La trampa de aniquilar al enemigo: de Cartago a Gaza
La historia de la humanidad conoce una fórmula brutal para zanjar los conflictos de manera definitiva: destruir al enemigo por completo. No se trata solo de derrotarlo en el campo de batalla, sino de arrancar de raíz su existencia política, social y cultural. Convertirlo en nada.
Roma y Cartago constituyen el ejemplo clásico. Tras décadas de enfrentamientos, Roma decidió que la paz solo podía garantizarse con la desaparición de su adversario. La ciudad fue incendiada, sus habitantes dispersados y su nombre maldito. Catón el Viejo lo había repetido sin descanso en el Senado: Carthago delenda est (“Cartago debe ser destruida”). No pedía una victoria, pedía una inexistencia.
El espejismo de la eficacia
No es difícil entender por qué esta fórmula se ha repetido a lo largo de los siglos. A corto plazo ofrece ventajas obvias: seguridad militar, control del territorio y un efecto disuasorio frente a terceros. La historia nos ha dejado, además, testimonios explícitos de esta lógica.
-
Asiria: los monarcas asirios narraban con orgullo cómo deportaban pueblos enteros para evitar futuras rebeliones. Asurnasirpal II escribió: “Desarraigué y llevé cautivas a poblaciones enteras; sembré sal en sus campos para que nada creciera”. La aniquilación se entendía como método preventivo.
-
América colonial: Hernán Cortés escribía a Carlos V tras someter a los pueblos mexicas: “Que queden tan escarmentados que jamás se atrevan a levantarse contra su majestad”. La violencia no se justificaba solo como conquista, sino como pedagogía de la sumisión perpetua.
-
Inglaterra en Irlanda: en 1649, tras la toma de Drogheda, Oliver Cromwell explicó la masacre con estas palabras: “Fue el juicio de Dios y señal de su justa venganza sobre estos bárbaros. Esta severidad servirá para advertir a otros”. La matanza se concebía como advertencia y como cierre definitivo de la rebelión.
-
Inglaterra en Tasmania: durante la “Black War” del siglo XIX, el gobernador George Arthur señalaba la necesidad de “limpiar la isla de nativos hostiles”, convencido de que la desaparición física de los aborígenes garantizaría la paz colonial.
-
Imperio otomano: en 1915, Talaat Pasha, uno de los arquitectos del genocidio armenio, llegó a afirmar que “la cuestión armenia no existirá más”. La eliminación física del pueblo se presentaba como solución política permanente.
Todas estas expresiones, desde la Antigüedad hasta la modernidad, comparten un mismo horizonte: la creencia en que la destrucción total del adversario asegura la paz definitiva.
El reverso de la destrucción
Pero la antropología y la historia cultural muestran el otro lado de la fórmula: lo borrado tiende a reaparecer bajo nuevas formas.
-
La memoria como resistencia: los judíos, tras la diáspora, preservaron su identidad durante dos milenios; los armenios, tras el genocidio, sobrevivieron en la diáspora y en la reivindicación; los pueblos indígenas de América transmitieron lenguas y rituales que hoy resurgen con fuerza. Lo que debía extinguirse se transformó en semilla de futuro.
-
El trauma como herencia: la violencia extrema no elimina el conflicto, lo transforma en herida intergeneracional. En los Balcanes, las limpiezas étnicas de los años noventa reactivaron memorias de masacres anteriores, demostrando que la “solución final” nunca clausura nada.
-
El precio moral y político del vencedor: Roma, tras destruir Cartago, consolidó un imperio que acabaría devorando sus propias instituciones. Los imperios coloniales europeos, sostenidos en la violencia extrema, vieron cómo la resistencia erosionaba poco a poco su legitimidad. La violencia fundadora terminó convirtiéndose en violencia corrosiva.
