Cómo Kautsky convirtió a Marx en socialdemócrata
En la tradición marxista, el Estado nunca fue un asunto secundario ni una cuestión técnica de administración. Es el corazón del problema revolucionario. Para Marx, el Estado es la forma política de la dominación de clase: el aparato mediante el cual la burguesía organiza y perpetúa su poder. La pregunta decisiva, entonces, fue siempre la misma: ¿puede ese aparato ser conquistado y usado por la clase trabajadora, o debe ser destruido y reemplazado por otra forma política?
La respuesta a esta cuestión dividió a todo el movimiento obrero internacional. Fue el motivo de la fractura entre marxistas y anarquistas en la Primera Internacional; marcó la frontera entre revolucionarios y reformistas en la Segunda; y se convirtió en la paradoja irresuelta del siglo XX: de un lado, la socialdemocracia confiada en el parlamento y el Estado burgués; del otro, el socialismo real que convirtió al Estado en un poder absoluto. En todos los casos, la pregunta sobre el Estado no fue un matiz, sino la línea que definió estrategia, teoría y práctica de la emancipación.
Marx, Bakunin y Kautsky en disputa
Durante más de un siglo, el marxismo se asoció a la tradición socialdemócrata y a la confianza en las instituciones. Kautsky, considerado durante décadas el “guardián de Marx”, convirtió su lectura en la ortodoxia de la II Internacional. Sin embargo, en la cuestión clave del Estado, Marx aparece más cerca de las tesis de Bakunin que de las de Kautsky. La experiencia de la Comuna de París en 1871 será decisiva para entender por qué.
La paradoja es evidente: Kautsky se presentó como el más celoso guardián del legado de Marx, pero lo traicionó en el punto esencial. Mientras Marx, tras la Comuna, había llegado a la convicción de que el Estado burgués debía ser destruido y sustituido por una forma política nueva, Kautsky defendió la vía parlamentaria y la posibilidad de transformar el Estado existente desde dentro. Esa confianza en el aparato burgués no fue una simple opción táctica, sino la base sobre la que se construyó la socialdemocracia europea. Con el tiempo, las tesis de Kautsky se convirtieron en el “marxismo oficial” de la Segunda Internacional, hasta el punto de que su interpretación fue tomada durante décadas como si fuera la voz misma de Marx. No se trató solo de una divergencia, sino de una apropiación: el marxismo de Kautsky se presentó como marxismo sin adjetivos, opacando la herencia revolucionaria de Marx. Difícil imaginar que a Marx le hubiera hecho mucha gracia ver su nombre convertido en aval de una doctrina que confiaba en el parlamento burgués para alcanzar el socialismo.
Nota: el “marxismo oficial” de Kautsky
Tras la muerte de Engels, Kautsky asumió el papel de intérprete autorizado de Marx. Sus manuales y comentarios se difundieron por toda Europa y moldearon a generaciones de militantes. Durante décadas, cuando se hablaba de “marxismo” en el movimiento obrero, en realidad se hablaba del marxismo kautskiano: evolucionista, parlamentario y confiado en la legalidad burguesa. Esa identificación convirtió a Kautsky en la voz de Marx para millones, aunque sus tesis diferían en aspectos decisivos.
Por otro lado, Marx coincidía con Bakunin en el diagnóstico: el Estado burgués no podía ser usado para la emancipación de la clase trabajadora, sino abolido. El acuerdo en el qué era completo: había que acabar con la maquinaria estatal tal como estaba. La discrepancia, sin embargo, era radical en el cómo. Marx sostenía que tras la destrucción del Estado debía existir una fase transitoria de poder proletario, un “puente” que impidiera la restauración de la burguesía. Bakunin, en cambio, rechazaba cualquier transición y reclamaba la abolición inmediata de toda forma estatal. Ahí se abrió la brecha irreconciliable entre marxistas y anarquistas.
