jueves, junio 22, 2006
LA VOLPE
El entrenador de la selección mejicana de fútbol se llama Ricardo LaVolpe. Es argentino, pero parece un personaje sacado de una película de Peckinpah con su rostro duro y masculino, con su apariencia peligrosa y desgastada que quizá esconda el negro brillar de una cierta fragilidad que ya revienta las costuras polvorientas de un alma mil y una veces perdida y reencontrada.
Perfectamente podría haber disparado contra el árbitro metrosexual que escatimó un penalty a su equipo.
Perfectamente podría haber sacado una sucia botella de tequila caliente y haberla vaciado allí mismo con grandes y glotones tragos antes de agotar su última bala sacando otro delantero.
Lo veo cabalgando con el Grupo Salvaje camino de la ninguna parte desde la que un día vinieron.
Su equipo perdió con Portugal, pero siempre atacó... incluso con un jugador menos.
¿Por qué no?
Lo importante es no ceder, seguir siendo uno mismo hasta que la vida -en este caso la competición- le lleve a uno por delante y que gane el mejor.
El entrenador de la selección mejicana de fútbol se llama Ricardo LaVolpe. Es argentino, pero parece un personaje sacado de una película de Peckinpah con su rostro duro y masculino, con su apariencia peligrosa y desgastada que quizá esconda el negro brillar de una cierta fragilidad que ya revienta las costuras polvorientas de un alma mil y una veces perdida y reencontrada.
Perfectamente podría haber disparado contra el árbitro metrosexual que escatimó un penalty a su equipo.
Perfectamente podría haber sacado una sucia botella de tequila caliente y haberla vaciado allí mismo con grandes y glotones tragos antes de agotar su última bala sacando otro delantero.
Lo veo cabalgando con el Grupo Salvaje camino de la ninguna parte desde la que un día vinieron.
Su equipo perdió con Portugal, pero siempre atacó... incluso con un jugador menos.
¿Por qué no?
Lo importante es no ceder, seguir siendo uno mismo hasta que la vida -en este caso la competición- le lleve a uno por delante y que gane el mejor.
REIVINDICACION
Viajando con mi mando a distancia por los canales de televisión topo de bruces con el familiar rostro de Manolo "eldelbombo" (no se cómo escribirlo).
El personaje lleva puesta la camiseta de la selección, pero esta vez no está aporreando su bombo en la grada. Cómodamente sentado en un sofá habla sobre sí mismo, que es lo mismo que hablar de fútbol, mientras él y su entrevistador francés ven un partido de Francia.
No se por qué decido quedarme, pero el caso es que decido escucharle para descubrir con asombro que lo ha dejado todo por el fútbol y, lo que es peor y con áún más asombro, que le han dejado por el futbol.
La historia es ésta: Manolo regresó un día de un partido de la selección y su familia no estaba en casa. Se había marchado.
Simple y clara.
No se cómo tomarmelo.
Podría vituperarle como seguramente haría la mayoría de la gente, después de todo el fútbol no es tan importante, pero enseguida mi fracaso me susurra al oído que debo comprenderle.
Primero, porque es uno quién debe decidir qué es lo importante en su vida (y muchos que se rien de Manolo y su bombo se morirán sin llegar a saberlo, seguramente con la satisfacción interna de haber sido correectos y formales)
Segundo, porque creo que no debo lamentar algo que ni siquiera el propio interesado parece lamentar... porque Manolo enseguida deja de lado su posible, y políticamente correcta, tragedia personal y se pone a hablar de fútbol y los ojos se le iluminan con una jugada de Henry.
Y de la mano de Manolo y su bombo llego a James Joyce, a las palabras finales de Gabriel en su relato corto "Los Muertos":
"Mejor pasar temerariamente a ese otro mundo en plena gloria de una pasión, que decaer y ajarse funestamente con la edad"
Es cierto.
En sus palabras late la plena gloria de una pasión.
Desde este blog reinvindico a Monolo y su pasión ciega por el fútbol y nuestra selección.
Esa ha sido su elección.
Viajando con mi mando a distancia por los canales de televisión topo de bruces con el familiar rostro de Manolo "eldelbombo" (no se cómo escribirlo).
El personaje lleva puesta la camiseta de la selección, pero esta vez no está aporreando su bombo en la grada. Cómodamente sentado en un sofá habla sobre sí mismo, que es lo mismo que hablar de fútbol, mientras él y su entrevistador francés ven un partido de Francia.
