el siglo XVI hasta bien entrado el XX, envió millones de europeos a todos los rincones del planeta, alterando para siempre la demografía y la historia de continentes enteros.
Una válvula de escape demográfica
La expansión europea fue posible gracias a un factor de fondo que rara vez se recuerda: la demografía. Tras la crisis de la peste medieval, Europa entró en un ciclo de crecimiento sostenido. Más población significaba más presión sobre tierras, más hambre, más jóvenes sin expectativas de herencia ni trabajo. Esa “población sobrante” se convirtió en combustible para la expansión ultramarina.
Las monarquías ibéricas del siglo XVI lo entendieron bien: sin soldados, colonos y religiosos disponibles en masa, sus conquistas habrían quedado en meras factorías costeras. Lo mismo ocurrió con Inglaterra, Francia y Holanda en los siglos siguientes. La colonización no era solo barcos y cañones: era sobre todo plantar europeos en otros territorios para consolidar la ocupación.
Migrar era, para muchos, una necesidad vital: escapar del hambre, de la falta de tierras o de las guerras. Pero esos hombres y mujeres no fueron solo individuos en busca de un destino: se convirtieron en el principal recurso instrumental del imperialismo europeo. Sin ellos, las conquistas habrían quedado en enclaves aislados; con ellos, en cambio, se pudieron poblar territorios, sostener economías coloniales y garantizar la presencia europea durante siglos. La emigración fue al mismo tiempo válvula de escape demográfica y motor esencial de la dominación global.
Imperialismo demográfico
El expansionismo europeo no fue solo económico ni militar, fue también demográfico. El “excedente humano” europeo se convirtió en pieza clave de la maquinaria imperial:
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En América, la catástrofe demográfica indígena (epidemias, guerras, trabajos forzados) abrió un vacío que se llenó con europeos y, pronto, con millones de africanos esclavizados.
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En África, las potencias europeas colonizaron territorios enviando administradores, misioneros y colonos, imponiendo su orden sobre sociedades mucho más pobladas.
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En Oceanía, colonias como Australia o Nueva Zelanda se poblaron a golpe de emigrantes europeos, desplazando y marginando a los pueblos originarios.
El resultado fue un auténtico imperialismo demográfico: no tanto la transformación de sociedades existentes como, en muchos casos, su destrucción y reemplazo. Más que mezclas culturales, lo que predominó fue la imposición de sociedades espejo de las europeas, en las que los antiguos pobladores quedaron relegados a posiciones marginales o residuales. Argentina, Estados Unidos, Canadá o Australia son ejemplos extremos: allí la presencia europea pasó de ser minoritaria a absorberlo todo, mientras las poblaciones originarias fueron desplazadas, reducidas o eliminadas.
Entre 1815 y 1930, se calcula que unos 60 millones de europeos abandonaron el continente para instalarse en otros territorios. Ningún otro movimiento migratorio de la historia ha tenido un impacto tan profundo en la configuración del mundo moderno.
Del éxodo a la fortaleza
Hoy, sin embargo, Europa se ha convertido en lo contrario: un continente que teme a la migración. Tras haber inundado el mundo con millones de europeos, ahora percibe como amenaza la llegada de personas de África, Asia o América Latina.
El discurso de la “crisis migratoria” olvida que la migración fue, durante siglos, el recurso que permitió a los europeos sobrevivir, prosperar y dominar. Olvida que buena parte de la riqueza que sostiene aún a las viejas potencias procede de aquella expansión. Y olvida, además, que en términos demográficos Europa envejece y ya no dispone de la población necesaria para reproducir su propio modelo de vida sin ayuda exterior.
La paradoja es inquietante: el supuesto “enemigo” no está a las puertas de la fortaleza, sino dentro de ella. Los migrantes son los que sostienen sectores enteros de la economía —desde el campo y la construcción hasta el cuidado de mayores y niños—, los que hacen posible que el orden de vida europeo siga funcionando a pesar del envejecimiento poblacional. Son imprescindibles y, sin embargo, se les retrata como una amenaza.
Y aquí surge la gran cuestión: el destino de sociedades que, como la europea, declinan demográficamente, es siempre el mismo. O desaparecen —borradas del mapa por culturas más jóvenes y dinámicas—, o se transforman incorporando otros puntos de vista, nuevas energías y valores compartidos en la construcción de una sociedad distinta. Es imposible imponer los propios si no se tiene la fuerza para imponerlos, y Europa ya no la tiene.
La paradoja es brutal: el continente que envió emigrantes a conquistar tierras lejanas ahora levanta muros frente a quienes buscan exactamente lo mismo que buscaban los europeos de entonces: alimento, seguridad, futuro.
Un espejo incómodo
Si se mira de frente, el espejo es incómodo:
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Los europeos que partían en masa no eran “invasores” en el relato europeo, sino portadores de civilización.
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Los migrantes que hoy llegan a Europa sí son presentados como “invasores”, aunque su número sea mucho menor en proporción.
El expansionismo imperialista y colonial no se puede entender sin la emigración masiva europea. Fue una válvula de escape demográfica y, a la vez, un arma de dominación. Hoy, cuando Europa se atrinchera ante la llegada de migrantes, olvida que su propia historia está hecha de éxodos que cambiaron el mundo. Olvida también que buena parte de la riqueza de la que disfruta procede de la extracción sistemática de recursos, trabajo y vidas en otras regiones del planeta. En cierto sentido, lo que hoy pretende blindar frente a los inmigrantes está construido en gran medida gracias a ellos y a sus antepasados.
Conclusión
Europa no sería lo que es sin la emigración. El mundo tampoco sería lo que es sin la expansión imperial europea alimentada por ese éxodo. Pero la Europa de hoy, envejecida y temerosa, levanta muros contra quienes hacen lo mismo que hicieron sus propios abuelos: salir en busca de un futuro.
La verdadera paradoja es esta: el continente que exportó migración como imperio ahora importa miedo como fortaleza.
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