Nota: la lectura anarquista de Bakunin
Para Bakunin, toda forma estatal, incluso un supuesto “Estado obrero”, escondía la semilla de una nueva dominación. Su propuesta era la abolición inmediata del Estado y su reemplazo por federaciones de comunas autónomas. Esta posición le ganó el reproche de Marx y de sus seguidores, que la tacharon de “utópica” por no prever una fase de transición capaz de defender la revolución frente a la contrarrevolución. Sin embargo, su crítica a la tentación burocrática se reveló profética: anticipaba el riesgo de que el Estado, en lugar de extinguirse, se reforzara bajo nuevos nombres.
En esa encrucijada se juega la herencia de Marx: traicionado por Kautsky en la estrategia, parcialmente cercano a Bakunin en el diagnóstico, pero diferenciado de este por la necesidad de una transición que los anarquistas jamás aceptaron.
La Primera Internacional y la fractura del movimiento obrero
La divergencia entre Marx y Bakunin no quedó en el plano de la teoría. Estalló con fuerza en la Primera Internacional (1864–1876), la gran organización del movimiento obrero europeo. En sus congresos, la cuestión del Estado se convirtió en el eje de la disputa: ¿debía la clase trabajadora organizarse políticamente para conquistar el poder, o debía limitarse a la acción directa y a la construcción de federaciones autónomas?
Para Marx y sus aliados, la respuesta era clara: la emancipación requería una forma política común. La clase obrera no podía conformarse con el sindicalismo o el cooperativismo; necesitaba una organización política capaz de disputar el poder y destruir el aparato de la burguesía. Bakunin, en cambio, veía en ese planteamiento el germen de una nueva dominación. Su temor era que, bajo el pretexto de una “dictadura del proletariado”, surgiera una nueva clase gobernante: los intelectuales y dirigentes del partido. A la luz de la historia, sus sospechas no parecen infundadas: la trayectoria de muchos partidos socialistas occidentales mostró cómo las organizaciones creadas para la emancipación terminaron integradas en la gestión del orden burgués.
Nota: la advertencia de Bakunin y la socialdemocracia
Bakunin temía que los partidos obreros, bajo el pretexto de representar a la clase trabajadora, terminaran convertidos en nuevas élites dirigentes. La historia del movimiento socialista occidental parece darle la razón en parte. El SPD alemán, modelo del marxismo kautskiano, apoyó los créditos de guerra en 1914 y renunció a toda ruptura con el capitalismo. El Partido Socialista francés (SFIO) acabó dividido entre reformistas y comunistas tras la Primera Guerra Mundial. En España, el PSOE se transformó en un partido de gobierno plenamente integrado en la lógica del Estado burgués. Estos casos muestran cómo organizaciones nacidas para la emancipación acabaron asumiendo funciones de gestión del orden existente.
El choque alcanzó su punto culminante en el Congreso de La Haya de 1872. Marx defendió la necesidad de la acción política centralizada; Bakunin acusó al Consejo General de autoritarismo. El resultado fue la expulsión de Bakunin y la escisión del ala anarquista. Desde entonces, marxismo y anarquismo caminaron por sendas irreconciliables, y el debate sobre el Estado quedó inscrito como la línea divisoria fundacional del movimiento obrero moderno.
Marx y la lección incompleta de la Comuna
La Comuna de París fue para Marx una revelación: no bastaba con tomar el Estado burgués, había que destruirlo. En La guerra civil en Francia la describió como “la forma política al fin descubierta” para la emancipación obrera. Esa frase no era un simple elogio retórico: significaba que, por primera vez, se mostraba en la práctica cómo podía organizarse un poder obrero distinto al aparato estatal heredado.
Con frecuencia se afirma que Marx nunca elaboró una propuesta alternativa al Estado, como si su teoría careciera de respuestas en este terreno. Lo cierto es lo contrario: Marx sí señaló un modelo, pero no lo convirtió en una teoría política sistemática ni en un programa cerrado. Su método no era el de diseñar utopías en papel, sino extraer lecciones de la experiencia real de la lucha de clases. La Comuna le ofreció ese laboratorio histórico.
De ahí surgen varias pautas precisas que conforman una propuesta alternativa:
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Revocabilidad permanente de los cargos, para impedir la cristalización de una casta política separada.
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Supresión del ejército permanente, reemplazado por el pueblo en armas.
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Fusión entre legislativo y ejecutivo, con representantes que a la vez decidían y ejecutaban, evitando así el nacimiento de una burocracia especializada.