No se por qué decido quedarme, pero el caso es que decido escucharle para descubrir con asombro que lo ha dejado todo por el fútbol y, lo que es peor y con áún más asombro, que le han dejado por el futbol.
La historia es ésta: Manolo regresó un día de un partido de la selección y su familia no estaba en casa. Se había marchado.
Simple y clara.
No se cómo tomarmelo.
Podría vituperarle como seguramente haría la mayoría de la gente, después de todo el fútbol no es tan importante, pero enseguida mi fracaso me susurra al oído que debo comprenderle.
Primero, porque es uno quién debe decidir qué es lo importante en su vida (y muchos que se rien de Manolo y su bombo se morirán sin llegar a saberlo, seguramente con la satisfacción interna de haber sido correectos y formales)
Segundo, porque creo que no debo lamentar algo que ni siquiera el propio interesado parece lamentar... porque Manolo enseguida deja de lado su posible, y políticamente correcta, tragedia personal y se pone a hablar de fútbol y los ojos se le iluminan con una jugada de Henry.
Y de la mano de Manolo y su bombo llego a James Joyce, a las palabras finales de Gabriel en su relato corto "Los Muertos":
"Mejor pasar temerariamente a ese otro mundo en plena gloria de una pasión, que decaer y ajarse funestamente con la edad"
Es cierto.
En sus palabras late la plena gloria de una pasión.
Desde este blog reinvindico a Monolo y su pasión ciega por el fútbol y nuestra selección.
Esa ha sido su elección.
miércoles, junio 21, 2006
Podría detenerse.
Volver a pensar las cosas de nuevo.
Porque, a estas alturas de su vida, si hay algo que tenga de sobra es tiempo.
Ahora la mismo la carretera es una larga e interminable recta proyectada hacia el infinito horizonte inalcanzable y su corazón no aguarda nada nuevo del más allá que encierra.
Acaba de comprenderlo.
Ha dejado de esperar.
De repente se ha hecho viejo.
Por unos instantes su cansado corazón se le encoje en el pecho.
Podría detenerse, pero no lo hace.
Pisa el acelerador y agarra con más fuerza el volante.
Ha dejado de esperar, pero tampoco sería la primera vez que se equivocase.
El marcador de velocidad sobrepasa los ciento cuarenta.
El horizonte sigue igual de lejos.
Volver a pensar las cosas de nuevo.
Porque, a estas alturas de su vida, si hay algo que tenga de sobra es tiempo.
Ahora la mismo la carretera es una larga e interminable recta proyectada hacia el infinito horizonte inalcanzable y su corazón no aguarda nada nuevo del más allá que encierra.
Acaba de comprenderlo.
Ha dejado de esperar.
De repente se ha hecho viejo.
Por unos instantes su cansado corazón se le encoje en el pecho.
Podría detenerse, pero no lo hace.
Pisa el acelerador y agarra con más fuerza el volante.
Ha dejado de esperar, pero tampoco sería la primera vez que se equivocase.
El marcador de velocidad sobrepasa los ciento cuarenta.
El horizonte sigue igual de lejos.
viernes, junio 16, 2006
"Cosmópolis" de Stephen Toulmin está siendo un libro de lectura estimulante. Su objetivo es explicar la aparición de Descartes y su radical preocupación por encontrar un método que procurase a quién lo siguiera certezas absolutas.
El salto que lleva a la historia de la filosofía de Montaigne y su esceptecismo acerca de la posibilidad de un conocimiento absoluto a Descartes y su infalible método productor de dertezas absolutas es grande. Ambos pesonajes se representan a sí mismos, pero también son -para el autor- personajes representativos de dos sensibilidades diferentes y contrapuestas.
Toulmin se pregunta por qué la actitud cartesiana prendió tan profundamente en la europa de principios del siglo XVII y las razones que encuentra son históricas. La Europa de aquella época era la insegura Europa de la Guerra de los 30 años, la de las guerras de religión entre católicos y protestantes.
Los fanáticos habían derrotado todos los intentos de los hombres cabales por evitar el conflicto, uno de ellos fue Enrique IV de Francia. Primero fue protestante y luego se convirtió al catolicismo para obtener el trono de Francia, suya es la frase "Paris bien vale una misa". Todo su reinado fue uno de los primeros intentos por desarrollar un poder público en el que cupieran tanto protestantes como católicos, respetuoso con las conciencias. Desgraciadamente, fue asesinado por los fanáticos poseídos por el demonio de su certeza absoluta y su muerte introdujo un elemento definitivo de inestabilidad que llevó a una larga época de guerra.