Gaza y la repetición de un patrón
Israel, en Gaza, parece haber optado por esta misma fórmula milenaria. Bajo el discurso de la autodefensa, los hechos revelan una estrategia que no distingue entre Hamás y la población civil, y que convierte la devastación material y humana del territorio en garantía de seguridad.
A corto plazo, la estrategia puede parecer eficaz: neutralizar al adversario, imponer un control territorial duradero, enviar un mensaje a toda la región. Pero la historia y la antropología advierten: esa “eficacia” es un espejismo. La memoria palestina no desaparecerá bajo las ruinas; el trauma colectivo se convertirá en herencia para las próximas generaciones; y la identidad israelí quedará atrapada en la paradoja de sostenerse sobre la negación del otro.
Conclusión: el fracaso de la aniquilación
A lo largo de los siglos, la “solución definitiva” ha demostrado ser una trampa. Ofrece ventajas inmediatas, pero siembra conflictos más profundos y más duraderos. Lo que se destruye físicamente se conserva simbólicamente en la memoria, en la herida, en el relato de la injusticia.
El contraste es revelador: en el plano material, el progreso parece avanzar de manera lineal. La humanidad construye tecnologías cada vez más sofisticadas, multiplica su capacidad de producción y acelera sus medios de destrucción. De Roma a Gaza, la eficacia técnica se ha perfeccionado: donde antes se necesitaban años de asedio, hoy basta un misil teledirigido.
Y sin embargo, interesadamente o no, nos equivocamos: nuestro grado de bondad no lo definen la bondad ni la utilidad de nuestras herramientas, sino lo que decidimos hacer con ellas. Una tecnología puede servir para sanar o para destruir, para liberar o para someter. En ese dilema no hay progreso lineal, sino elección moral.
Porque en el plano humano, el progreso no es tan claro. Como escribió Ernesto Sábato en Hombres y engranajes (1951), mientras la técnica avanza sin pausa, el ser humano retorna una y otra vez a sus pasiones más antiguas. Los mismos fantasmas de violencia, miedo y aniquilación reaparecen bajo nuevas máscaras. La técnica se perfecciona, pero la conciencia moral parece atrapada en círculos que nunca terminan de cerrarse.
Se suponía que la modernidad iba a hacernos mejores. Se pensaba que el dominio de la razón, el avance de la ciencia y el triunfo de la Ilustración conducirían a sociedades más justas, más libres, más humanas. Sin embargo, en la posmodernidad comprobamos que seguimos siendo el mismo animal que se deja arrastrar por las emociones más primarias de su cerebro reptiliano: el miedo, la ira, el impulso de destrucción.
Esta paradoja atraviesa la historia: mientras nuestras herramientas avanzan hacia el futuro, nuestra condición humana parece condenada a repetir lo mismo. El mito de Sísifo se convierte en metáfora: empujamos la piedra del progreso técnico cuesta arriba, pero volvemos a caer en los mismos abismos éticos.
Resolver un conflicto “para siempre” mediante la aniquilación no solo es un acto de violencia radical: es la expresión más clara de esa contradicción. La modernidad nos dio medios más precisos para destruir, pero no nos enseñó todavía a construir una paz que no dependa de la negación del otro.
Gaza nos recuerda, en este sentido, que la fórmula más antigua de la historia —la destrucción total como solución— sigue viva porque no hemos resuelto la cuestión más profunda: que el verdadero progreso no es material, sino humano. Y en ese terreno, como advertía Sábato, seguimos girando en círculos, repitiendo la violencia de siempre con instrumentos cada vez más letales.
Al final, somos como en la metáfora del escritor británico Aldous Huxley que dio titulo a uno de sus libros mas afamados: Ciego en Gaza. Avanzamos con los ojos abiertos hacia un futuro técnico cada vez más brillante, pero seguimos sin ver —o sin querer ver— que permanecemos atrapados en la oscuridad de nuestras pasiones más primitivas... Y es un libro publicado en 1936.
Comentarios
Publicar un comentario