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Limitación de privilegios, con salarios de funcionario equiparados al de un obrero calificado.
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Autogobierno local y federativo, en el que las comunas se coordinaban sin necesidad de un aparato central hipertrofiado.
Estas medidas no configuran una constitución detallada, pero sí dibujan un esquema coherente de poder proletario, radicalmente distinto al Estado burgués. Marx no llegó a sistematizarlo en forma de teoría política acabada, quizá porque confiaba en que las formas concretas surgirían de la propia praxis revolucionaria. Pero negar que tuviera una propuesta es un error: la tenía, aunque no en clave de manual ni de diseño institucional definitivo.
Precisamente esa ambigüedad productiva permitió después lecturas divergentes. Para Kautsky, la falta de un plano cerrado justificaba seguir confiando en el parlamento. Para Lenin, en cambio, abría la posibilidad de identificar los soviets de 1917 con la actualización de la Comuna. Y para los anarquistas, confirmaba que Marx no se alejaba demasiado de la idea de una federación descentralizada.
Nota: las medidas de la Comuna según Marx
En La guerra civil en Francia (1871), Marx destacó varios principios de la Comuna que, en su visión, dibujaban la forma política de la emancipación obrera:
Representantes revocables en todo momento.
Supresión del ejército permanente y sustitución por el pueblo en armas.
Fusión de funciones legislativas y ejecutivas, evitando la separación entre quienes deciden y quienes ejecutan.
Salarios de obrero para todos los cargos públicos, limitando privilegios.
Autogobierno local federado, con comunas coordinadas entre sí.
Estos puntos constituían, para Marx, una alternativa concreta al Estado burgués, aunque nunca los sistematizó en forma de teoría política acabada.
Marx y Bakunin: un balance de afinidades y rupturas
El debate entre Marx y Bakunin no fue un mero desencuentro personal, sino la primera gran disputa estratégica del movimiento obrero. Ambos coincidieron en lo esencial: el Estado burgués no podía ser conquistado ni utilizado, debía ser destruido. Ambos veían en la Comuna de París una inspiración para un poder proletario nuevo, descentralizado y revocable. En ese diagnóstico compartían el qué hacer.
Pero la diferencia residía en el cómo hacerlo. Marx defendía la necesidad de una fase de transición bajo control obrero —la “dictadura del proletariado”— como garantía de que la burguesía no recuperara el poder. Bakunin rechazaba toda transición y advertía que incluso un “Estado obrero” acabaría produciendo una nueva élite dirigente.
La historia mostró la pertinencia de ambos enfoques. Marx acertó en señalar la imposibilidad de aprovechar el Estado burgués y la necesidad de una forma política alternativa. Bakunin anticipó, con aguda desconfianza, el riesgo de burocratización y de sustitución de las masas por una casta política. Juntas, sus posiciones trazan los dos polos entre los que aún oscila cualquier proyecto revolucionario: la transición organizada o la abolición inmediata.
Kautsky y la domesticación del marxismo
Tras la muerte de Engels, Karl Kautsky se convirtió en el intérprete autorizado de Marx. Su lectura, sin embargo, lo llevó en dirección contraria. Kautsky defendió la posibilidad de usar el Estado burgués y el parlamento como vehículo de transformación socialista. Esa confianza en las instituciones existentes era justamente lo que Marx y Bakunin habían rechazado tras la experiencia de la Comuna.
La distancia con Marx se manifiesta en varios puntos esenciales:
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Determinismo histórico: Kautsky convirtió el marxismo en una teoría de la evolución inevitable del capitalismo hacia el socialismo. Para él, bastaba con que las contradicciones económicas maduraran; el papel del partido era más pedagógico y organizativo que revolucionario. Marx, en cambio, nunca renunció a la centralidad de la lucha de clases activa y a la intervención política como motor de la historia.
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El Estado burgués como herramienta: mientras Marx veía en el Estado el aparato específico de dominación de clase que debía ser destruido, Kautsky sostenía que podía ser utilizado una vez conquistada la mayoría parlamentaria. Era, en el fondo, una rehabilitación del Estado burgués bajo una fachada socialista.