Enrique IV fue uno de los últimos depositarios del espíritu hedonista y relativista de Montaigne, un espíritu que fue borrado por la pugna entre los fanáticos de uno y otro bando... lo que me llevó a pensar que en muchos casos los conflictos no se producen entre ideas sino entre los fanáticos que se sienten depositarios de una idea vivida como certeza absoluta.
Intolerancia.
En una época como aquella en que los hombres cabales de uno y otro bando eran asesinados o carecían de los arrestos precisos para enfrentarse a sus propios fanáticos, la época de la Guerra de los 30 años, un momento en el que sólo una idea podría quedar en pie, lo único que un hombre cabal podía hacer era encargarse de buscar un método que garantizase el encuentro por medios racionales de la verdad.
Mientras los hombres como Montaigne podían perfectamente convivir en un mundo donde existiesen tantas verdades como personas, los hombres como Descartes sólo podían existir en un mundo donde existiese una sóla verdad, generalmente la propia.
De qué nos sirve la verdad, si no tenemos a nadie con quién compartirla.
La tristeza de esa soledad es un elemento consustancial al Barroco, la tristeza del hombre que se sabe sólo ante Dios y lejos de la relativa alegría de los jardines renacentistas.
La gravedad del hombre abrumado por la tremenda responsabilidad de saberse en lo cierto es otro elemento consustancial del espíritu del barroco.
De vez en cuando, un poco más de Montaigne y un poco menos de Descartes no nos vendría mal.
El salto que lleva a la historia de la filosofía de Montaigne y su esceptecismo acerca de la posibilidad de un conocimiento absoluto a Descartes y su infalible método productor de dertezas absolutas es grande. Ambos pesonajes se representan a sí mismos, pero también son -para el autor- personajes representativos de dos sensibilidades diferentes y contrapuestas.
Toulmin se pregunta por qué la actitud cartesiana prendió tan profundamente en la europa de principios del siglo XVII y las razones que encuentra son históricas. La Europa de aquella época era la insegura Europa de la Guerra de los 30 años, la de las guerras de religión entre católicos y protestantes.
Los fanáticos habían derrotado todos los intentos de los hombres cabales por evitar el conflicto, uno de ellos fue Enrique IV de Francia. Primero fue protestante y luego se convirtió al catolicismo para obtener el trono de Francia, suya es la frase "Paris bien vale una misa". Todo su reinado fue uno de los primeros intentos por desarrollar un poder público en el que cupieran tanto protestantes como católicos, respetuoso con las conciencias. Desgraciadamente, fue asesinado por los fanáticos poseídos por el demonio de su certeza absoluta y su muerte introdujo un elemento definitivo de inestabilidad que llevó a una larga época de guerra.
Enrique IV fue uno de los últimos depositarios del espíritu hedonista y relativista de Montaigne, un espíritu que fue borrado por la pugna entre los fanáticos de uno y otro bando... lo que me llevó a pensar que en muchos casos los conflictos no se producen entre ideas sino entre los fanáticos que se sienten depositarios de una idea vivida como certeza absoluta.
Intolerancia.
En una época como aquella en que los hombres cabales de uno y otro bando eran asesinados o carecían de los arrestos precisos para enfrentarse a sus propios fanáticos, la época de la Guerra de los 30 años, un momento en el que sólo una idea podría quedar en pie, lo único que un hombre cabal podía hacer era encargarse de buscar un método que garantizase el encuentro por medios racionales de la verdad.
Mientras los hombres como Montaigne podían perfectamente convivir en un mundo donde existiesen tantas verdades como personas, los hombres como Descartes sólo podían existir en un mundo donde existiese una sóla verdad, generalmente la propia.
De qué nos sirve la verdad, si no tenemos a nadie con quién compartirla.
La tristeza de esa soledad es un elemento consustancial al Barroco, la tristeza del hombre que se sabe sólo ante Dios y lejos de la relativa alegría de los jardines renacentistas.
La gravedad del hombre abrumado por la tremenda responsabilidad de saberse en lo cierto es otro elemento consustancial del espíritu del barroco.
De vez en cuando, un poco más de Montaigne y un poco menos de Descartes no nos vendría mal.
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