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Parlamentarismo como estrategia: Kautsky colocó en el centro de la acción política la conquista de escaños, la negociación y la legalidad. Marx había considerado que el sufragio podía ser un instrumento táctico, pero nunca la vía principal ni suficiente para la emancipación.
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Pasividad frente a praxis revolucionaria: para Kautsky, la revolución era casi un acontecimiento natural, resultado automático de las leyes de la historia. Para Marx, la revolución era ante todo praxis, conflicto abierto y ruptura.
La socialdemocracia, edificada sobre esta lectura, convirtió el marxismo en un instrumento de reforma gradual, alejado de la ruptura que Marx había aprendido de la Comuna. Así, el “marxismo” de Kautsky terminó siendo un marxismo domesticado, adaptado a la gestión del capitalismo y convertido en doctrina oficial de la Segunda Internacional.
Nota: la crítica revolucionaria a Kautsky
Rosa Luxemburgo reprochó a Kautsky haber vaciado al marxismo de su filo revolucionario, reduciéndolo a evolución económica y espera pasiva. Lenin lo acusó de ser “el renegado” que convirtió a Marx en un reformista parlamentario. En ambos casos, la crítica señalaba lo mismo: Kautsky transformó la teoría de la emancipación en ideología de integración.
El dilema abierto en el siglo XX
Lenin, en El Estado y la revolución (1917), intentó recuperar la enseñanza de Marx: el Estado burgués debía ser destruido y reemplazado por una forma política nueva, inspirada en la Comuna. Los soviets —consejos de obreros, campesinos y soldados— serían la actualización de esa experiencia, un poder revocable y descentralizado. El objetivo declarado era que ese nuevo poder estatal fuese solo transitorio, destinado a extinguirse una vez eliminadas las clases sociales.
Sin embargo, la realidad histórica tomó otro rumbo. La guerra civil, el aislamiento internacional y la necesidad de reconstrucción económica llevaron a la concentración de poder en el partido y en el aparato estatal. Los soviets quedaron subordinados, y el Estado dejó de ser un instrumento transitorio para convertirse en el protagonista absoluto de la vida social y política. El modelo que había nacido como una “dictadura del proletariado” acabó cristalizando en una dictadura del partido sobre la sociedad, muy lejos de la idea marxiana de un Estado en extinción.
La socialdemocracia europea, por su parte, siguió el camino kautskiano: reformismo parlamentario e integración en la gestión del capitalismo. Así, entre el Estado hipertrofiado soviético y el Estado reformista occidental, la herencia de la Comuna de París quedó en buena medida eclipsada durante el siglo XX.
Conclusión: Marx entre Bakunin y Kautsky
Si la pregunta es “¿con quién estaba más cerca Marx?”, la respuesta es clara: en el rechazo radical al Estado burgués, Marx estaba más próximo a Bakunin que a Kautsky. Ambos coincidían en que el aparato estatal existente no podía servir para la emancipación. Pero la diferencia con Bakunin era esencial: Marx consideraba necesaria una fase de transición bajo control proletario, mientras que el anarquista desconfiaba incluso de ese puente provisional.
Kautsky, por su parte, se apartaba en lo fundamental: defendía la vía parlamentaria y la gestión del Estado burgués, justo lo que Marx había cuestionado tras la Comuna. Esa confianza en la legalidad burguesa fue la matriz de la socialdemocracia europea, que terminó siendo un instrumento de reforma y estabilización del capitalismo.
Lenin intentó recuperar el impulso de Marx, pero su proyecto terminó desviándose: la “dictadura del proletariado” no se extinguió, sino que cristalizó en un Estado hipertrofiado que absorbió a la sociedad. El socialismo soviético hizo del Estado el gran protagonista, anulando el horizonte comunal que Marx había entrevisto en 1871.
Así, entre la socialdemocracia que confió en el Estado burgués y el socialismo real que lo convirtió en absoluto, la intuición más radical de Marx —la de un poder obrero destinado a extinguir al Estado— quedó arrinconada. Ese dilema sobre qué hacer con el Estado en cualquier proyecto emancipador sigue abierto, y sigue siendo la verdadera frontera entre reformismo, revolución y anarquismo.
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